viernes, 23 de mayo de 2014

las preguntas de los 30

Llegando a la frontera de los 30 es inevitable plantearse ciertas cosas. Quizá sea por la influencia familiar; o por esas amigas de toda la vida que van sucumbiendo al matrimonio y a niños llorones; o bien por el daño que Disney hizo a la mujeres desde pequeñas, mostrándoles un mundo en el que la búsqueda del amor y "el felices para siempre" ha de ser el principal objetivo en la vida. Lo cierto es que ves que los 30 se acercan y de una u otra forma sientes un ligero vuelco en el estómago al ver que ese sueño de niña se desvanece entre rupturas, preguntas, cabios de trabajo y altas expectativas que parecen ahora más inalcanzables que nunca. Puede que nunca hubieras pensado en sentar la cabeza, que la idea de emparejarte para siempre fuese una tendencia que moría con tus padres que tuvieron la suerte de estar bien avenidos. Te has pasado la vida evitando ser canguro de tus primos o sobrinos porque la idea de tener niños a tu cargo era tan sobrecogedora que te ponía el estómago del revés por el simple hecho de tener que cambiar un pañal. 
Pero sorprendentemente esos pequeños valores tradicionales contra los que te has revelado han conseguido hacerse hueco en tu vida y empiezas a pensar, demasiado profundamente, en la importancia de tus decisiones. Ya no se trata de divertirse, de probar cosas nuevas, de esperar que la vida te muestre el camino. Ahora quieres empezar a caminar y no sabes qué dirección tomar. 30 años, dada la actual esperanza de vida, no suponen más que un tercio de la vida de una persona. Pero es una etapa que ha de ser aprovechada al máximo. Se supone que hay que sacar el mayor partido de cada día, correr aventuras, conocer a un montón de gente y salir cada fin de semana como si no hubiera un mañana. 
¿Estaré perdiendo el tiempo? ¿Me equivocaré si sigo con él? ¿Me arrepentiré si no lo hago? ¿Qué haría pasado si...? Cientos de preguntas existenciales imposibles de resolver que te rondan la cabeza de vez en cuando al ver a esas amigas casadas, a esas personas que tienen las cosas tan claras, que saben desde el principio cuál es su camino y saben vivirlo. Sientes celos de aquellos que nunca tienen que pasar horas muertas intentando decidir cada pequeño detalle de la rutina diaria. Pues esas espontáneas decisiones de años antes parecen ser cada vez más imposibles, más quiméricas, más complicadas. Ahora todo tiene una connotación significativa y te hace preguntarte constantemente por el resultado futuro de tus decisiones. 
Pero en el fondo no es más que confusión basada en el anhelo de lo ajeno, el deseo de tener lo que otros tienen. Ese deseo que te hace envidiar a una pareja feliz en el metro, ese deseo que te impele a cortar con alguien en busca de libertad, ese deseo que te hace recuperar a alguien del pasado a pesar de pertenecer a una relación muerta. Ese deseo que te hace hacer tonterías, pues parece imposible conformarse con sólo una opción. Piensas en lo que te pierdes, en lo que no tienes, en la persona que ya no está. Y va pasando el tiempo sin darte cuenta hasta que al final ves llegar el número 30 y te asustas pensando en lo que realmente quieres. ¿Qué quieres Tu de la vida? esa es la pregunta a responder, y lo que más asusta no es responderla, es no saber qué respuesta dar. 
Quizá antes de plantearse preguntas y cuestiones tan trascendentes, deberíamos saber lo que queremos de nosotras mismas. Quién soy, a dónde voy, y lo más importante quién quiero llegar a ser. 
La vida irá adornando el camino hacia el autodescubrimiento con amigos, relaciones y viajes especiales. Pero la persona que anda el camino, sólo puedes crearla TÚ. 

Vive la vida que te ha tocado de la mejor manera posible, y cambia aquello que no te hace feliz. Quizá pierdas algo por el camino, pero encontrarás algo mucho mejor. Felicidad. 

lunes, 5 de mayo de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 7a parte


Cruzando El Corso Vittorio Emanuele, y aquella sucesión de plaza encantadoras llegó a uno de los lugares más hermosos que había visto hasta el momento. Escapando del urbanismo barroco que definía Roma, y a través de sinuosas calles, Roma volvía a sorprender con las espléndidas vistas del Tíber. Nada comparable al reseco, hastiado y sucio Manzanares ni siquiera con la grandiosidad del Támesis en Londres. 


