Aún
recuerdo la primera vez que me llevaron a su casa. Estaba algo nerviosa pues no
sabía a quién me iba a encontrar. Eran los típicos nervios de una primera cita.
Sólo que en este caso me iban a abrir la puerta a una familia entera. Yo
iba envuelta en mis burbujeantes transparencias y esperaba causar una buena
impresión. En cuanto se hizo la luz pude ver un hermoso salón, de estilo
clásico, uno de esos con suelo de madera por el que ya han pasado muchos
tacones. Pero la habitación estaba impecable, con flores en el centro de la
mesa de comer, con visillos blancos en los ventanales, justo para no dejar ver
demasiadas intimidades. Un gran sofá dominaba la sala escoltado por dos
sillones que habían perdido los oídos a manos del diseño moderno y que esperaban
ansiosos mi llegada. La tapicería estaba algo gastada y los cojines
desordenados por lo que pensé que seguro que había más de un niño o quizá un
perro que se divertía armando algo de jaleo.
Oí que
alguien salía de la cocina con su delantal a la cintura, mientras se secaba las
manos con un paño de rizo. Era la madre, que arrastró su mirada cansada por
cada centímetro de mi cuerpo hasta que finalmente se giró hacia su marido y a
su hijo para darles el visto bueno a su elección.
Por el
pasillo a mi derecha, uno de esos largos a los que llamaban distribuidores, oí
como venían corriendo una niña y un niño que arrastraban sus curiosos dedos por
el “gotelé” de las paredes.
Cuando los
cinco estaban en el salón, me ayudaron a quitarme las numerosas capas que me
abrigaban y me acompañaron al lugar donde descansaría. Mi lugar dominaba la
sala tanto como el de los sofás, desde ahí podría contemplar el día a día de la
familia, ahí empezaría a formar parte de su vida.
Nunca
olvidaré aquellos primeros días en la casa, contemplando a los niños que
escuchaban atentos mis cuentos y fantasías; los torpes movimientos de Kike, el
hijo mayor, bailando al son de mi música. Las perezosas mañanas hacendosas de
la madre charlando conmigo sobre cocina y consejos varios para el ama de casa.
Recuerdo
tener a toda la familia atenta a mis historias, mis cuentos y comedias por la
noche. Ratos domésticos deliciosos.
Los años
pasaron y les tomé tanto cariño que realmente me sentí parte de ellos. Vi a los
niños crecer, a los padre envejecer y a los días pasar sin que hubiese uno solo
en el que no me dedicasen un buen rato de su atención.
Pero
parece ser que, como tantas cosas en la vida, nada es para siempre. Todo se
acaba y pocas cosas permanecen. Recuerdo el día en que vi entrar a..."la
otra". El nuevo y renovado miembro de la familia que estaba dispuesto a
ocupar mi lugar. Más moderna, más esbelta, un perfecto ejemplar de elegancia.
No pude hacer nada para remediarlo, de un día para otro me vi desplazada en un
rincón, esta vez sin ninguna capa que me protegiera durante ese viaje que
estaba a punto de empezar.
Y es que a
veces la gente deja de sentir interés por las cosas, o bien las olvida, o
simplemente se pasan de moda. Y que al igual que tantos otros objetos que
forman parte de la vida de las personas y perecen con el paso del tiempo y los
cambios de la vida. Y una televisión como yo puede ser reemplazada de un día
para otro aun habiendo sido parte de una familia.
Belén Gamo
(Juliett París)