Juliett levantó la cabeza y
exhaló un suspiro lloroso al cielo gris que, aquel día, tornaba Roma de una luz
casi plateada. Llevaba tan sólo un día allí, acababa de llegar de Milán, y aún
le quedaban tres más en los que volver a perderse por las calles de la ciudad.
Había venido con el equipaje justo, de mochilera, como se suele decir. Pues la
carga que llevaba sobre los hombros era tan pesada que hasta la más diminuta
maleta era demasiado para ella.
Acababa de dejar el
trabajo, había roto con su novio, y el casero del piso que compartía con tres
compañeros en Londres, había decidido darles el “notice”.
Decidió, en un primer
momento, ir a París. La belleza de parís, la majestuosidad del Sena, la imponente
torre Eiffel, sus grandiosas mansiones en la Riviera del río…. Una vista
incomparable que podría hacerla olvidar todos los problemas o al menos
conseguir que se evadiera unos días. Pero la última vez que visitó París fue
con un novio con el que no acabó teniendo mucha suerte, y no parecía buena idea
volver, mientras se recuperaba de una nueva ruptura, a la ciudad más romántica
del mundo. No se veía con fuerza suficiente para ir a París, por mucho que le
gustase.
También pensó en ir a
Venecia, pues nunca había estado, y no quería esperar mucho más por si acaso
las inundaciones acababan finalmente con la ciudad que se iba hundiendo 30 cm
cada año según los expertos. Pero si París era una ciudad romántica, Venecia la
superaba. Decenas de parejas paseando en góndola, tomando capuchinos en la
plaza de San Marcos, y recorriendo los canales de la mano, no era el plan más
adecuado para su pobre corazoncito que aún se estaba recuperando.
Finalmente decidió ir a
Milán, a visitar a una buena amiga que conoció años atrás en Londres, y que
llevaba un par de años viviendo en Milán. Su amiga le había insistido muchas
veces en que fuera a visitarla y Juliett nunca había encontrado el momento
adecuado. Pues ese lo era. Era la primera vez que viajaba sola, dejando aparte las
idas y venidas entre Londres y Madrid. Pero al fin y al cabo esas dos ciudades
eran parte de su vida, y no le eran en absoluto desconocidas.
Muchas de sus amigas le
decían con cierta admiración y sorpresa que les parecía una locura irse sola a
viajar por Europa. Algo que, según ellas, no se veían capaces de hacer. Juliett
siempre había sido muy independiente y resolutiva, por lo que sabía de algún
modo que nada malo le iba a pasar.
Necesitaba respirar un aire
nuevo y olvidarse de todos los problemas, como te prometen las agencias de
viajes. Lo que éstas no te dicen, es que, casi siempre, los problemas se van
contigo en la maleta sin que puedas hacer nada para evitarlo. Pero valía la
pena intentarlo.
Sus ganas de viajar y
recorrer el mundo entero mitigaba el miedo a viajar sola, pues siempre está
ahí. Siempre hay un cierto temor a lo que pueda pasar. Pero si no te arriesgas
nunca ganas.
Planeo una escapada de cinco
días, estaría dos en Milán y tres en Roma.
Lo suficiente para que no se
sintiese perdida por estar sola lejos de casa, y poder así mismo disfrutar
plenamente de la ciudad.
La información que había
recopilado acerca de Milán era la más necesaria y precisa. No le gustaba
planear demasiado las cosas, y le parecía mucho más interesante dejarse llevar
a planear cada detalle minuciosamente. Una bolsa de viaje, una guía, el
cargador del móvil y su cuaderno de notas en el que esperaba poder escribir
algo decente, ya que llevaba muchas semanas sin conseguir poner dos palabras
juntas en una hoja de papel. La belleza de Italia seguro que la inspiraría a
escribir al menos un par de buenos poemas. Lo que no pensaba es lo que al final
acabó escribiendo.
La información que necesitaba
era básicamente la referente al transporte, ya que de ello dependía que llegase
a tiempo a su siguiente vuelo, a Roma, y más tarde, de vuelta a Londres.
Diciembre comenzaba a dejarse
sentir con el gélido aire que asolaba cada año las calles de Londres. El clima
en Italia era bastante más templado, pero por si acaso no quería arriesgarse a
pasar frío, por lo que se preocupó de llevar ropa de abrigo. Lo bueno era que,
como ya hacía mucho frío en Londres, podía ponerse cuantas prendas quisiera
encima y si era necesario las dejaría en el hostal, y así no facturar
maleta. La ropa justa y las chanclas para el baño, que eran lo más
importante. El IPod, fundamental y tabaco, pues nunca sabes qué precio vas a
encontrar en otra ciudad.
Todo estaba listo. Aquella
mañana de diciembre tomó el autobús para ir al aeropuerto de Stansted, al este
de Londres. Tras revisar varias veces si llevaba todos los documentos
necesarios, las reservas del Hostal de Milán y el de Roma, el pasaporte, etc.