El Tíber serpenteaba bordeando el centro de la ciudad a través de puentes medievales reflejando en su pureza la luz del sol y el rojo de las hojas que aún sobrevivían al invierno. Igual que las calles de la ciudad, el río era sinuoso, curvado y elegante. Cada parábola permitía captar todo el paisaje. El cielo azul de fondo, el sol que se apagaba tempranamente en aquel día de Diciembre, la combinación típicamente otoñal de cualquier foto artística de rojos y amarillos y algún tímido verde que aún no había sucumbido a diciembre.
Juliett se sentó en uno de los bancos solitarios junto al río bajo los arbole azotados por la ligera brisa. Todos los bancos estaban ocupados a su alrededor. Personas que se tomaban un descanso, gente leyendo con interés un libro, y algunos escribiendo notas en sus cuadernos. Mucha gente sola que huía de la gente. Quizá resultaba paradójico ver cómo aquellos que no tenían compañía optaban por buscar aún más soledad, evadiéndose, desapareciendo, huyendo. Pues a veces estando con gente, una persona se siente más sola que nunca o quizá más expuesta en su solitud.
La brisa, el rumor de los pájaros, la paz que tanto ansiaba.  
Los puentes habían perdido algunos pedazos, como árboles que dejaban caer su corteza. Sólo que a diferencia de un árbol, Roma se rendía al paso del tiempo como lo había hecho Malta como descubriría Juliett más adelante.

Juliett siguió caminando bordeando el rió hacia el sur, pasando por el “Ponte sisto” y el “Ponte Garibaldi”. Y así llegó a ver “Isola Tiberina”. Una pequeña isla en medio del rio que albergaba siglos atrás el templo dedicado al Dios de la medicina Esculapio. También las leyendas, oscuras en este caso, se cernían sobre la isla. Muchos consideran que el cuerpo de Tarquinio el soberbio está allí sepultado tras ser arrojado por el pueblo romano y durante muchos siglos, este lugar, fue considerado de mal augurio. Con el paso de los años la leyenda fue muriendo y a raíz de la construcción del templo dedicado al dios, cuya construcción finalizó al tiempo que la peste dejo de azotar la ciudad de Roma, se considera un lugar beneficioso para la salud.

Actualmente alberga la basílica de San Bartolomé y es lugar de obligada visita para viajeros y gente local que quiere evadirse del tumulto y el bullicio.  
Y poco más adelante, cuando a Juliett ya le dolían los pies tras tantas horas caminando, pasando el “Ponte Palatino, llegó a la “Piazza Bocca della Veritá”,
Mientras atravesaba aquella placita que daba la bienvenida al cansado viajero se fijó antes de sumergirle en la grandiosidad de “El Foro” y “El Coliseo”, se fijó en la Iglesia que guardaba la plaza llamada Santa María en Cosmedin. Juliett no sabía si aquella iglesia era famosa por algo, pero una larga fila de persona aguardaba en uno de sus lados aparentemente para entrar en su interior. 


Quizá disponía de frescos renacentistas en su interior, de esculturas o murales, pero según se acercaba, Juliett se dio cuenta de que no había ninguna puerta frente a las personas que hacían cola. En su lugar había en la pared una gran máscara de piedra con la boca abierta. Había demasiada gente como para esperar turno por lo que Juliett observó desde cierta distancia, curiosamente rodeada de personas que estaban solas y quizá no se atrevieron a acercarse. Cada uno de los que esperaban se aproximaba con recelo a aquella gran máscara de piedra, pues según la tradición aquel que mintiese perdería su mano en aquel agujero a manos del diablo.
Curiosas leyendas se escondían en roma, más que en otras capitales europeas en las que las tradiciones son más modernas o menos tenebrosas. Quizá en roma las leyendas seguían tan presentes por el hecho de que convivían la antigüedad  representada en su arte y la modernidad de la ciudad urbanita. Una combinación que mantenía viva la tradición y las antiguas creencias, las cuales habían sobrevivido al paso de siglos enteros, y las tendencias actuales que hacían que la vida siguiera evolucionando.
A Juliett le resultó simpático ver las caras de los “valientes” que introducían u mano a regañadientes en la boca de aquella máscara. Se podía ver el miedo en sus ojos, quizá por si salía alguna araña, o quizá por los secretos que guardaban, igual que la ciudad de Roma.


