Salió dispuesta a vivir otro excelente día. Estaba disfrutando cada detalle
que la ciudad le brindaba. Esas pequeñas sensaciones que reconfortan a una
persona que se siente perdida y busca desesperadamente algo a lo que agarrarse
para no caerse. Necesitaba recuperar la ilusión y estaba en el buen camino. Una
escapada en solitario había sido la mejor idea que había tenido en mucho tiempo
y estaba segura de que le ayudaría a recoger los pedacitos de su corazón y
volver a pegarlos. Pero aún no tenía suficiente pegamento para hacerlo, pero
todo llegaría. La verdad es que no había pensado siquiera cual sería su ruta,
tenía la guía en el bolso pero no la había abierto. Tenía idea de los museos
que podía visitar y algunos lugares que parecían interesantes, pero no les
quitaría el encanto de ser descubiertos por mirar en su guía. Quería descubrirlos
por sí misma. Comenzó bajando por la vía Mario Pagano hasta cruzarse con Corso
que la conduciría a la Iglesia de Santa María delle gracie. Un templo de
curiosa fachada, ya que parecía estar formado por dos edificios diferentes y de
estilos dispares. A pesar del desgaste de los años habían ejercido sobre sus
muros, aún conservaba la opulencia y majestuosidad de cualquier edificio
religioso, que nunca son el reflejo de la sociedad en la que se construyen al
gozar de una abundancia y riquezas que nada tienen que ver con las penurias del
pueblo. A pesar de ello, las iglesias son siempre una apuesta segura en
cualquier viaje. Monumentos de obligada visita para observar algunas de las
obras de mayor reconocimiento artístico. Como “la Última cena”, albergada en
Santa María delle Grazie. Su observación se limitaba a los precavidos turistas
que reservaban con antelación y que estaban dispuestos a pagar por hacerlo.
Juliett pensó que tras la decepción de “La Mona Lisa” en París, no pagaría de
nuevo por ver un cuadro a tres metros de distancia rodeada de gente. Pero
entrar merecía la pena ver el contraste arquitectónico de la cúpula de
Bramante, la pomposidad y exagerada decoración de su nave principal, las capillas
de Madonna y Santa Corona,… Juliett pasó con sigilo y cautela a la capilla. A pesar
de su falta de creencias, siempre se mostraba muy respetuosa en las iglesias.
Se sentó en uno de los bancos al fondo, como en las bodas de alguien a quien no
conoces demasiado y donde no quieres destacar. Miró a las pocas personas que
había en la iglesia. Algún turista despistado que no sabía por dónde seguir,
otros, decepcionados por no poder ver “La Última cena”, y algunas personas que
habían decidido empezar su día dedicando unos momentos a la oración. Una mujer
se aferraba a lo que parecía un rosario entre sus manos. Sus cabellos estaban cubiertos
por una mantilla de fino encaje y estaba arrodillada frente al altar. Parecía
estar tan concentrada en sus plegarías que no advertía el ligero tumulto de los
curiosos merodeando alrededor. Un hombre entró en el confesionario con aspecto
afligido, cargando, posiblemente, el peso de algún pecado obre su conciencia.
Una joven madre instaba a su hijo a la oración en un banco cercano. Una monja
de solemne hábito, encendía velas en un lamparario. Parecía una Iglesia
sencilla por fuera pero repleta de ornamentos en el interior. Juliett repaso
durante unos segundos la decoración del lugar, parecía un inmenso árbol de
navidad. Lleno de detalles dispuestos sin demasiado orden pero que conseguían
formar un todo equilibrado. El hombre salió del confesionario a los pocos segundos,
con una triunfante expresión. Había aliviado su conciencia y se disponía a
continuar con su vida de pequeñas infracciones. Juliett sonrió ante las
paradojas del lugar.