Todo preparado. A pesar de ser una pequeña escapada se sentía tan emocionada
como si fuera a vivir la gran aventura de su vida, simplemente el hecho de ir
sola, de planearlo todo al gusto y de desconectar de todo le producían una gran
sensación de calma y excitación a la vez.
Cuando aterrizó en Malpensa,
uno de los dos aeropuertos de Milán, sintió un primer momento de nerviosismo.
La verdad es que, a pesar de ser un lugar mediterráneo, en principio parecido a
España, todo parecía distinto. Allí en el pequeño aeropuerto del noroeste, se
mezclaban los viajeros de mochila con los elegantes milaneses que parecía que
acababan de salir de una revista de moda. Las tiendas estaban perfectamente
cuidadas y organizadas, desde las cuales te miraban jovencitas con excesivo
maquillaje en la cara y una expresión bastante altiva. Aquello de que el idioma
italiano se parece al español, según descubrió Juliett, era totalmente
incierto. Pues, a pesar de sus lecciones de italiano básico y su libro de
frases que había llevado consigo, no podía entender nada.
Partía de cero, no
sabía dónde ir, su italiano no era ni medio bueno como para entenderse con la
gente… Pero tomó un poco de aire y recapacitó. Si sabía dónde estaba, a donde
iba y lo que tenía que hacer. Paró a comprar un café para llevar y fumarse el
primer cigarro en la puerta del aeropuerto. El día estaba empezando a
despertarse, tras una noche de oscuras nubes cubriendo el cielo. Y los tímidos
rayos de sol bañaban las afueras de Milán con una luz blanca y agradable. Casi
se podía sentir el calor de cada rayo individual atravesando el cuerpo y
trayendo un poquito de ánimo.
Terminó el café y apagó su
cigarro, casi concentrándose mientras lo hacía. Allí empezaba el camino así que
tenía que dar el primer paso. Se dirigió a la pequeña oficina de información a
preguntar por el autobús que la llevaría al centro de Milán, donde tendría que
buscar su hostal, que previamente había reservado por internet. No había
buscado demasiado, pues fue de los primeros que vio y tenía muy buen aspecto.
Además de ser realmente barato. Esperó unos minutos en la dársena del autobús y
se subió con ciertos problemas para manejar su bolsa, el abrigo, que ya
sobraba, y esquivar las cabezas y pies que aparecían de algún lugar a medida
que avanzaba. El autobús parecía tener más años que ella, pero no le importó.
Es curioso como a veces, esos detalles tan molestos que te enervan cuando estás
en tu ciudad de origen, carecen de importancia cuando estas en otra ciudad. Un
autobús destartalado que provocaría las quejas y desacuerdos de los pasajeros
en todo Madrid, le parecía un detalle pintoresco allí en Italia. Aunque se
hubiese subido en una diligencia, le habría parecido bien. Tras media hora de
incómodos asientos y baches de carretera, llegó a la estación central de
Milán., la de Cadorna, que era la más próxima a su hostal. Una vez allí, dio
unas cuantas vueltas para encontrar la entrada al metro. Compró sólo un billete
sencillo. Además sabía que la mayor parte de su estancia la pasaría recorriendo
a pie las calles de la ciudad que, dicho sea de paso, no era muy grande. A
Juliett le encantaba andar y era también la mejor forma de descubrir pequeños
lugares que no aparecen en las guías de viaje. Tras comprar el billete y
mirar el mapa de metro de todas las formas posibles para encontrar la ruta
deseada, se presentó en la plataforma de la línea 1 que la llevaría hasta la estación
de Sempione. El trayecto en el metro era tan sólo de cuatro estaciones pero le
dio tiempo a hacerse una idea del tipo de gente que convivía en Milán. Podías
encontrar todo tipo de personas en un mismo vagón, aquellos con elegantes traje
que iban a trabajar en oficinas y bancos: los que también iban a trabajar pero
vestidos de forma más modesta y un montón de turistas de todas partes hablando
en lenguas diferentes. Una auténtica torre de Babel. Nada que no pudiera ver en
la línea 1 de Madrid, que lleva a los viajeros desde la estación de tren de
Atocha a cualquier parte del centro, pero el estilo italiano era diferente.
Rondaba el exceso, la pose, la falsedad incluso. Estaría cayendo en los tópicos
que siempre le habían molestado, pero la verdad es que éstos se agolpaban a su
alrededor.
Cuando llegó a la estación de
Sempione tuvo que dar de nuevo algunas vueltas por las calles adyacentes hasta
encontrar el camino hacia el hostal.
