Despertó en una habitación solitaria, aquellas ocupantes no habían aparecido
o habían hecho algún estrago en su primer encuentro con el famoso aperitivo milanés.
Era su último día en Milán y Juliett apenas disponía de unas horas para
recoger, dar un último paseo por la ciudad y partir hacia el aeropuerto. Se
dirigió con mucha más confianza a la ducha tras haber comprobado el buen estado
de las instalaciones. Sería por la hora temprana, o por la búsqueda de soledad
de los huéspedes, el motivo de aquel silencio. Como el día anterior, el sol se
colaba por r las contraventanas de madera alargando la sombra de los muebles. Aquellos
muebles que parecían haber formado parte de la vida de muchas personas en momentos
diferentes y que se habían encontrado en aquel hostal. El check out era en una
hora, estaba claro que los hostales no comprendían el terrible engorro de
cargar con una bolsa o maleta todo el día al tener que dejar la habitación.
Juliett recogió sus cosas y fue al pequeño salón a disfrutar del último
desayuno de Milán. Había estado tan absorta en aquella nueva experiencia que ni
siquiera había planeado un itinerario para Roma, su próxima parada; ni había
llamado a la familia, ni había entrado en Facebook. Apenas había mirado el móvil,
a menos que fuera para tomar alguna fotografía instantánea si su cámara se
había quedado sin batería.
Quizá no quería enfrentarse a la terrible voz del contestador que dice “no
tiene mensajes”, o entrar en FB en busca de un numerito rojo que no había
querido brillar.
No dejaría que nada le arruinase el viaje. Al menos esa era la idea.
Tras pasar por recepción, Juliett se encontró de nuevo frente a aquel portón
de madera de la entrada, repasando mentalmente si había recogido todo de la
habitación, especialmente las cosas importante, el billete de avión( trozo de
papel en blanco y negro impreso unos días antes en casa), el pasaporte (que
aunque no lo necesitaba al viajar por Europa, le daba un toque más
internacional que entregar el DNI, que es lo mismo que se hace al pagar la
compra en el supermercado), el cargador, un pequeño “pulpo de 8 cable
diferentes que se hacía llamar universal, y del que sólo conocía dos tipos de
clavijas). Tabaco, tan necesario como el aire. “CHECK”. Todo estaba en orden.
Tomo una amplia bocanada de aire fresco, quería grabar en su memoria aquel
aroma de hogar, de pan recién hecho, de rayo de sol, de brisa fresca. Cerró los ojos y aspiró profundamente.
Una campanilla de tranvía abrió sus ojos de nuevo. Salió a la calle y se
despidió mentalmente de aquel hostal. Le daba algo de pena marcharse, a pesar
de haber estado apena un par de días. Pero había sido su primera experiencia viajando
sola a una ciudad desconocida, y la prueba había sido superada. Camino calle
abajo. No tenía ninguna parada planeada, sólo daría un paseo hasta la estación
de Cadorna, donde tomaría el autobús hacia el aeropuerto. Las tiendas abrían
sus puertas y otro día más comenzaba. Rutinas, obligaciones y cotidianidades.
Las mismas que en cualquier parte del mundo, pero que siempre gozan de un
encanto especial cuando estás lejos de casa. Las pastelerías se iban llenando
de ajetreados milaneses en busca de su espresso, los niños iban al colegio, las
jovencitas se maquillaban por la calle tras doblar la esquina de su calle.
“Todo sigue igual, y seguirá igual. Viviremos nuestra vida, pelearemos
nuestra rutina, seguiremos adelante”
Aquella nota en el cuaderno la escribió en plural. Quizá inconscientemente
pensó en dársela a alguien, en compartirla con alguien. Como todas aquellas
palabras que había escritas en su corazón y que nunca gozaron de voz ni de oyente.
Llegó a la estación de autobús y compró su billete, no tenía pensado
emprender el viaje tan temprano, pero vio que su ruta hacía una parada entre el
centro de Milán y el aeropuerto en un pequeño pueblo y decidió visitarlo. Un pequeño
pueblecito llamado Bérgamo, en el que parecía que el tiempo no había pasado.

Camino
un rato por sus estrechas calles y se sintió más lejos de casa de lo que se
había sentido en mucho tiempo. Allí llamaba más la atención de lo que podría
hacerlo en otra ciudad. El pueblo, seguía adelante con su día. Ajeno a los turistas,
a la vida moderna, a los avances tecnológicos. Juliett se preguntó cómo sería
allí la vida. Como mucha gente hace, pensó en la posibilidad de vivir una vida
más sencilla y tranquila, en un lugar donde nadie la conociera y donde pudiera
empezar de nuevo. Quizá podría abrir una pequeña tienda ecológica, o de
artesanía donde vender sus collares. Posiblemente sería mucho más barato y
accesible emprender una nueva vida en aquel lugar remoto que parecía
necesitarlo todo y no tener nada.

