La era de las comunicaciones es como se ha llegado a definir a este periodo en el que nos encontramos en el que la diversidad de plataformas de comunicación, soportes, medios y utensilios para relacionarse con nuestros semejantes es tan amplia que ha llegado a resultar abrumadora. Atrás han quedado los días en los que el clásico teléfono que esperaba su ring ring pacientemente en el salón de casa. Ahora lo raro es tener teléfono fijo en casa, ya que este ha quedado relegado a un mero catalizador para la conexión a internet. Navegamos, surfeamos y nos ahogamos en redes sociales en las que compartimos nuestras intimidades abiertamente con gente prácticamente extraña sin el menor reparo. La afluencia de paginas como Facebook, twenty, twitter, myspace, etc. han revolucionado la forma en la que mantenemos el contacto con nuestros seres queridos, e incluso con los que no lo son. Aun recuerdo cuando accedías de forma reacia a dar tu número de teléfono a alguien que te entraba en un bar, o te ponías susceptible si te hacían más de una pregunta personal en una encuesta. Enseguida encendías las alarmas de protección de la intimidad y no revelabas más de lo que considerabas apropiado. Pero esos tiempos han quedado relegados al olvido a manos de las redes sociales, en las que abiertamente comentamos, compartimos, enseñamos y cotilleamos no solo nuestros pensamientos, sino nuestras fotos, nuestros planes y nuestra vida diaria. "¿en que estas pensando ahora?" pregunta amablemente Facebook, Y allá descargas todos tus pensamientos, temores, aficiones, preocupaciones, etc. Hasta que te encuentras con alguien que comenta algo así como "estoy viendo la tele y ahora tengo que ir al baño". Ahí te das cuenta de que se están propasando las líneas del decoro y que es momento de dejar de compartir tantas intimidades, o acabaremos por colgar hasta los análisis de sangre y la gente empezara a comentar tus resultados. En el mundo cibernético es más probable hablar de nada que de algo en concreto, ya que la elevada frecuencia con la que nos conectamos al mundo exterior acaba por vaciar nuestra mente hasta que ya no tenemos nada más que decir. Es entonces cuando decidimos buscar otra cosa que hacer para mantener nuestro muro activo. Y empiezan a aparecer aplicaciones para cuidar granjas, para hacer pasteles, para montar restaurantes, para cuidar a mascotas.... Y tu correo es bombardeado por invitaciones de amigos y familiares que quieren criar un cachorrito contigo, o cultivar zanahorias, o hacer un pastel para muñequitos cabezones que esperan ser alimentados en un café cibernético. Y la cosa no mejora cuando se trata de cultivar relaciones personales. Algunas personas lo llevan bien, y mantienen saludables relaciones beneficiándose de las ventajas de una comunicación instantánea en la que no existen barreras de tiempo o distancia. Otros, acaban por someterse a la obsesiva adicción que las conexiones internautas suponen. Te acostumbras a saber cada mínimo detalle y a conocer cada instante de la vida de otra persona, que acabas por controlar todos sus movimientos, que hace, cuando estará en la red, con quien habla, quien escribe en su muro... La situación se descontrola hasta que raya en el borde del acoso virtual. Tus días se miden por las notificaciones que recibes, tu imagen está atrapada en una foto de perfil, tu popularidad se mide por el número de amigos virtuales que tienes, y sin darte cuenta el punto más álgido de tu día es ese en el que por fin ves una lucecita roja que indica que tienes un nuevo email. Pero a pesar de la facilidad que esta comunicación simultanea supone, nos seguimos ahogando en sus palabras. Los dobles sentidos, los juegos verbales, el clásico truco de "hacerse el duro" se desarrollan abiertamente hasta que ya no sabes distinguí entre lo real de lo fingido. Otro de los problemas de la comunicación escrita, pues la carencia de una expresión facial que te indique lo que la otra persona piensa o siente, acaba por dar lugar a malentendidos.
Y es que al igual que esos días de apogeo del teléfono fijo han pasado a la historia, los encuentros cara a cara, también. Antes quedabas con personas para tomar café, ahora tienes videoconferencias en el salón de casa. Aquella esperanzadora luz parpadeante del contestador, que contenía un mensaje de vez, ha ido sustituida por un mensaje de texto indescifrable. Las sonrisas son caritas sonrientes, los besos son dos letras al final de un mensaje, las caricias son un golpe de ratón y las palabras que se atragantaban en nuestra garganta cuando manteníamos una conversación en directo, son las que ahora se atascan en un teclado y mueren en un email no enviado. Tantas opciones, tantos avances, tanta evolución a lo largo de los años, y aun seguimos guardándonos lo que realmente queremos decir. Y aunque mostremos toda nuestra vida en una página de internet, y colguemos nuestras fotos, y aireemos públicamente hasta la partida de nacimiento sin el menor reparo, seguimos sin hablar abiertamente de lo que en realidad queremos. Y es que no importa el disfraz de nuestras conversaciones, los sentimientos, temores y aprensiones siguen presentes. Por lo que o que antes no te atrevías a decir por teléfono o en persona, es lo que ahora no escribes en Facebook ni compartes en twitter. Las palabras se siguen enredando, y a pesar de la profusión de medios de comunicación, estamos entrando en la era del silencio.