Tras varios giros y
"miradas japonesas", llegó a su destino. Le hostal, era en realidad
una casa de huéspedes en la planta superior de una casona antigua. Tenía una
entrada enorme con el suelo de piedra custodiada por un portón de madera que
cerraba por encima de la acera. Al final de aquella estancia se distinguía un
patio con una cancha de baloncesto y algunas plantas que luchaban por abrirse
paso entre las malas hierbas y los restos de cigarrillos apagados en sus
macetas. Subió por una escalera de piedra que había a su izquierda hasta que
llegó a la recepción donde le indicaron dónde tenía que ir. Tras registrarse y
dejar su documentación, le indicaron donde se encontraba la habitación que
había reservado. La habitación era sólo de chicas, no es que fuese muy
diferente compartir habitación con un chico o una chica, pues al fin y al cabo,
eran desconocidos, pero por su seguridad y tranquilidad, así como para no
meterse en líos, prefirió reservar una habitación para chicas.
Bajó a la tercera planta, la
cual era una vivienda como cualquier piso de cualquier familia de Milán o de otra
parte del mundo. A su derecha se encontraba la sala común donde tomar un café,
o tomar prestado alguno de los libros que otros viajeros habían dejado en
depósito. Comprobó con gran placer que había un par de ordenadores, algo antiguos
eso sí, pero que permitían el acceso a internet. Pues una cosa es
desconectar un poco, y otra desconectar totalmente.
A la izquierda un largo
pasillo iba distribuyendo habitaciones, la primera era la cocina donde,
suponía, se preparaba el desayuno incluido en el precio de la estancia que, por
cierto era de 9 euros por noche. Después, uno de los baños, el de chicas, y en
frente el de los chicos.
Eso sí era importante, un
baño femenino es la base de una estancia confortable. Otras cuantas puertas con
el resto de las habitaciones y al fondo del pasillo la que le correspondía.
El dormitorio era de tres
camas, pero las otras dos estarían libres aquella noche, según le dijeron. Al
día siguiente serían ocupadas por dos hermanas desacuerdo a la información que
le dio la recepcionista. La habitación le sorprendió por lo limpia y ordenada
que estaba. Era sencilla pero más que suficiente para un par de días. Tenía
tres camas un armario de tres cuerpos y tres mesillas de noche. Todo estaba
adaptado a tres personas, no como esos hoteles en los que sólo hay una mesilla
de noche, o un cajón para cuatro personas.
Para el poco dinero que le
había costado, estaba realmente bien. Sobre todo, limpio. Era la primera vez
que se alojaba en un hostal en el que compartiría la habitación con otras dos
chicas. Por eso, estaba preparada para lo peor. Quizá por ello le pareció tan
fantástico. Era un negocio familiar. Eso se desprendía de los detalles
decorativos, como los libros usados acumulados tras varios años. Los cuadros
hechos a mano y la singularidad de los muebles y accesorios. Cada habitación,
parecía haber sido decorada y amueblada poco a poco. Según corriesen los
tiempos seguramente. Juliett se imagino cómo sería montar una casa de huéspedes
así. Por ejemplo para ingleses, para todos esos turistas que están totalmente
perdidos cuando vienen a Italia y no entienden nada del idioma. Mientras
recorría las paredes de la habitación con la mirada, pensó en las reformas que
se habrían tenido que hacer en ellas para cubrir las grietas y el paso del tiempo.
Una curiosa comparación. Ella misma se veía en la pared. En ese tono rojizo
algo desgastado por los años. Con grietas que habían sido cubiertas varias
veces, intentando recuperar el estado original. Pero no importa cuántas capas
de pintura se apliquen a la pared, siempre queda algo aunque sea una fina línea
allá donde hubo una grieta. Siempre queda una pequeña señal. Una mínima arruga
bajo la piela, donde antes se marcaba una sonrisa.
Juliett empezó a notar la
desazón que la había estado acompañando las últimas semanas, cuando empezó a
darse cuenta de que su relación iba a la deriva.
Decidió bloquear
inmediatamente ese pensamiento, y no permitir que nada estropease el momento.
Estaba en Italia, sola, a punto de ver por sí misma una preciosa ciudad que no
conocía. Era perfecto, era lo que llevaba tiempo queriendo hacer. Había tenido
el valor para hacerlo y ahí estaba. Mucha gente había intentado
persuadirla para que no fuese sola. No entendían porqué una chica como ella
prefería ir sola de viaje que acompañada. Ella era así. Siempre pensó que
mientras se tuviese a sí misma nunca estaría sola. Mientras se mirase en el
espejo y viese su rostro reflejado en él, nunca estaría sola. Es cierto que en
algún momento deseó tener a alguien con quien comentar las incidencias del
viaje, los lugares más bonitos o simplemente alguien con quien hablar. Pero la
verdad es que eso era lo que menos le importaba, no le preocupaba no hablar en
todo el día más que para pedir un café para llevar, o “a portare vía”, como había
tenido que aprender rápidamente. Eso
era lo que ella anhelaba, la paz de la soledad buscada.
Sin embargo…