Las atrayentes luces de la fachada de “la Rinascente” iluminaban el lateral
del Duomo, una hermosa imagen que alentaba a los viandantes a pasar y gastar
más dinero del que tenían previsto. Los centros comerciales no eran algo común
en Milán. Quizá a los milaneses no les gustaba la aglomeración de dichos
lugares ni la masificación de productos agolpados en unos pocos metros
cuadrados, pues indudablemente pierden cierta elegancia. Las compras en Milán se
hacían en pequeñas tiendas disgregadas en sus sinuosas calles. Los escaparates
mostraban dos o tres artículos como máximos dispuestos de forma especial
haciendo que cada producto resultara único, aunque fuera de un limitado valor.
Era como pasear por una inmensa tienda “delicatesen”, cada objeto cobraba
personalidad, brillaba con luz propia y adquiría personalidad bajo la atenta
mirada de sus focos y decoraciones.
Parecía un escaparate lleno de “cupcakes”;
son básicamente magdalenas de las que la abuela guara en casa en un bote de
hojalata, pero con una decoración tan minuciosa y detallada que los convierten
en delicadas obras de arte. Las tiendas eran pequeñas, pues no se lucían todas
las tallas, clores o modelos de las prendas expuestas. Lo que presumiblemente
supone tener un almacén repleto de variantes de una misma prenda, de modo que
el consumidor crea que el objeto adquirido es absolutamente único.
En “La Rinascente”, los expositores estaban algo más llenos. Entrar ya
suponía adentrarse en otro mundo. L lugar se erigía como uno de los lugares más
lujosos de Milán y albergaba las marcas más exclusivas. La decoración y espíritu
navideños eran el toque final para ofrecer una experiencia de compras al más
puro estilo de “Pretty Woman”.
La planta baja del centro comercial, como no podía ser de otra forma,
albergaba todas las fragancias conocidas por el olfato humano y algunas más
creadas de la unión de las susodichas en el espeso aire que se respira en toda
sección de perfumería.
Pequeños mostradores decorados con diminutos árboles navideños mostraban pirámides
de delicados frascos de perfume. La sala era un constante baile de bolsas
acharoladas y estolas de piel que las milanesas agitaban con elegancia mientras
se abrían paso entre los visitantes y sus respectivas cámaras fotográficas. Un “Santa
Claus” en una esquina, un hermoso pino natural adornado con elegantes bolas de
cristal, una escalera vestida de espumillón
eran algunos de los detalles que te hacían sentir a cada persona como si
hubiera entrado en el ciudad de la Navidad. La calle estaba adornada también,
pero no hay nada como un centro comercial para devolver el espíritu navideño a
los hastiados bolsillos de los visitantes. Todas las marcas conocidas
internacionalmente se agolpaban intentando acaparar el protagonismo de la
escena. Sus níveas pareces alojaban lo que parecían auténticas obras de arte, óleos
abstracto y coloridos muestra de la inspiración más candorosa de algún artista
que, a pesar de no poder dejar su nombre grabado en la mente del público, encontró
cobijo en las paredes de unos grandes almacenes donde su arte perduraría
incólume ante el paso del tiempo y de las tarjetas de crédito.
Varios de los pisos contenían un ostentoso mercado Gourmet, donde hacer la
compra parecía un lujo más que una necesidad. Hileras de expositores mostraban
sus exquisitos productos venidos de todas las regiones italianas. Productos
estrella como la mozzarella, el carpacho o el vino eran algunos de los imanes
de los turistas que se arriesgaban a comprar pequeñas cestas de regalo con las
que sorprender a sus seres queridos. Curiosamente no parecía haber italianos
comprando los mismos productos.
Juliett siempre se pegaba a los naturales del lugar, con discreción, para
seguirles hasta donde hacían sus compras. Si los locales compraban allí sería
bueno, pensaba.
Pero el espacio de su pequeña bolsa de viaje estaba rozando el límite y aún
tenía que pasar por roma, y no quería verse en la obligación de mandar u
paquetea Londres por caer en la tentación de gastar dinero en un lugar tan
lujoso.