La noche empezaba a caer sobre la ciudad, y Juliett estaba muy lejos del hostal. Se encontraba muy cerca de El Foro y de El Coliseo, pero la oscuridad empezaba a cubrir los edificios, haciendo desaparecer el río con su oscuridad y borrando los reflejos de su superficie.  Era hora de emprender la marcha de vuelta y dejar esta parte de la ciudad para el día siguiente. Había sido suficiente por un día, y el camino era largo. Además, más de una sorpresa la esperaría a la vuelta de la esquina y seguro que se detendría a tomar más de una foto durante el camino de regreso.


“dejé un candado junto al rio, dejé un sueño y un amor perdido. Dejé atrás el  dolor, pedí un nuevo amor. Dejé un candado atado, y el caudal se llevó llave. Deje un corazón partido, y pensé en el destino. Dejé de mirar atrás y seguí adelante, sin más ganas de llorar”












domingo, 4 de mayo de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 6a parte

Además de reponer fuerzas con aquel suculento plato italiano que sus dueños servían con el encanto  familiar de restaurante tradicional a precios contemporáneos, caros, aquel almuerzo le hizo entirse un poco más como en casa.
Terminó la reponedora parada con uno de esos cafés diminutos y fuertes que los romanos disfrutaban a cada momento. Un “ristretto” que le pareció estar hecho de varios “redbull” y casi le hizo saltar de su asiento. Saldó su cuenta y continuó calle abajo hacia aquella plaza que se dejaba ver entre la sinuosidad de la calle.


Por lo poco que conocía de la plaza y los pequeños detalles que aún guardaba después de tantos años sin visitarla, La Piazza Navona, albergaba algunas de las más famosas creaciones de Bernini y tuvo un uso muy diferente al actual. Construida por Domiciano en el siglo primero, fue concebida como un estadio con capacidad para más de 30000 personas. Es por ello que su forma es poco convencional y más alargada de lo normal. Durante siglos, la plaza fue escenario de juegos y eventos deportivo hasta que en la edad media se convirtió en la plaza del mercado hasta que éste fue trasladado al “campo de Fiore”. La plaza está rodeada de palazzi barrocos y de la Iglesia de Santa Inés en Ágona, que ocupa el lugar de las plazas. Un lugar lleno de cambios, que a pesar de haber sido ideada como algo totalmente distinto e adaptó a los tiempos modernos. Fue un estadio, fue mercado y ahora una plaza de peregrinación donde deslumbrarse con sus fuentes e introducirse en su bullicio. Fue incluso piscina, debido a las inundaciones frecuentes que sufría, antes de ser restaurada. Los incontables puestos de regalos, dulces típicos  y juguetes varios llenaban ahora la plaza intentando captar la atención, y los euros de los turistas. Aquel día parecía haber feria, y la gente se desplazaba despacio obre su empedrado, saltando de vez en cuando las cadenas que delimitaban el rectángulo de la plaza buscando un nuevo camino para continuar ojeando el lugar. Grandes puestos con los dulces más coloridos y los regalices más largos del mundo; juguetes artesanos y muñecas pintadas a mano; pequeños carritos de helado tan cremosos como nubes malvaviscos tostados; artistas derrochando su talento en regateos caricaturizados y tres magníficas fuentes formaban aquella nueva vista. 

