viernes, 31 de octubre de 2014

Je veux

La inercia de sus pasos llevó a Juliett a tomar la línea 1 en iglesia como todas las tardes de lunes a viernes, en las que debía ir a trabajar. Cargaba un pesado bolso que contenía todos los libros y apuntes que necesitaba para impartir sus clases de inglés. Por fin había conseguido un trabajo decente de profesora de inglés en Madrid dando clase a un grupo de funcionarios de 15 personas todos los días que formaban parte del plan de trabajo de la comunidad de Madrid. Por fin un contrato, por fin seguridad social tras muchos meses de dar clases particulares y luchar contra los prejuicios existentes sobre los profesores bilingües y no nativos. Ahora el trabajo la abrumaba y siempre estaba repasando mentalmente el guión de sus clases para que no quedase ningún cabo por atar, ninguna lección mal explicada ni preguntas sin contestar.
Aquella era una tarde especialmente fría. De esas que te hacen dudar si aún sigues en la estación de otoño o ya ha empezado el invierno. Porque, ¿qué día empieza el invierno? El gélido aire enrojecía las mejillas de los transeúntes que aceleraban el paso hacia la estación de metro, a refugiarse en la calidez de sus andenes y vagones atestados de pasajeros.
Juliett se colocó al comienzo del andén por donde saldría en sol. Aquella tarde iba un poco retrasada y no quería llegar tarde a clase, por lo que cualquier segundo ahorrado era importante.  En la estación de sol cambiaría a la línea 3 para ir a Palos de la frontera y dar la primera clase de la tarde a un alumno con dificultades para hablar en público en inglés. De allí se iría a impartir el curso.
Como cada día busco su I Pod en el bolso para evadirse con un poco de buena música y evitar las conversaciones ajenas, las personas hablando por teléfono como si intentasen encontrar eco a su voz y a la música de organillo de los que se suben al vagón en busca de la beneficencia de los hastiados pasajeros. Pero su I pod estaba sin batería. Así que se resignó a concentrarse en repasar mentalmente las clases que tenía que dar y asegurarse de que todo estaba controlado.
El tren llegó con su habitual bufido al detenerse, un resoplo que hacía pensar que hasta los vagones se cansan de vez en cuando después de un día de trabajo.  Como siempre sucedía en aquel andén, la gente se agolpaba contra las puertas deseando entrar o salir, sin respetar aquello de “dejen salir antes de entrar”. Mientras esperaba su turno, Juliett se fijó en que, en la puerta de al lado, aguardaba una chica con una guitarra en la mano sin la funda puesta. Una chiquilla de no más de veinte años que parecía más ligera que la propia guitarra. Sus sencillas ropas tenían una elegante cadencia sobre las escasas curvas de la chica que a pesar de su delgadez seguía conservando la lozanía de la veintena. Sus mejillas también estaban sonrosadas por el frío y le daban un aire inocente. Vestía un sencillo jersey verde, que hubiera estado ajustado a su cuerpo en otra época y que ahora colgaba holgadamente de sus huesudos hombros, unos vaqueros bastante gastados por el tiempo y los caminos recorridos, como los que se hacen ahora de marca con efecto lavado que consiguen que los compradores paguen el doble por unos vaqueros gastados de aspecto andrajoso simplemente porque dicen que están lavados a la piedra y una chaqueta marrón bastante abultada con forro de borreguillo que instintivamente reconfortó a Juliett al pensar que esa muchacha no pasaría frío llevándola. La chica mostraba una frescura en su rostro algo ajada por las dificultades que se presuponía que había tenido en la vida.
Todos subieron al vagón y se esforzaron por acaparar cuanto antes los asientos libres. La joven se quedó junto a la puerta y empezó a rasgar su guitarra con dulzura entonando una melodía que a Juliett le resultó familiar.  La joven empezó a cantar con los primeros acordes una bella canción en francés. Se trataba de “je veux”, un preciosa canción que la muchacha conseguía interpretar con gran emotividad a pesar de la escasa compañía tan solo una guitarra. Juliett se alegró de no llevar su Ipod conectado. Mientras la música y su voz se fundían en una perfecta combinación de sentimiento y armonía, el tren se detuvo en la siguiente estación, en Bilbao, y la muchacha se apartó, sin dejar de cantar, para que los demás viajeros continuasen con su día subiendo o bajando del tren. Mientras subían los pasajeros, la joven miraba con cierto recelo al exterior del vagón, comprobando que no había peligro.  El tren continuó su trayecto fundiéndose en la oscuridad del túnel bajo el embrujo de una voz que arañaba una vieja guitarra española.
Mientras la música seguía sonando, Juliett se fijó en las caras de los viajeros que se agrupaban a lo largo del vagón.
