Juliett aún buscaba un lugar tranquilo donde comer su
menú de bienvenida en Roma. Eso era algo que en cada viaje se había propuesto
hacer. Algunas mujeres cuando viajan se compran un capricho como un bolso de
marca o un par de gafas de sol, pero al final se acaba pagando más por el mismo
artículo que además no entrará en la maleta y volverá a casa escondido bajo el
abrigo durante los controles de cabina.
Juliett prefería concederse el lujo de un buen almuerzo
en alguna terraza donde disfrutar del sol y de las vistas. Posiblemente
acabaría pagando 20 euros por un poco de pasta pero merecía la pena, sólo por
sentirse especial, por darse un capricho, por mimarse a sí misma, que en el
fondo es lo que cualquier mujer busca, cariño y pequeños detalles que la hagan
feliz. Igual que los hombres suelen
buscar el puro placer hedonista de las gratificaciones instantáneas; por lo
general, una mujer se enamora de los pequeños detalles. Quizá no es el dinero
que algo cueste, sino la forma en que está presentado; puede que no sea
importante comprar el mayor ramo de flores de la floristería, sino un pequeño
ramo de su flor preferida; tal vez no es necesario gastar dinero en un “brunch”
de diseño, y un café recién hecho con un beso por la mañana es todo lo
necesario. “Así somos las mujeres, nos fijamos en todo los pequeños detalles
sin importar la grandiosidad o el valor económico de éstos”. Juliett sintió por
primera vez algo de pena aquel día, al acordarse de aquellos detalles y de la
persona con quien los había compartido. No había sido el dinero, ni la
frecuencia con que los pequeños detalles se habían sucedido, simplemente habían
sido los gestos precisos, los momentos acertados. Pequeñas pinceladas que
habían dado luz a una obra de arte, el amor. Detalles fruto de la confianza
entre dos almas semejantes, entre dos personas que congenian y que no precisan
de preguntas ni respuestas para adivinar lo que a su pareja les hará feliz. Son
los pequeños complementos a una historia que le aportan profundidad, ternura y
a la vez solidez. Pues sabes que alguien sabe quién eres y lo que te gusta, que
no te cuestiona ni intenta cambiarte sino quererte con todas y cada una de tus
rarezas o manías.
“Tú eras así. Detallista y cariñoso hasta el exceso.
Nunca derrochador, pero sabedor de mis gustos. Quizá eras un ser mágico, por
adivinar mis pensamientos, por escudriñar mi mente, por enamorarme en un beso y
desaparecer en un suspiro”
Aquella entrada en su cuaderno de sueños le dejó un dolor
punzante en el pecho y la amarga sensación de las lágrimas a punto de aflorar.
No podía permitirse gastar más lágrimas, pues todas acabarían en un pozo de
cuyo fondo no tenía certeza.
Rodeando El Panteón por la izquierda se podía admirar el “Elefantino”,
de Bernini. Esperando a un lado para sorprender al viandante que tras
maravillarse con la Fontana di Trevi, o la
cúpula del Panteón y la música de la Piazza della Rotonda continúa su
camino hacia Piazza Navona. El Elefantino, parece una modesta obra ya que el
listón está realmente alto en la ciudad de Roma, pero la exquisitez y
detallismo de Bernini la convierten en otro foco de turistas y flashes. Un monumento en la Piazza Santa María sopra
Minerva, es un elefante esculpido en piedra que porta el más pequeño de los
obeliscos egipcios de Roma.
En aquella plaza se dio cuenta de la previsibilidad con
la que se movían los turistas. Casi se sentía parte del grupo heterogéneo que
se movía despacio a su alrededor. No sabía si venían juntos o no, pero una gran
masa de cabezas con sombrero, paraguas en la mano, cámaras al cuello y mapas
mal doblados se la rodeaba por ambos lados. Si todos ellos tomaban el mismo
camino sería quizá una buena idea seguirles. Aquella amalgama de persona de
tanto lugares distintos, de tantas nacionalidades, que armoniosamente se
deslizaban por el empedrado llevó a Juliett hasta La Piazza Navona. Encantada
de haber seguido a aquellas personas y haber llegado de forma satisfactoria a
aquella plaza, se separó del grupo pues empezaba a sentirse como una intrusa y
callejeó un poco por los alrededores en busca de un restaurante
En un primer vistazo, mientras se dejaba llevar por la
inercia de aquellos pasos ajenos, no percibió ningún lugar donde comer. Pero
pronto descubrió que había decenas de ellos. Pero era difícil verlos a simple
vista, pues eran diminutos lugares que no parecían albergar más que dos mesas
en su interior y dar cabida a una sola persona encargada de limpiar, cocinar y
servir, pues era imposible meter más de un ser humano en aquellos lugares.
Pero contrariamente a la apariencia exterior, esas
pequeñas puertas que apenas dejaban entrar a una persona de altura media,
escondían cuan secreto un hermoso restaurante en su interior. Quizá algún
profesional de Marketing había colaborado en la decoración de aquellos lugares
para hacerlos atractivos a los turistas, pues eran todo lo que una persona de
otro país podría esperar. Manteles a cuadros rojos y blancos, botellas panzudas
de color verde cubiertas de cera derretida de las velas que se aguantaban en
ellas a modo de candelabros. Pequeñas macetas de terracota con geranios, sillas
de madera, un horno de piedra para hacer las pizzas, delicados cestos de pan y
el inconfundible y embriagador aroma de la pizza recién horneada.