Mezclando el aire barroco, con productos modernos, el arte cómico en carboncillo con los óleos pintados en directo, bancos de piedra con turistas y helados. Gente de todos los lugares coincidía en aquella plaza. Hombres aún con su traje que atravesaban la plaza con paso ligero, mujeres en apuros entre tacones y niños. Parecía que aquel año los viajeros se habían ataviado con sus mejores galas para recorrer la ciudad. El turismo de calcetín blanco y cazadora tipo “plumas”, se había quedado en Londres pensó Juliett. Allí los turistas lucían amplias gafas de sol, leggins de leopardo y cazadoras de dudoso cuero. Posiblemente objetos comprados allí el día anterior en un intento de aparentar tener ese famoso estilo italiano con respecto a la moda. Juliett sintió que en lugar de perderse entre la gente, destacaba más que nunca. Pero aquel incesante movimiento de gente, de actividades, de cosas que estaban sucediendo sin descanso le hizo recuperar las fuerzas y desear involucrarse en esa actividad. Recorrió los puestos observando las delicias que vendían los tenderos. Pequeño pasteles decorados, no como los “cupcakes” que tan famosos se habían hecho gracias a los programas manidos y cursis de la televisión. Aquellos dulces a pesar de ser ideados para atraer a los peregrinos ansiosos por maravillar a los familiares con los pintorescos productos gastronómicos, eran creaciones artísticas de fruta caramelizadas, almendras brillantes por diminutos granos de azúcar, cestos de frutas relucientes bajo la luz del sol. Otro puesto, no muy lejos, exhibía orgulloso pequeños paquetes de pasta artesana de todos los colores y formas imaginables, Juliett sabía que no era el tipo de pasta que comían los italianos sabedores de su dudosa calidad, pero no pudo resistirse a mirar detenidamente aquellas figuritas esculpidas en harina de trigo, envueltas en celofán y adornadas con diminutos lacitos como los que ponen los voluntarios de Cruz Roja. Unos pasos más adelante otro puesto invitaba a los paseantes mostrando sus juguetes artesanos, de esos que parecían venir de una recóndita tienda en algún callejón de Londres por ejemplo. Juguetes antiguos de aquellos que se hacían en latón y no tenían más extras que la música al darles cuerda. O bien mostraban sus hermosas muñecas pintadas a mano con la delicadeza del trabajo artesano y experimentado de años de trabajo. Muñecas que a diferencia de las extrañas creaciones actuales, no podían más que abrir y cerrar los ojos al agitarlas. Aquella plaza había sido muchas cosas, había representado muchos escenarios y aún así conservaba su antiguo espíritu. Seguía siendo un mercado, un punto de encuentro entre varios caminos. La elegancia de aquellos puesto de estilo antiguo mezclados con las sublimes fuentes, adornadas hasta el exceso, completaban una de las postales más ricas de Roma.


Presidía la plaza la fastuosa fuente de Bernini, que tanto le costó al autor alzar en aquel lugar dadas sus desavenencias con Inocencio X. Pero finalmente la propuesta del artista vio la luz, o el suelo en este caso en 1651, convirtiéndose en uno de los monumentos de referencia en la ciudad. La “Fontana dei Quattro Fiumi”, no hacía referencia al humo, como su nombre podría dar lugar a pensar dada su similitud con algunas palabras españolas; “la fuente de los cuatro ríos, que representa según los expertos, los cuatro punto cardinales, los cuatro continentes conocidos, Europa, América, Asia y África,  en la época de su construcción y a su vez, los cuatro ríos conocidos en aquella época, EL río de la plata, el Nilo, el Ganges y el Danubio. Una perfecta creación esculpida en piedra en la que cientos de persona toman instantáneas a diario pretendiendo beber su agua, tocando alguna de las partes de la fuente haciendo alguna acrobacia a distancia para lograr la correcta perspectiva.
Además de la fuente de Bernini que ocupa el centro de la plaza dos fuentes más guardan los laterales rodeadas de pintores y escultores que adornan sus alrededores con sus frescos y sus óleos.
“La Fontana del Moro” y “La Fontana del Nettuno”, no palidecen ante los ríos de Bernini.
Juliett abandonó la plaza por el lado del sur, no sin antes tomar unas fotos de la plaza entera. Era increíble la fotogenia de aquel lugar que se dejaba fotografiar desde cualquier ángulo y siempre ofrecía algún nuevo detalle espectacular, casi parecía que no quería dejar marchar a ninguno de los paseantes.