Pero se sentiría como una intrusa, como alguien fuera de lugar. Ella era
una chica de ciudad y no sabría vivir en aquel lugar. Finalmente entendió lo
que “silencio ensordecedor” significaba. Demasiado tiempo que matar, demasiados
pensamientos que evitar, demasiado espacio que llenar. Estaba decidida a no
matar nunca más el tiempo y aprovecharlo al máximo.
A pesar de la recóndita y sencilla belleza de su catedral, la uniformidad
de sus casas bajas y su apacible plaza mayor, Juliett dejó aquel pueblo en un
par de horas. Aún con tiempo de sobra antes de coger el avión.
Decidió que no tenía más opción que ir a gastar algo de dinero en las
tiendas del aeropuerto. Cuando viajaba se convertía en una clienta algo
molesta. No solía comprar demasiado, pero merodeaba por las tiendas, sacando
fotografías cuando nadie miraba, de los objetos típicos o curiosidades
elegantemente expuestas para atraer a los visitantes.
Por fin se acercó la hora de tomar el avión, y tras pasar lo que resultó
ser un pobre registro de seguridad, se acomodó en su asiento junto a la
ventanilla a leer la guía de Roma que llevaba en la bolsa de viaje. No
planearía nada hasta el día siguiente, pues siempre que hacía algún plan le
salía mal, o surgía algún contratiempo.
Todo lo que necesitaba recordar era el camino hasta su siguiente hostal.
Había escogido por internet un hostal para chicas que parecía decente y
tenía una inmejorable localización. Se encontraba a menos de cinco minutos a
pie de la estación de “términi”, donde terminaba la ruta en autobús desde el
aeropuerto. Las habitaciones eran compartidas con tres chicas más pero eso era
algo que no le importaba demasiado. Había estado sola en Milán casi todo el
tiempo y le apetecía tener a alguien con quien hablar.
El vuelo apenas duro una hora, sin retraso, sin contratiempos. Tomó el
autobús hacia el centro de la ciudad justo cuando empezaba a llover, y
agradeció que fuera ya de noche para no ver su primer día en Roma cubierto de
nubes. Esperó que el tiempo cambiase para la mañana siguiente.
Llegó a Termini a las diez de la noche. Lo primero que hizo fue comprar algo de
comer para llevar y un café en el McDonald’s de la estación. A esas horas no
creía encontrar nada más abierto. Miró el mapa que había impreso de internet al
hacer la reserva y se fue hacia el hostal. Ya había avisado de su llegada
tardía `por si acaso no había recepción abierta, lo que menos necesitaba era
quedarse en la calle sola y tener que buscar otro lugar donde pasar la noche.
El alojamiento en el hostal, llamado “papaya”, le había costado 50 euros
incluyendo el desayuno. Toda una ganga para tres noches en una de las ciudades más
hermosas del mundo. Llegó al hotel en 15 minutos, la lluvia y la oscuridad
hacían algo más difícil la búsqueda de su destino. Tras dar un par de vueltas
de más llegó a la “vía Castelfidardo”. Entró en la recepción del edificio, que
parecía disponer de más de un hotel u hostal diferentes. Pagó por adelantado y
solicito un servicio de toalla. Si hubiese tenido que llevar una toalla en este
viaje, habría tenido que envolverse en ella para pasar el control del
aeropuerto.
El hostal estaba situado en un piso de unas cinco habitaciones.
Tenía un
salón-comedor-cocina en el medio de la casa y varias habitaciones de distintos tamaños.
Cuando entro en la suya vio cuatro camas y cuatro amplias taquillas con
candados individuales donde cabía perfectamente una maleta entera. La
habitación tenía el baño dentro y, al igual que en Milán, todo gozaba de una
limpieza extrema. Sintió un gran alivio al comprobar que las instalaciones
estaban bien conservadas, las camas nuevas y las taquillas cerraban con
candado. Cada cama tenía una lámpara “flexo” individual y un enchufe junto a
las patas de la cama. Era el hostal perfecto, todo lo que necesitabas estaba
allí. No había nadie en la habitación. De nuevo estaba sola. No le importó,
pues si compartes cuarto es posible que alguien se queje del tabaco o de la luz
encendida o algo parecido.

Juliett deshizo su pequeño equipaje. Siempre necesitaba
poner sus cosas en orden antes de poder relajarse. Le habían dicho más de una
vez que tenía un pequeño TOC pero ella siempre pensó que exageraban. Después de
una ducha fue a la sala común, allí estaban de nuevo los ordenadores, observándola.
Invitándola a conectarse. Pero no lo hizo. Conectó el WIFI de su móvil y
escribió a su madre, que estaba pasando unos nervios constantes al ver a su
hija viajar sola. Se preparó un café y cotilleo un poco por la cocina. Quizá la
nevera o los armarios agradecerían un “agüita”, pero todo estaba organizado y
bastante limpio.
Finalmente, pensó, algo de suerte. El viaje estaba saliendo mejor de lo
planeado. Se encontró en medio de aquella habitación, sonriendo. No podía
evitar sentir una profunda satisfacción. En aquel momento decidió que ése era
sólo el principio. Tenía que repetirlo, tenía que viajar. Y no le importaba que
sus recuerdos le persiguiesen allá donde fuera, en algún momento, igual que las
maletas, se perderían y por fin se sentiría libre.
Se fue temprano a dormir. Deseaba que el día empezase pronto y salir a
disfrutar de la siguiente parte del viaje. Mientras se acurrucó en la cama empezó
a pensar en cuál sería su próximo destino. Pero el sueño la venció y cayó en un
profundo y reparador sueño. Al día siguiente empezaría su aventura, en Roma.