Algunas personas miraban con atención a la joven cantante y preparaban alguna moneda  que darle a la chica al final de su actuación. Ella seguía acariciando los acordes con la ternura de su voz y la elegancia de sus dedos. Sus ojos mostraban los signos del cansancio y unas profundas ojeras. Sus manos, que tan perfectamente coqueteaban con las cuerdas de la guitarra, mostraban unos huesudos dedos con bastantes cortes, algunos recientes y otros más antiguos. Cicatrices que parecían ascender por sus brazos desde las muñecas. Cortes que algunas señoras sexagenarias se esforzaban por atisbar con su habitual gesto de desaprobación ante cualquier chica joven y guapa. Entre las personas que en aquel vagón se esforzaban por empaparse de todos los detalles y chismes de los demás viajeros, se podían ver claramente los siete pecados capitales. Y todos reavivados por la interpretación musical de una joven que cantaba en francés acariciando una guitarra. La avaricia, de aquellos que sujetaban con fuerza su bolos o cartea por si la bohemia artista intentaba saquearle; la lujuria de aquellos que tenían un lecho más fría que el clima de Noviembre; la gula, de los que ante la delgadez extrema de la joven picoteaban su barra de pan hasta dejarla en un currusco; la ira, de los que no apreciaban la música y se concentraban en subir el volumen de sus aparatos de música; la envidia, de las chicas que en el fondo desearían ser como aquella bohemia artista capaz de llamar la atención con tan bellísima voz; la soberbia de las mujeres de gesto torcido que siempre miran por encima del hombro; y la pereza de aquellos demasiado vagos para sacar algunas monedas de su bolsillo. Juliett preparó algunas monedas, con un gesto decepcionado por la escasa calidez humana que se percibe en la sociedad.
La joven recogió las monedas con gratitud al aproximarse a la estación de tribunal, agradeciendo con su acento francés cada aportación. Recogiendo también algunas piadosas sonrisas de los viajeros mas condescendientes. Y encontrándose también con algunos desafortunados comentarios sobre la procedencia de sus cortes y el porqué de su aspecto y su situación. La joven había sido presa de los tópicos en los que prevalecen las drogas y el alcohol como causa de mendicidad.
Todos continuaron su viaje, viendo a la joven bajarse del vagón para meterse en el siguiente y continuar derrochando su talento en oídos sordos y rancia mediocridad.
Juliett se esforzó por seguir escuchando los acordes cada vez más lejanos que viajaban en los vagones contiguos perdiéndose poco a poco en el chirriar de los raíles.
Cuando al día siguiente Juliett tomó el tren con la misma dirección para ir a trabajar, buscó en el andén a la muchacha por si ésta hubiese decidido repetir la ruta del día anterior, pero no la vio. Por lo que prosiguió con su día con cierto desánimo. Había algo en aquella chica que la inspiraba ternura. Desprendía un halo difícil de explicar, quizá de era la simple lástima que sintió al ver a aquella muchacha que parecía una niña buscando protección. Al terminar el día, Juliett se bajó una parada antes de la suya para ir a Starbucks a por una de esas creaciones de café con impronunciables nombres para mantenerla despierte las dos horas siguientes al menos y poder adelantar así algo de trabajo.  Al bajarse en Bilbao, vio a la cantante del día anterior bajando por la calle Fuencarral dirección a Tribunal Posiblemente vivía por la zona o quizá iba a tomar algún otro tren en el que derramar su sesgada inocencia sobre inocuas almas. Llevaba la misma chaqueta marrón y posiblemente los  mismos pantalones gastados acampanados sobre los que salían unas, también gastadas, “punta blanca” de color verde apagado. Llevaba un jersey blanco de cuello vuelto un pañuelo fino alrededor de la cabeza de que sobresalían tímidamente algunos mechones ondulados.
Juliett quiso seguirla y cambió súbitamente de rumbo. No sabía muy bien porqué, simplemente quería hacerlo, quería saber más de aquella joven que tan desvalida se encontraba y, a pesar de las opiniones populares de un puñado de viajeros que el injusto azar colocó de público, Juliett no creía que ella fuera ninguna drogadicta. Quizá era la búsqueda de reafirmarse en su asunción de inocencia lo que la impelía a seguirla. Esa esperanza de que no todo aquel que pide en el metro se lo gasta en alcohol, que hay gente que solo intenta ganarse la vida, que sigue habiendo gente auténtica.
La joven caminaba deprisa a pesar de su escasa masa muscular y de cargar con la guitarra a la espalda. Bajó por la Calle de la Palma justo en frente de Tribunal en dirección al barrio de Malasaña, hasta que se detuvo en el portal de un pequeño café al final de la calle.
 Juliett la observaba con disimulo mientras se fumaba un cigarro en la calle y miraba de vez en cuando el móvil para disimular, como si alguien se fuera a dar cuenta de lo que ella estaba haciendo. Vio que la chica se sentaba pesadamente en una mesa en el rincón y empezaba a sacar algunos papeles y bolígrafo del bolsillo de la funda de la guitarra. Mientras los ordenaba un poco, el camarero se acercó a ella a preguntarle que quería tomar, mirándola con recelo. Tras apuntar la consumición en su libreta y antes de traerle lo que había pedido le pidió que pagase. A la muchacha no pareció sorprenderle este gesto tan antipático pues seguramente debido a su aspecto, esta era la reacción habitual que conseguía. Buscó en su bolsillo y sacó un puñado de monedas, su pequeña recaudación del día. Juntó algunas monedas y se las entregó al camarero que no pareció darle las gracias ni hacer ningún esfuerzo por mostrarse amable. Juliett sintió una punzada en el pecho al ver la poca compasión de la gente, los prejuicios que ciegan sus ojos. Juliett entró también en el café. Seguro que sería más barato que Starbucks. Mientras tomaba asiento en la barra vio el contenido de la bandeja que el altivo camarero llevaba a la joven que ya estaba escribiendo afanosamente sobre sus trozos de papel, lo que parecía la letra de una canción. Un café y un pequeño bocadillo, la oferta de la merienda por dos euros. Juliett notó que se le encogía el corazón al presenciar a aquella talentosa chica recorriendo el metro para poder comprar algo de comer. Juliett pidió un café para llevar y salió del café. No tenía más tiempo y empezó a darse cuenta de lo ridículo de la situación.