Cruzó el Corso Vittorio Emanuele y callejeo durante una media hora caminando pequeños pasajes y atravesando un sinfín de pequeña plazas y plazoletas en la que confluían todos los caminos. Roma parecía ser una gran corrala sólo que en lugar de ser simples viviendas mirando a un mismo patio, era edificios enteros e incluso calles que se retorcían para captar un atisbo de la plaza más cercana. Aquellas “vías”, no gozaban de la agitación y el bullicio de Piazza Navona, pero tenían un encanto particular. El de las construcciones antiguas, el del aire tradicional y reconfortante de los pequeños detalles. Plazas que no muestran sus elegante y costosas fuentes, ni tienen restaurantes caros repartidos por cada adoquín del asfalto, ni tampoco elegantes mujeres paseando sus tacones. Aquellos pequeños recovecos escondían mujeres con pañuelos anudados por encima de la frente y delantales de flores que mostraban desde la ventana mientras tendían piezas de ropa tan blanca como el sol de la mañana. Niños que aún no habían sucumbido a la tecnología y jugaban a la pelota en medio de la plaza, mostrando sus acrobacias a sus padres orgullosos, compartiendo risas y enojos. Se percibía el humeante bullir de la cena cocinándose lentamente en aquella tarde, el pan recién hecho, la ropa limpia y las flores tras los visillos blancos que nunca faltaban en las ventanas.



“Daban ganas de escribir, de sentarse al sol, sin gafas, sin escudos, sin protección. Sólo sentarse a mirar dejar que la simplicidad de la vida borrase el estrés y los problemas. Que la brisa  se llevase la pena, que aquel sol purificase mi alma, que nunca más te viera. Daban ganas de buscar un lugar en aquella plaza, una habitación disponible con terraza. Daban ganas de tender las penas al sol, de oler las flores del balcón. Daban ganas de mudarse, de abandonar Madrid, y empezar otra vida y quedarse. Daban ganas de soñar, en cómo sería, en cómo será. Daban ganas de muchas cosas, pero no en aquel momento. Pues un corazón que rompe, no piensa no conoce. Sólo se guía por los impulsos, por deseos de ser feliz. Se lanza buscando consuelo, y a veces solo se estrella contra el suelo. Así que cogeré mis cosas, y dejaré la plaza atrás, dejaré que siga su rutina y quizá no la vea más. Pero no miraré hacia atrás, pues mi futuro me espera. No perderé más el tiempo en esta vida que se escapa, seguiré adelante ya sea sola o acompañada.”

Cerró su cuaderno y se acudió el polvo de los pantalones que se le había posado en las piernas estando sentada en aquel banco de piedra. Aún quedaba mucho por hacer, Pero aquel puzle tan complicado, empezaba a dejarse ver. 

viernes, 2 de mayo de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 5a parte

Juliett aún buscaba un lugar tranquilo donde comer su menú de bienvenida en Roma. Eso era algo que en cada viaje se había propuesto hacer. Algunas mujeres cuando viajan se compran un capricho como un bolso de marca o un par de gafas de sol, pero al final se acaba pagando más por el mismo artículo que además no entrará en la maleta y volverá a casa escondido bajo el abrigo durante los controles de cabina.
Juliett prefería concederse el lujo de un buen almuerzo en alguna terraza donde disfrutar del sol y de las vistas. Posiblemente acabaría pagando 20 euros por un poco de pasta pero merecía la pena, sólo por sentirse especial, por darse un capricho, por mimarse a sí misma, que en el fondo es lo que cualquier mujer busca, cariño y pequeños detalles que la hagan feliz.  Igual que los hombres suelen buscar el puro placer hedonista de las gratificaciones instantáneas; por lo general, una mujer se enamora de los pequeños detalles. Quizá no es el dinero que algo cueste, sino la forma en que está presentado; puede que no sea importante comprar el mayor ramo de flores de la floristería, sino un pequeño ramo de su flor preferida; tal vez no es necesario gastar dinero en un “brunch” de diseño, y un café recién hecho con un beso por la mañana es todo lo necesario. “Así somos las mujeres, nos fijamos en todo los pequeños detalles sin importar la grandiosidad o el valor económico de éstos”. Juliett sintió por primera vez algo de pena aquel día, al acordarse de aquellos detalles y de la persona con quien los había compartido. No había sido el dinero, ni la frecuencia con que los pequeños detalles se habían sucedido, simplemente habían sido los gestos precisos, los momentos acertados. Pequeñas pinceladas que habían dado luz a una obra de arte, el amor. Detalles fruto de la confianza entre dos almas semejantes, entre dos personas que congenian y que no precisan de preguntas ni respuestas para adivinar lo que a su pareja les hará feliz. Son los pequeños complementos a una historia que le aportan profundidad, ternura y a la vez solidez. Pues sabes que alguien sabe quién eres y lo que te gusta, que no te cuestiona ni intenta cambiarte sino quererte con todas y cada una de tus rarezas o manías.