La fe de una mujer que reza y deposita su absoluta confianza en su reclamo
en busca de ayuda y consuelo. La liberación moral de un hombre que no podía
soportar el peso de sus actos. La madre obligando a un niño a rezar mientras
este sólo imaginaba la forma de jugar con alguno de los elementos colocados en
el altar. Sería fácil encontrar la fe y mantenerla, sería de ayuda para
enfrentarse a los problemas de la cotidianidad, sería un impulso a seguir
adelante y no perder la esperanza. Juliett había perdido su fe no había vuelto a buscarla pero en cierto
modo se sentía orgullosa de aquellos que sí la tenían y la practicaban con
devoción. Por ahora seguiría su camino in pararse a penar en esa fe perdida.
Había mucho más que ver. Tomó la conocida vía Corso Magenta, flanqueada por los
“Pallazi”. Una zona popular de Milán, muy transitada y bulliciosa que también
despertaba temprano. Las terrazas resguardaban a los turistas bajo sus lámparas
térmicas y les acomodaban mientras degustaban sus cafés. La gente en Milán no
bebía café, lo saboreaba. Llegó a Vía Carducci para seguir dirección al
suroeste y visitar el Museo della scienzia e della tecnología” casa de más de
10000 objetos y curiosidades varias, que albergaba unos preciosos jardines en
su interior. Parecía ser día de colegios en el museo, y se podían oír los
gritos de profesoras y chiquillos desde el final de la calle, lo cual hizo a
Juliett penar si debería entrar o correría el peligro de ser arrollada por
algún grupo de escolares. Pero sabía que agradecería la visita a esos jardines
y decidió entrar a verlos. Como suponía el exceso de niños en aquel lugar no
hizo precisamente las delicias de Juliett, pero la belleza del edificio, el
patio, el taller del relojero y algunas de sus curiosidades le hicieron
disfrutar de la visita.
No había reparado en que era la hora de comer y en apenas unas horas tenía
que encontrarse con una amiga, o al menos eso esperaba ya que su último
contacto había sido hacía algunos días y aún no habían hablado por teléfono.
Por ello debía aprovechar esas horas al máximo. Decidió quedarse por la zona
del suroeste y visitar algunas de sus basílicas y continuar hacia el centro después
de comer. Buscaría un bonito lugar donde observar a la gente y tomar algunas
notas para poder recordar los lugares que estaba viendo. Encontró uno de esos
restaurantes familiares que tanto le gustaban y decidió que sus piernas no
aguantaban más como para seguir caminando. Estaba en una pequeña plaza que
parecía más el patio de luces de una gran casa que una plaza pública. A pesar
de sr un lugar pequeño, estaba lleno de gente y su trasiego amenizaba la
comida. Tomó un plato variado que el que escribiera el menú se tomó la licencia
de llamar “lo mejor de Italia”. Plato diseñado para turistas. Mozzarella,
pasta, salami, un poco de todo. Juliett pidió que le cambiaran el salami o le
aconsejaran algo sin carne. No sabía si era por haberlo pedido en inglés o por
su solicitud, pero se ganó una expresión de desaprobación del camarero. Estaba
en el país del salami y el prosciutto, claro que fue por la petición de
eliminar la carne del plato. Acompaño el plato con un buen vaso de vino tinto,
no se podía comer en Milán sin tomar una copa de vino con la comida o un
expreso para finalizar. El sol calentaba quizá con excesiva fuerza para aquella
época, y brillaba tanto que era casi imposible pasear sin gafas de sol o
cubrirse los ojos si las habías olvidado en casa. Disfrutó unos minutos de su
café y de la seductora sensación del vino. El efecto de la gente caminando era
casi hipnótico. Cuantas historias, cuantos amores y desamores, cuántas vidas
estaban pasando ante sus ojos. Persona que avanzaban en su rutina ajenas a unos
ojos curiosos que las observaban. La realidad se enfrentaba con la ficción somnolienta
de la ociosidad.