Cada día buscaba con la mirada a la chica en los andenes del metro, esperando que aquellas notas francesas la embaucaran de nuevo.
Un día el aire caliente del metro traía el rumor de una suave melodía. Subió al vagón y encontró a la joven artista entonando “La Boheme”, la gran canción de Edith Piaf, que siempre le había encantado. La dulzura rasgada de dolor que la gran Edith conseguía en cada actuación, era interpretada a la perfección por aquella chica desconocida a los ojos del mundo. Juliett no tenía que trabajar y de nuevo decidió seguir a la joven. Empezaba a imaginar los motivos por los cuales se veía allí tocando para un público tan desagradecido.
La chica se bajo de nuevo en tribunal y Juliett decidió seguirla. Pensando que iría al siguiente vagón en busca de la generosidad de algún otro pasajero. En su lugar se dirigió a la salida. Primero fue hasta una pequeña pizzería donde vendían porciones de pizza recién hechas por un euro con cincuenta. Mientras comía su porción de pizza se encaminó de nuevo hacia la calle de la palma donde el primer día que la siguió, había entrado al rancio café. Esa tarde de sábado la muchacha continuó calle abajo hasta llegar a un gran edificio gris de aspecto desangelado en el que sólo se leía “Centro Social de la Comunidad de Madrid”. Juliett pensó que quizá aquellas señoras que habían tachado a la cantante de drogadicta y alcohólica podían tener razón. Quizá no era culpa de nadie más que de sí misma el que se viera mendigando en el metro, quizá el dinero que sacaba cada día vendiendo su voz a esos oídos tan ordos le servía para pagar la vida de vicio en la que se había metido. Pero quizá…
Juliett entró con recelo al centro, intentando parecer que sabía a dónde iba. Vio que la chica desaparecía tras una puerta  doble con paso raudo. Juliett se acerco a la ventana y finalmente vio lo que se escondía tras esa puerta. Vio una gran sala con largas mesas alineadas con sillas de fornica que parecían haber soportado el peso de muchas almas, un largo mostrador que tenía delante y una gran abertura en la pared de al lado por donde se podía distinguir una cocina. Desde la ventana no veía por ningún lado a la chica, sólo veía a un puñado de personas repartidas por las mesas que comían acompasadamente un plato de sopa caliente. Otras, que hacían de aquel lugar tan frío una estancia bulliciosa y cálida, Hacían cola frente al mostrador, esperando pacientemente su turno para recoger su plato de comida. Pudo ver familias enteras que estaban allí comiendo, personas mayores a las que la vida les había dado más de un revés, chicos jóvenes de piel oscura que tenían su organillo a los pies mientras comían. Casi pudo reconocer alguno de los rostros que allí había.
Allí, el muchacho de la línea siete que caminaba con una muleta pidiendo en el metro; allí, la señora mayor que tantas veces paseaba su carrito de la compra por las calles rebuscando en las papeleras; l varios músicos que habían amenizado los trayectos de tantos viajeros. Todos arañando unos pocos céntimos de los bolsillos ajenos.
  Nadie hablaba demasiado, pero se intercambiaban muchas miradas.  Miradas de lástima y nostalgia, posiblemente por todo aquello que habían perdido; miradas de resignación porque ahora mismo esa era la realidad, la única realidad que tenían; miradas de ánimo de padres a hijos que esperaban silenciosamente poder dar un futuro a los pequeños. También pudo ver los discretos gestos que tenían unos con otros. Los que ayudaban a una mujer a traer la comida de sus hijos, los que cedían su sitio a las personas mayores, los que compartían el poco pan que les tocaba en su ración. ¿Cómo era posible que en aquella situación tan precaria hubiera espacio para la caridad. Pues la había. Y allí no vio la soberbia de señoras altivas, no vio el miedo a ser robado de señores trajeados, no vio envidia en los ojos de nadie, pues no tenían nada que pudiera ser envidiado.
Mientras Juliett analizaba las diferencias entre aquellas desalmadas personas del vagón de metro que hacían caso omiso a la petición de ayuda de una pobre muchacha, y aquel comedor social que, aún albergando gente que no tenía nada, parecían ser los más ricos del mundo en espíritu, vio finalmente a la chica. Salía de la cocina hacia el mostrador cargando una pesada fuente con algún plato humeante que parecía un guiso de carne. Llevaba en su mano un cuchillo bastante largo. Juliett no podía oírla, pero se la intuía comentado algo con otra de las colaboradoras que ya estaba en el mostrador. Le estaba enseñando sus cortes en las manos y señalando los terribles cuchillos que tenía en esa mano tan temblorosa.. La otra mujer le rozo el hombro para confortarla y le cambio el puesto. La joven ya no estaría haciendo los corte de pan o carne, al menos aquel día y estaría sirviendo la sopa. Juliett observó en silencio como aquella ojerosa cantante que dedicaba su bella voz a los viajeros de un angosto tren cada día, servía comida a gente que no estaba en una situación muy diferente a la suya. Les entregaba su plato de sopa caliente con una leve sonrisa, todo lo que su cansancio le permitía, y sin poder evitarlo notó como los ojos se le empañaban. De pronto Juliett notó que alguien le tocaba el hombro y se volvió sobresaltada. Un hombre joven y bastante bien vestido se encontraba con un pañuelo en la mano frente a ella.
-¿podemos ayudarla en algo?- preguntó el muchacho mientras Juliett se fijaba en la tarjeta de identificación que tenía prendida de su jersey. “coordinador de voluntarios”.
-sí,-dijo Juliett levantando los ojos de nuevo hacia él- Me gustaría saber qué tengo que hacer para ayudar como voluntaria en este centro-