Juliett observó aquellas fachadas. En cada lugar concurrido
de Roma parecía que algún artista había ideado y diseñado cada rincón, creando
una armonía calmada, mezclando una paleta de colores que se fundían con el
cielo y las fachadas. Ventanas con visillos, flores en cada rincón, suelos de
piedra y mesas de forja con manteles de hilo. Parecía un bodegón, una postal o
una pintura que no se podía dejar de mirar. Era como uno de los cuadros de
Antonio López, tan llenos de diminutos detalles que en cada vistazo muestran un
nuevo foco de atención.
En uno de esas encantadoras Trattorias, Juliett encontró
una mesa libre a la puerta. El camarero que organizaba la mesa, tras la partida
de sus clientes, la invitó con un gesto a sentarse mientras el terminaba
eficientemente de recoger los recuerdo de los comensales anteriores. Juliett
tuvo el tiempo justo de echar un curioso
vistazo a la cuenta para averiguar qué propina habría de dejar, si le quedaban
fondos para ello pues esperaba tener que pagar una buena suma por la comida,
dado que se encontraba a poco metros de la conocida plaza.
El camarero reconoció en seguida por su atuendo quizá, o
por la cierta inseguridad de su expresión, que Juliett no era italiana. Jamás
podría pasar por una italiana, le faltaban tacones, pieles y maquillaje para
serlo. Pero vistiendo como más cómoda se sentía, con su abrigo de retales, su
pañuelo en la cabeza, sus colgante y sus dedos llenos de anillos conseguía perderse
entre la gente y pasar desapercibida entre aquella repiqueteo constante de
stilettos y perfumes caros.
Juliett se sentó y admiró por un momento la calmada
elegancia de la mesa. Su mantel de tela, un pequeños detalle floral y
panecillos colines descansando en un
cesto de mimbre frente a ella.
EL menú parecía asequible, y como suele pasar en los
restaurantes italianos, cada plato parecía suculento. Dejándose aconsejar por
el amable cameriere, optó por un
apetecible risotto al fungí que según
su experto consejero hacía las delicias de todos los comensales. Acompañándolo
de una copa de vino tinto para fomentar el sabor de las setas y el queso
parmesano.
Juliett había ya descubierto que en Italia, además de ser
cuna del arte y de las historias de amor, se veneraba la comida. Era como si cada
plato fuera una obra de arte, por ello los italianos prolongaban sus almuerzos
tanto o más que los españoles, pero de una forma diferente, como si tuvieran la
capacidad de frenar el hambre y el rugido del estómago para saborear cada plato
con la delicadeza y la atención necesarias.
El almuerzo resultó un éxito, un nuevo éxito para Juliett
que se enfrentaba a aquella vida sola, como tantas veces lo había hecho. Cada
pequeño acontecimiento al que se enfrentaba y que no supone ningún esfuerzo
cuando gozas de compañía, se le antojaba como un nuevo reto, un nuevo paso hacia ese destino
que tan oscuro veía. Un simple almuerzo que le indicaba que no debía deber, que
tenía que ser adelante, que la vida no esperaba por nadie, y ella debía tomar
la decisión de vivirla.
Se consideraba una valiente por permanecer sentada en
aquella mesa sola, observando el incesante baile de turista y lugareños, en sus
andares, en ss gestos y amaneramientos. Imaginaba cuantas historias iguales a
la suya se estarían desarrollando en aquella ciudad al mismo tiempo. Historias
de rupturas y corazones rotos; de perdidas y desconsuelo. Se preguntó a sí
misma cuántas de aquellas personas estarían, igual que ella, intentando
encontrar su lugar en el mundo. Observó durante un rato a la gente a través de
sus gafas de sol. Sólo había que observar, empaparse de aquella atmósfera,
dejar volar la imaginación. Y se dio cuenta de que entre aquella masa de gente,
que no parecía dejar de moverse, también había personas solas. Gente que se
escudaba en sus gafas de sol, igual que ella; gente que miraba sus mapas, sin
entender muy bien lo que decían; gente que caminaba a veces a ciegas, a veces
sin luz en pleno día.
Cada persona lleva a la espalda su pequeño drama, su
inseguridad, sus miedos. Algunos los disfrazan de indiferencia, otros los
guardan tras sus amigos o parejas, y muchos simplemente se los callan y los
ahogan en cervezas. Pero cada persona sufre por algo, cada uno siente de vez en
cuando esa punzada en el pecho. Juliett no era la única echando de menos a
alguien, languideciendo bajo el sol por un amor perdido. Y entonces pensó en cómo
cada una de esas personas, que arrastraba durante un tiempo su pena, superaba
su drama. Algunos con amigos; otros, buscando un nuevo amor; algunos lo hacían
comiendo, comprando o bebiendo. Y unos pocos valientes, como ella viajando.
Cada vez lo tenía más claro, lo iba a superar. Lo tenía que superar. Por ella,
por ser afortunada, por la libertad que tenía, por todas aquellas personas que,
como ella, habían sufrido y se encontraban en el camino hacia la superación. Y
ella lo haría igual, paso a paso.