La luz del mediodía que intentaba iluminar los
callejones, descubrió otra de las Vías que salían de la Piazza di Trevi y a su
vez, le daban el nombre que ostentaba.
Continuó por Vía delle Muratte en dirección a Vía del
Corso que, si no estaba equivocada, la llevaría hasta la Piazza della Rotonda
hogar del famoso Panteón.
Atravesó Vía delle Muratte, sorteando decenas de turistas
agolpados frente a los puestos callejeros. Pequeños tenderetes repletos de
fotografías y pinturas típicas de Roma que lucían tan artísticas como hubiesen
salido de la imaginación del pintor pocos minutos antes, y no de alguna máquina
fotocopiadora. Imágenes de los lugares más reconocibles, todos esos que Juliett
aún no había visto y ansiaba por conocer. Era como un mapa en el que no hacían
falta palabras que plasmaran la belleza, el encanto y el arte de cada pintura.
Dejando atrás las tiendas de limoncello, objetos de
madera “hechos a mano” y pequeñas maquetas de La Fontana, Juliett llegó a la Vía
del Corso.
Una de las arterías principales de Roma, donde gastar indecentes
cantidades de dinero en sus numerosas tiendas. Sorprende en esta calle uno de
los palacios de Roma reconvertido en una tienda de la marca Zara. Un lujoso
emplazamiento en medio de la ciudad con una exquisita arquitectura y cuatro
hermosas fachadas destacadas por la pureza y de sus blancos decorados y sus
juegos de luces. Una situación privilegiada que no dejaba de decepcionar
ligeramente al ver que en lugar de albergar lujosos salones de baile, lámparas de
cristal y ventanales con vidrieras, sólo guardaba una tienda de moda. Las tiendas
no parecían cerrar para almorzar como solía pasar en España, donde las pequeñas
tiendas echaban el cierre un par de horas al medio día para comer y echar la
siesta. En Roma, igual que en Milán, las tiendas parecían estar abiertas
siempre.

Tras pocos pasos tomó la Vía del Seminario. Un gran
nombre para una calle pequeña. Pero como
se suele decir las mejores esencias se guardan en frascos pequeños. Aquella
calle era lo que cualquier turista que viniese de una gran ciudad podría
esperar de roma. Una sucesión de fachadas de oscurecidos tonos pastel y
pequeños balcones. Ventanas viertas dejando escapar el fragante aroma de un
guiso, blancos visillos ondeando con la fresca brisa; portones de madera
rechinando achacosos. Cada tienda, cada pequeño local parecía ser el fondo de
una postal. Una puerta de madera dividida, con la parte superior abierta
vestida con una cortina blanca tan fina que dejaba atisbar el interior de
alguna “ostería” o taller de reparaciones; guardada por maceteros de terracota
llenos de margaritas que aún no habían sido pasto del frío.

Edificios de piedra, resplandecían bajo el sol dando
cabida a todo tipo de comercios con anuncios y carteles tan discretos que se
fundían en el conjunto. Un supermercado se escondía en la planta baja de un
edificio, como si hubiera sido cavado en una cueva y en lugar de estanterías de
metal, sólo dispusiera de estantes de madera clavados artesanalmente y fanegas
de verduras. Todo gozaba del encanto artístico de la roma medieval, destacando
la simplicidad de otros tiempos. Quizá tras el mostrador la esperaba una mujer
ataviada con falda larga sobre enaguas, con pelo recogido y cofia blanca. Juliett
se sintió con ganas de hacer una incursión en una tienda local, compraría algo
en el súper. No era lo mismo que entrar en las típicas tiendas de regalos donde
los vendedores parecían tener incorporado un reconocedor de voz con el que
adivinar en qué idioma tenían que regatear con el cliente, un supermercado era
otra historia. Allí la cajera o el pescadero no se preocuparían de hacerse
entender y ello dificultaría la conversación. Pero a pesar de la rústica
apariencia de la fachada, el supermercado no era más que otro autoservicio
disfrazado donde con dos palabras en el idioma indicado es suficiente para
hacer la compra.
Un vistazo a la comida típica. Juliett siempre penaba que
comprar productos gastronómicos en las tiendas de regalos, o aquellas que se
agolpaban junto a monumentos o atracciones turísticas era un error. Pues esos
productos expuestos no eran más que derivados de los que realmente se podían
degustar en una casa italiana, en ese caso. Por ello siempre resultaba más
fiable comprar buenos productos en un súper. Allí se podía elegir la calidad,
cantidad y precio y sentirse un poco más segura en cuanto a la fiabilidad de
dichos productos ya que si estaban a disposición de los lugareños sería por
algo. Recorrer los pasillos del súper resultó igual de interesante que recorrer
alguna de las callejuelas que la habían llevado hasta allí.
Filas enteras de
paquetes de pasta de todos los tipos y granos, aunque nunca de colores, a
diferencia de esas vistosas creaciones destinadas a los extranjeros que gastan
10 euros en unos macarrones tan grandes como cubrir la olla en la que se
cocinan.
Cientos de cafés diferentes y todo tipo de complementos para éstos.
Cacaos, canelas, azucares, y otros endulzantes que harían las delicias de los
paladares más selectos que degustasen un buen tiramisú; un inmenso expositor de
quesos envueltos en pequeñas porciones con delicado celofán; vistosos mostradores
de carnes y pescados frescos y una amplia variedad de zumos y refrescos de
todos los sabores inimaginables completaban la oferta gastronómica. Sin olvidar
las hordas de diferentes aceites y aliños para culminar las recetas de pasta y
ensaladas.
Juliett compró unas manzanas y una selección de dulces,
que a todos agradan, y dejar solucionados los regalos de los amigos y
familiares que nunca esperan nada pero que se sentirían molestos si no
recibieran un “Panettone” o una botellita de “limoncello”.
-
“Buon Jorno”
-
“Buon Jorno”
Bip, bip, bip, bip…. Clamaban los productos al deslizarse
por el láser.
-
“ venti euro e cinquanta”
-
“Gracie”
Fin de la conversación en italiano. Pocas palabras para
una persona, pero un gran éxito para una extranjera.
A punto de darle el primer bocado a la jugosa manzana
roja, recién salida de la película de “Blancanieves”, Juliett vio su siguiente
punto de admiración; el Panteón.
La afluencia de gente era imparable anquen
dada la hora del almuerzo, seguramente empezaría a decaer por lo que aquel
momento parecía propicio para tomar un descanso, sentarse en la plaza bajo el
sol y mezclarse entre los turistas y los “come pipas” mientras comía su manzana
y echaba un vistazo a la guía en busca de información sobre aquel magnífico
monumento.
Conservando ese estilo sorpresa de Roma, La Piazza de La rotonda, que obtiene su nombre de la forma en que popularmente se conoce el
Panteón, Aguardaba inmersa en el bullicio y el urbanismo de Roma, con la
paciencia que su antigüedad y posición le permitían. Hogar de una de las
mayores obras de arte de Roma.