La vida a veces parece plantear dilemas difíciles de resolver, problemas que no parecen tener solución. Todos vivimos la crisis, los recortes, la desmoralización social, las huelgas y el general descontento que asola los comercios, las empresas y los hogares. Todos miramos los descuentos en el supermercado y apuramos los cupones de ahorra, lo que sea para que la cesta de la compra no valga tanto como un carro. Miramos los precios, las condiciones de todo y la letra pequeña. Nos lo pensamos dos veces antes de comprar, pues nadie está para derrochar. Todos tenemos que abrir los ojos a la realidad que tiñe de gris nuestra cotidianidad.
Aquel día Juliett Abrió los ojos un poco más. Aquella muchacha anónima que el destino había puesto en su camino, no era una simple desconocida. Fue quién, con su preciosa voz, la condujo a un lugar donde poder ver de verdad la realidad. Donde otras muchas personas luchan cada día, no por tener un futuro, sino por tener un presente.  Gente que no miraba el precio de la ropa, porque la pedía en algún convento; gente que no usaba cupones de ahorro, pues comía en un comedor social. Gente pedía en el metro, que tocaba en sus vagones, que huía de las miradas de desdeño. Y también gente, como aquella cantante, que por muy desesperada que fuera su vida, sacaba tiempo para echar una mano a los que estaban aún peor.