Salió dispuesta a vivir otro excelente día. Estaba disfrutando cada detalle
que la ciudad le brindaba. Esas pequeñas sensaciones que reconfortan a una
persona que se siente perdida y busca desesperadamente algo a lo que agarrarse
para no caerse. Necesitaba recuperar la ilusión y estaba en el buen camino. Una
escapada en solitario había sido la mejor idea que había tenido en mucho tiempo
y estaba segura de que le ayudaría a recoger los pedacitos de su corazón y
volver a pegarlos. Pero aún no tenía suficiente pegamento para hacerlo, pero
todo llegaría. La verdad es que no había penado siquiera cual sería su ruta,
tenía la guía en el bolso pero no la había abierto. Tenía idea de los museos
que podía visitar y algunos lugares que parecían interesante, pero no les
quitaría el encanto de ser descubiertos por mirar en su guía. Quería descubrirlos
por sí misma. Comenzó bajando por la vía Mario Pagano hasta cruzarse con Corso
que la conduciría a la Iglesia de Santa María delle gracie. Un templo de
curiosa fachada, ya que parecía estar formado por dos edificios diferentes y de
estilos dispares. A pesar del desgaste de los años habían ejercido sobre sus
muros, aún conservaba la opulencia y majestuosidad de cualquier edificio
religioso, que nunca son el reflejo de la sociedad en la que se construyen al
gozar de una abundancia y riquezas que nada tienen que ver con las penurias del
pueblo. A pesar de ello, las iglesias son siempre una apuesta segura en
cualquier viaje. Monumentos de obligada visita para observar algunas de las
obras de mayor reconocimiento artístico. Como “la Última cena”, albergada en
Santa María delle Grazie. Su observación se limitaba a los precavidos turistas
que reservaban con antelación y que estaban dispuestos a pagar por hacerlo.
Juliett pensó que tras la decepción de “La Mona Lisa” en París, no pagaría de
nuevo por ver un cuadro a tres metros de distancia rodeada de gente. Pero
entrar merecía la pena ver el contraste arquitectónico de la cúpula de
Bramante, la pomposidad y exagerada decoración de su nave principal, las capillas
de Madonna y Santa Corona,… Juliett pasó con sigilo y cautela a la capilla. A pesar
de su falta de creencias, siempre se mostraba muy respetuosa en las iglesias.
Se sentó en uno de los bancos al fondo, como en las bodas de alguien a quien no
conoces demasiado y donde no quieres destacar. Miró a las pocas personas que
había en la iglesia. Algún turista despistado que no sabía por dónde seguir,
otros, decepcionados por no poder ver “La Última cena”, y algunas personas que
habían decidido empezar su día dedicando unos momentos a la oración. Una mujer
se aferraba a lo que parecía un rosario entre sus manos. Sus cabellos estaban cubiertos
por una mantilla de fino encaje y estaba arrodillada frente al altar. Parecía
estar tan concentrada en sus plegarías que no advertía el ligero tumulto de los
curiosos merodeando alrededor. Un hombre entró en el confesionario con aspecto
afligido, cargando, posiblemente, el peso de algún pecado obre su conciencia.
Una joven madre instaba a su hijo a la oración en un banco cercano. Una monja
de solemne hábito, encendía velas en un lamparario. Parecía una Iglesia
sencilla por fuera pero repleta de ornamentos en el interior. Juliett repaso
durante unos segundos la decoración del lugar, parecía un inmenso árbol de
navidad. Lleno de detalles dispuestos sin demasiado orden pero que conseguían
formar un todo equilibrado. El hombre salió del confesionario a los pocos segundos,
con una triunfante expresión. Había aliviado su conciencia y se disponía a
continuar con su vida de pequeñas infracciones. Juliett sonrió ante las
paradojas del lugar.
La fe de una mujer que reza y deposita su absoluta confianza en su reclamo
en busca de ayuda y consuelo. La liberación moral de un hombre que no podía
soportar el peso de sus actos. La madre obligando a un niño a rezar mientras
este sólo imaginaba la forma de jugar con alguno de los elementos colocados en
el altar. Sería fácil encontrar la fe y mantenerla, sería de ayuda para
enfrentarse a los problemas de la cotidianidad, sería un impulso a seguir
adelante y no perder la esperanza. Juliett había perdido su fe no había vuelto a buscarla pero en cierto
modo se sentía orgullosa de aquellos que sí la tenían y la practicaban con
devoción. Por ahora seguiría su camino in pararse a penar en esa fe perdida.