No pudo evitar pensar en Harrod´s. Su último lugar de trabajo en Londres,
del que había salido despavorida y había supuesto el mayor cambio personal que
había experimentado hasta el momento. El contacto con tanta gente rica, la
pretensión constante de trabajar en un centro comercial tan lujoso y sobre todo
el tener que mostrarse tan servicial y agradable con gente despreciable, había sido
superior a sus fuerzas. Además de ser uno de los dos detonantes de su inminente
vuelta a España. El otro, era aquel del que no quería hablar.
Estar en aquella zona rodeada de tanta exquisitez culinaria le recordó su
cita con María, que estaría a punto de terminar su turno.
Se encontraron en la puerta con la misma efusividad con la que la
recordaba. Por un momento sintió ganas de echarse a llorar. Juliett guardaba
demasiado dolor en el corazón y sabía que en algún momento saldría por algún
sitio. Pero supo contenerse y regalar a su amiga de la mejor de sus sonrisas. Caminaron
un rato por las calles de Milán. Primero rodeando “la Rinascente” hacia el noroeste
para tomar “vía broletto” hacía el distrito de Brera, una de las zonas de moda
de la ciudad que se alejaban del ajetreo turístico y escondían innumerables
bares donde disfrutar del auténtico aperitivo milanés.
Entraron en un pequeño bar atestado de gente que llenaba sus platos de
pequeños bocados. Pan de focazza, pizza casera, platos de pasta y arroz
acompañados de ensalada o pan de polenta, una extraña combinación de harina,
levadura y posiblemente algún tipo comestible de arena. Tomaron unos cocktails
a pesar de que el Campari y el Aperol eran las bebidas estrellas de la noche.
Rieron y charlaron recordando los viejos tiempos en Londres, donde se conocieron.
Hablaron de los antiguos compañeros, de las fiestas hasta el amanecer y por
supuesto de los novios y relaciones. El tema de conversación que siempre está
presente en cualquier conversación entre féminas. Juliett no le confesó que su
corazón estaba hecho pedazos y que se estaba esforzando por unir las piezas
poco a poco. No se atrevió a decirle que estaba huyendo de un recuerdo, de una
cara, de un remordimiento que le atormentaba. No quiso dejar salir una palabra
de su boca, pues si lo hacía, rompería a llorar, por todo lo que no había
llorado hasta el momento. Y no quería descubrir su pequeño secreto, aún no era
el momento. Lo guardaría en su interior, como todas las palabras que no había
dicho, como todas las cosas que no había hecho. Lo guardaría todo en su pequeña
caja de errores y decepciones, donde no
pudieran salir y quedaran enterrados hasta que fuese lo suficientemente fuerte
como para liberarlos.
La noche corría hasta el amanecer, y el temor a volver al hostal sola, puso
fin a la ingesta de alcohol. Por otra parte, las obligaciones laborales de su
amiga, no le permitían estar mucho más tiempo sin dormir, por lo que
emprendieron la vuelta a sus hogares. María vivía en un piso compartido en el
noreste de Milán donde vivía con un chico y dos chicas. Juliett volvería a su
habitación en el hostal, que presumiblemente estaría ya ocupada por aquellas
dos hermanas que se suponía que llegaban aquel día. Ni siquiera se había
acordados de ello.
Se despidieron cerca de la estación de metro, maría tomaría el tren hasta
su casa. Juliett conocía el camino de vuelta y no quedaba lejos de donde se
encontraba. Con su habitual confianza y paso ligero emprendió la vuelta a casa,
al hostal.
Había disfrutado de aquel día, pero ahora no dejaba de penar en que tenía
que tomar un avión al día siguiente para ir a Roma. Su estancia en Milán había
terminado, y apenas tenía unas horas por la mañana para dar un corto paseo y
recoger sus cosas antes de ir al aeropuerto en autobús. Se sentía orgullosa de
haber viajado sola, de haber dado ese paso, de estar recuperándose y de haber
encontrad una luz verde de esperanza que guiase su nuevo camino.
Milán había sido todo un éxito en este gran viaje que había comenzado. Y
esperaba que Roma no le decepcionase.