Aquella compasión hizo comprender a Juliett lo afortunada que era y sus pequeños problemas se disolvieron en aquel mar de fraternidad. El destino mismo había hecho que se olvidara de sus propias preocupaciones y como agradecimiento, devolvió el favor ayudando a aquellas personas que tanto necesitaban de la caridad de los demás. Y a partir de aquel día, todas las mañanas iba al centro social a ayudar en lo que podía. Aquel viaje en metro le había mostrado una vida distinta. Y se sentía la persona más afortunada del mundo. 

https://www.youtube.com/watch?v=Tm88QAI8I5A

sábado, 25 de octubre de 2014

cuentos

Aún recuerdo la primera vez que me llevaron a su casa. Estaba algo nerviosa pues no sabía a quién me iba a encontrar. Eran los típicos nervios de una primera cita. Sólo que en este caso me iban a abrir la puerta a una familia entera.  Yo iba envuelta en mis burbujeantes transparencias y esperaba causar una buena impresión. En cuanto se hizo la luz pude ver un hermoso salón, de estilo clásico, uno de esos con suelo de madera por el que ya han pasado muchos tacones. Pero la habitación estaba impecable, con flores en el centro de la mesa de comer, con visillos blancos en los ventanales, justo para no dejar ver demasiadas intimidades. Un gran sofá dominaba la sala escoltado por dos sillones que habían perdido los oídos a manos del diseño moderno y que esperaban ansiosos mi llegada. La tapicería estaba algo gastada y los cojines desordenados por lo que pensé que seguro que había más de un niño o quizá un perro que se divertía armando algo de jaleo.
Oí que alguien salía de la cocina con su delantal a la cintura, mientras se secaba las manos con un paño de rizo. Era la madre, que arrastró su mirada cansada por cada centímetro de mi cuerpo hasta que finalmente se giró hacia su marido y a su hijo para darles el visto bueno a su elección.
Por el pasillo a mi derecha, uno de esos largos a los que llamaban distribuidores, oí como venían corriendo una niña y un niño que arrastraban sus curiosos dedos por el “gotelé” de las paredes.
Cuando los cinco estaban en el salón, me ayudaron a quitarme las numerosas capas que me abrigaban y me acompañaron al lugar donde descansaría. Mi lugar dominaba la sala tanto como el de los sofás, desde ahí podría contemplar el día a día de la familia, ahí empezaría a formar parte de su vida.
Nunca olvidaré aquellos primeros días en la casa, contemplando a los niños que escuchaban atentos mis cuentos y fantasías; los torpes movimientos de Kike, el hijo mayor, bailando al son de mi música. Las perezosas mañanas hacendosas de la madre charlando conmigo sobre cocina y consejos varios para el ama de casa.
Recuerdo tener a toda la familia atenta a mis historias, mis cuentos y comedias por la noche. Ratos domésticos deliciosos.
Los años pasaron y les tomé tanto cariño que realmente me sentí parte de ellos. Vi a los niños crecer, a los padre envejecer y a los días pasar sin que hubiese uno solo en el que no me dedicasen un buen  rato de su atención.
Pero parece ser que, como tantas cosas en la vida, nada es para siempre. Todo se acaba y pocas cosas permanecen. Recuerdo el día en que vi entrar a..."la otra". El nuevo y renovado miembro de la familia que estaba dispuesto a ocupar mi lugar. Más moderna, más esbelta, un perfecto ejemplar de elegancia. No pude hacer nada para remediarlo, de un día para otro me vi desplazada en un rincón, esta vez sin ninguna capa que me protegiera durante ese viaje que estaba a punto de empezar.
Y es que a veces la gente deja de sentir interés por las cosas, o bien las olvida, o simplemente se pasan de moda. Y que al igual que tantos otros objetos que forman parte de la vida de las personas y perecen con el paso del tiempo y los cambios de la vida. Y una televisión como yo puede ser reemplazada de un día para otro aun habiendo sido parte de una familia.