Había mucho más que ver. Tomó la conocida vía Corso Magenta, flanqueada por los
“Pallazi”. Una zona popular de Milán, muy transitada y bulliciosa que también
despertaba temprano. Las terrazas resguardaban a los turistas bajo sus lámparas
térmicas y les acomodaban mientras degustaban sus cafés. La gente en Milán no
bebía café, lo saboreaba. Llegó a Vía Carducci para seguir dirección al
suroeste y visitar el Museo della scienzia e della tecnología” casa de más de
10000 objetos y curiosidades varias, que albergaba unos preciosos jardines en
su interior. Parecía ser día de colegios en el museo, y se podían oír los
gritos de profesoras y chiquillos desde el final de la calle, lo cual hizo a
Juliett penar si debería entrar o correría el peligro de ser arrollada por
algún grupo de escolares. Pero sabía que agradecería la visita a esos jardines
y decidió entrar a verlos. Como suponía el exceso de niños en aquel lugar no
hizo precisamente las delicias de Juliett, pero la belleza del edificio, el
patio, el taller del relojero y algunas de sus curiosidades le hicieron
disfrutar de la visita.
No había reparado en que era la hora de comer y en apenas unas horas tenía
que encontrarse con una amiga, o al menos eso esperaba ya que su último
contacto había sido hacía algunos días y aún no habían hablado por teléfono.
Por ello debía aprovechar esas horas al máximo. Decidió quedarse por la zona
del suroeste y visitar algunas de sus basílicas y continuar hacia el centro después
de comer. Buscaría un bonito lugar donde observar a la gente y tomar algunas
notas para poder recordar los lugares que estaba viendo. Encontró uno de esos
restaurantes familiares que tanto le gustaban y decidió que sus piernas no
aguantaban más como para seguir caminando. Estaba en una pequeña plaza que
parecía más el patio de luces de una gran casa que una plaza pública. A pesar
de sr un lugar pequeño, estaba lleno de gente y su trasiego amenizaba la
comida. Tomó un plato variado que el que escribiera el menú se tomó la licencia
de llamar “lo mejor de Italia”. Plato diseñado para turistas. Mozzarella,
pasta, salami, un poco de todo. Juliett pidió que le cambiaran el salami o le
aconsejaran algo sin carne. No sabía si era por haberlo pedido en inglés o por
su solicitud, pero se ganó una expresión de desaprobación del camarero. Estaba
en el país del salami y el prosciutto, claro que fue por la petición de
eliminar la carne del plato. Acompaño el plato con un buen vaso de vino tinto,
no se podía comer en Milán sin tomar una copa de vino con la comida o un
expreso para finalizar. El sol calentaba quizá con excesiva fuerza para aquella
época, y brillaba tanto que era casi imposible pasear sin gafas de sol o
cubrirse los ojos si las habías olvidado en casa. Disfrutó unos minutos de su
café y de la seductora sensación del vino. El efecto de la gente caminando era
casi hipnótico. Cuantas historias, cuantos amores y desamores, cuántas vidas
estaban pasando ante sus ojos. Persona que avanzaban en su rutina ajenas a unos
ojos curiosos que las observaban. La realidad se enfrentaba con la ficción somnolienta
de la ociosidad.
Algunos caminaban deprisa, quizá para ir a trabajar. Otros, paseaban
tranquilos curioseando por las tiendas de souvenirs en busca de algún recuerdo
que llevar a sus familiares. Niños con carteras de colegio, madre con carritos
de bebé, jóvenes pegados al móvil. Una vida normal que parecía más hermosa que
la que Juliett había dejado atrás. Ante el peligro de quedarse dormida y gozar
de la típica siesta española en medio de aquella plaza, decidió saldar su
cuenta y continuar. Tenía a alguien a quien ver, y quizá alguien nuevo por
conocer. Sin perder más tiempo recogió sus cosas, guardo su cuaderno de notas y
se mezclo entre la gente, dejando atrás la plaza que desapareció entre la gente
como un sueño que se escapaba. Las calles enredadas y la gente desperdigada en
ellas ocultaban las calles y las plazas a su paso, de modo que no descubrieses
el lugar en el que estás hasta que te había atrapado. Era como descubrir un
tesoro a cada vuelta de esquina. Y tenía muchas ganas de descubrir lo que le
esperaba a la vuelta de esas esquinas.