Hacía meses que las teclas de su ordenador yacían
inertes, acumulando polvo y recuerdos
olvidados. Meses en los que Juliett había dejado de sentir las ganas, el
impulso, el deseo por retomar aquellos garabatos léxicos que ahora dormían en
las entrañas electrónicas de aquel aparato. Un viejo ordenador, al que le costaba marcar la Ñ, al que le resultaba difícil
mantenerse frío, testigo de proyectos, de relatos inacabados, del caótico
orden que marcaba su vida. Ese ordenador que veía languidecer sus teclas,
oscurecerse su pantalla y empolvarse sus relatos.
Habían sido meses oscuros para Juliett. Perdidas, lágrimas
y despedidas. Sentimientos que en otros tiempos consiguió convertir en algunos
de sus más hermosos poemas, parecían haberse ahogado en un mar de negación y
supervivencia. Era quizá el miedo quien paralizaba sus dedos, quien le quitaba
las ganas y le robaba el deseo. El miedo a descubrir que el dolor seguía
latiendo bajo su piel, el miedo a no saber cómo contarlo, el miedo a no encontrar
la inspiración. Tenía miedo de muchas cosas, pero por encima de todo, tenía
miedo a descubrir que no tenía talento para seguir dedicándose a lo que más le
gustaba; escribir.
Por ello había dejado de lado aquel ordenador que tantas
ilusiones albergaba, que tantos trabajos mantenía en “standby”.
No fue hasta aquella mañana cuando algo cambió de pronto.
Hay gente que dice que es un rayo de
sol, o la calma tras la tormenta, o el amanecer tras una noche de vueltas, lo
que finalmente trae la paz y la claridad mental.
Aquella mañana no había sol, ni un alba clara, ni
siquiera sentía la calma de un perezoso domingo. No, solo había silencio en la
habitación, en su cabeza. Un silencio solo roto por el burbujeo de una lejana
cafetera y las chispas de un cigarrillo suicidándose en sus labios.
Juliett miró por la ventana donde un cielo muy inglés la
esperaba. Uno de esos cielos que se presentan poderosos y amenazantes. Y
entonces lo empezó a sentir. Un ligero cosquilleo en los dedos, un latido algo
más fuerte, una sensación de impaciencia, como la de quien espera a que
arranque la tormenta.
La cafetera escupió su humeante elixir al tiempo que
cayeron las primeras gotas tras la ventana.
Y embriaga por el aroma del café, el frescor de la lluvia
y la fuerza de aquella tormenta, Juliett, por fin, abrió aquel olvidado
ordenador y comenzó a escribir.
Tenía la determinación de convertir aquellos meses oscuros,
aquel vacío emocional, aquellas experiencias que aun se antojaban dolorosas en
algo brillante. No sabía si disponía del talento, de las herramientas o siquiera
del humor adecuado, pero de sus dedos empezaron a brotar las palabras, las
ideas se agolpaban en su cabeza y por primera vez en mucho tiempo recuperó
aquellos olvidados sueños. Sus entumecidos dedos cobraron fuerza y determinación,
y con cada frase que puntuaba, con cada exclamación, con cada nota escrita al
pie de página recuperaba un poco la ilusión.
Los días iban pasando, con escasas horas de sueño, con
muchas tazas de café aún por fregar, con muchos cigarrillos malgastados, y con
largas noches sin poder dejar de crear.
Y pasados unos días, cuando lo escrito ya tenía forma, se
vio esbozando una sonrisa y pensando en esos ansiados momentos que todo futuro
escritor desea vivir. Ese momento en el que un libro está terminado, en que
alguien te ofrece publicarlo, en que lo presentas ante un público interesado.
Esos deseos de grandeza cuando las dudas se disipan, y los sueños parecen
cumplirse.
Juliett se concedía el gusto de imaginar ese día, fruto
del esfuerzo y la dedicación, de un largo proceso que finalmente tendría su
recompensa. Se imaginaba contestando preguntas, intentando omitir el gran
esfuerzo que siempre supone escribir, hablando de su pequeña creación, de su
pequeño logro. Y se imaginaba a veces
las posibles preguntas a contestar, cuando su imaginación volaba muy lejos.
“y si tanto cuesta escribir, si tanta frustración,
esfuerzo, dedicación, y a veces sufrimiento conlleva. Además de las
dificultades de un mundo cambiante, inmerso en las nuevas tecnologías donde
parece que los libros apenas tienen cabida, ¿porqué escribir?
Y la respuesta sería tan clara. Allí no habría dudas, ni
falta de ganas, ni miedos.
“por el deseo de escribir”
Juliett París