Belén Gamo

(Juliett París)

martes, 14 de octubre de 2014

Deseo de escribir

Hacía meses que las teclas de su ordenador yacían inertes,  acumulando polvo y recuerdos olvidados. Meses en los que Juliett había dejado de sentir las ganas, el impulso, el deseo por retomar aquellos garabatos léxicos que ahora dormían en las entrañas electrónicas de aquel aparato. Un viejo ordenador, al que  le costaba marcar la Ñ, al que le resultaba difícil mantenerse frío,  testigo  de proyectos, de relatos inacabados, del caótico orden que marcaba su vida. Ese ordenador que veía languidecer sus teclas, oscurecerse su pantalla y empolvarse sus relatos.
Habían sido meses oscuros para Juliett. Perdidas, lágrimas y despedidas. Sentimientos que en otros tiempos consiguió convertir en algunos de sus más hermosos poemas, parecían haberse ahogado en un mar de negación y supervivencia. Era quizá el miedo quien paralizaba sus dedos, quien le quitaba las ganas y le robaba el deseo. El miedo a descubrir que el dolor seguía latiendo bajo su piel, el miedo a no saber cómo contarlo, el miedo a no encontrar la inspiración. Tenía miedo de muchas cosas, pero por encima de todo, tenía miedo a descubrir que no tenía talento para seguir dedicándose a lo que más le gustaba; escribir.
Por ello había dejado de lado aquel ordenador que tantas ilusiones albergaba, que tantos trabajos mantenía en “standby”.
No fue hasta aquella mañana cuando algo cambió de pronto. Hay gente que dice que es  un rayo de sol, o la calma tras la tormenta, o el amanecer tras una noche de vueltas, lo que finalmente trae la paz y la claridad mental.
Aquella mañana no había sol, ni un alba clara, ni siquiera sentía la calma de un perezoso domingo. No, solo había silencio en la habitación, en su cabeza. Un silencio solo roto por el burbujeo de una lejana cafetera y las chispas de un cigarrillo suicidándose en sus labios.
Juliett miró por la ventana donde un cielo muy inglés la esperaba. Uno de esos cielos que se presentan poderosos y amenazantes. Y entonces lo empezó a sentir. Un ligero cosquilleo en los dedos, un latido algo más fuerte, una sensación de impaciencia, como la de quien espera a que arranque la tormenta.
La cafetera escupió su humeante elixir al tiempo que cayeron las primeras gotas tras la ventana.
Y embriaga por el aroma del café, el frescor de la lluvia y la fuerza de aquella tormenta, Juliett, por fin, abrió aquel olvidado ordenador y comenzó a escribir.
Tenía la determinación de convertir aquellos meses oscuros, aquel vacío emocional, aquellas experiencias que aun se antojaban dolorosas en algo brillante. No sabía si disponía del talento, de las herramientas o siquiera del humor adecuado, pero de sus dedos empezaron a brotar las palabras, las ideas se agolpaban en su cabeza y por primera vez en mucho tiempo recuperó aquellos olvidados sueños. Sus entumecidos dedos cobraron fuerza y determinación, y con cada frase que puntuaba, con cada exclamación, con cada nota escrita al pie de página recuperaba un poco la ilusión.
Los días iban pasando, con escasas horas de sueño, con muchas tazas de café aún por fregar, con muchos cigarrillos malgastados, y con largas noches sin poder dejar de crear.
Y pasados unos días, cuando lo escrito ya tenía forma, se vio esbozando una sonrisa y pensando en esos ansiados momentos que todo futuro escritor desea vivir. Ese momento en el que un libro está terminado, en que alguien te ofrece publicarlo, en que lo presentas ante un público interesado. Esos deseos de grandeza cuando las dudas se disipan, y los sueños parecen cumplirse.
Juliett se concedía el gusto de imaginar ese día, fruto del esfuerzo y la dedicación, de un largo proceso que finalmente tendría su recompensa. Se imaginaba contestando preguntas, intentando omitir el gran esfuerzo que siempre supone escribir, hablando de su pequeña creación, de su pequeño  logro. Y se imaginaba a veces las posibles preguntas a contestar, cuando su imaginación volaba muy lejos.
“y si tanto cuesta escribir, si tanta frustración, esfuerzo, dedicación, y a veces sufrimiento conlleva. Además de las dificultades de un mundo cambiante, inmerso en las nuevas tecnologías donde parece que los libros apenas tienen cabida, ¿porqué escribir?
Y la respuesta sería tan clara. Allí no habría dudas, ni falta de ganas, ni miedos.
“por el deseo de escribir”

Juliett París