La plaza es además un punto de encuentro, no
sólo de personas, sino de disciplinas artística. Sentada en los escalones que
rodeaban el “obelisco” de la plaza, Juliett observó la convergencia de culturas
que se filtraba a través de los diferentes caminos que convergían en aquella
plaza. Hordas de turistas con su cámara al cuello; amigos encontrándose en la
fuente como los madrileños se encuentran en “el oso” se la Puerta del Sol; parejas
almorzando en pequeñas mesitas cubiertas de manteles a cuadros rojos y blancos.
Otra pintoresca imagen digna de varias fotografías. Artistas callejeros hacían
sus mejores trucos para atraer esas monedas sueltas que siempre quedan el
bolsillo. Funambulescas, cantantes con laúdes vestidos de época, un violinista
amenizando el almuerzo de la clase pudiente en aquellos pequeños restaurantes
que delineaban la plaza,…. Numerosas expresiones artísticas que no dejaban de
atrapara la atención de cualquier transeúnte.
Juliett termino su fruta y encendió el cigarrillo
correspondiente mientras ojeaba su guía.
Recordaba algunos detalles del Panteón, pero tan vagos
que apena podía imaginar cómo sería por dentro. Aquella hermosa edificación del
antiguo imperio Romano era un símbolo de la avanzada arquitectura que los
romanos desarrollaron minimizando el tiempo de construcción y asegurando la
supervivencia de sus edificios, pues a pesar de sus siglos de edad y las
inclemencias del tiempo y de la mano humana, el Panteón conservaba
prácticamente el mismo aspecto que justo después de su construcción. Sus
columnas daban la bienvenida a una sala abovedada que ostentaba el título de ser
la más grande hecha en hormigón, superando incluso a la cúpula de la catedral
de San Pedro. Cómo u nombre de origen griego indicaba, estaba dedicado a los
dioses y supuso uno de los centros neurálgicos de la antigua Roma donde los
magistrados y personalidades de la ciudad se reunían a diario para tratar temas
políticos. Llegó a ser tal la afluencia de gente en el Panteón que a pesar de
tener una cúpula con un “óculo” abierto,
ni la lluvia llegaba a filtrarse por el efecto de la humedad producida por
tanta gente junta.

La cúpula había sido objeto de estudio de muchos
arquitectos durante años, deseosos de averiguar la ingeniería escondida tras
esos muros que permitía a una cúpula de semejante envergadura mantenerse
intacta. Los suelos de mármol, las imágenes representadas y las columnas del
interior completaban aquella nueva fotografía.
Juliett se abrió paso lentamente a través de los turistas
que siempre caminaban tan lentamente que parecían hacer cola en lugar de
pasear. El Panteón no decepcionaba. Parecía haber sido construido pocos meses
atrás. Los suelos brillantes, las columnas relucientes, la clara y delicada luz
que el óculo dejaba entrar, la perfección de la cúpula, las ventanas que
formaban su base, era la perfecta combinación de ingeniería y diseño. Otro
claro ejemplo de la grandiosidad y elegancia de las obras romanas.
Sin mucho más que ver en el interior, Juliett recorrió la
fachada. Sacó otra manzana y emprendió el camino hacia el siguiente lugar, aún
por decidir.