“Tú eras así. Detallista y cariñoso hasta el exceso. Nunca derrochador, pero sabedor de mis gustos. Quizá eras un ser mágico, por adivinar mis pensamientos, por escudriñar mi mente, por enamorarme en un beso y desaparecer en un suspiro”

Aquella entrada en su cuaderno de sueños le dejó un dolor punzante en el pecho y la amarga sensación de las lágrimas a punto de aflorar. No podía permitirse gastar más lágrimas, pues todas acabarían en un pozo de cuyo fondo no tenía certeza.


Rodeando El Panteón por la izquierda se podía admirar el “Elefantino”, de Bernini. Esperando a un lado para sorprender al viandante que tras maravillarse con la Fontana di Trevi, o la  cúpula del Panteón y la música de la Piazza della Rotonda continúa su camino hacia Piazza Navona. El Elefantino, parece una modesta obra ya que el listón está realmente alto en la ciudad de Roma, pero la exquisitez y detallismo de Bernini la convierten en otro foco de turistas y flashes.  Un monumento en la Piazza Santa María sopra Minerva, es un elefante esculpido en piedra que porta el más pequeño de los obeliscos egipcios de Roma.

En aquella plaza se dio cuenta de la previsibilidad con la que se movían los turistas. Casi se sentía parte del grupo heterogéneo que se movía despacio a su alrededor. No sabía si venían juntos o no, pero una gran masa de cabezas con sombrero, paraguas en la mano, cámaras al cuello y mapas mal doblados se la rodeaba por ambos lados. Si todos ellos tomaban el mismo camino sería quizá una buena idea seguirles. Aquella amalgama de persona de tanto lugares distintos, de tantas nacionalidades, que armoniosamente se deslizaban por el empedrado llevó a Juliett hasta La Piazza Navona. Encantada de haber seguido a aquellas personas y haber llegado de forma satisfactoria a aquella plaza, se separó del grupo pues empezaba a sentirse como una intrusa y callejeó un poco por los alrededores en busca de un restaurante

En un primer vistazo, mientras se dejaba llevar por la inercia de aquellos pasos ajenos, no percibió ningún lugar donde comer. Pero pronto descubrió que había decenas de ellos. Pero era difícil verlos a simple vista, pues eran diminutos lugares que no parecían albergar más que dos mesas en su interior y dar cabida a una sola persona encargada de limpiar, cocinar y servir, pues era imposible meter más de un ser humano en aquellos lugares.
Pero contrariamente a la apariencia exterior, esas pequeñas puertas que apenas dejaban entrar a una persona de altura media, escondían cuan secreto un hermoso restaurante en su interior. Quizá algún profesional de Marketing había colaborado en la decoración de aquellos lugares para hacerlos atractivos a los turistas, pues eran todo lo que una persona de otro país podría esperar. Manteles a cuadros rojos y blancos, botellas panzudas de color verde cubiertas de cera derretida de las velas que se aguantaban en ellas a modo de candelabros. Pequeñas macetas de terracota con geranios, sillas de madera, un horno de piedra para hacer las pizzas, delicados cestos de pan y el inconfundible y embriagador aroma de la pizza recién horneada.

Juliett observó aquellas fachadas. En cada lugar concurrido de Roma parecía que algún artista había ideado y diseñado cada rincón, creando una armonía calmada, mezclando una paleta de colores que se fundían con el cielo y las fachadas. Ventanas con visillos, flores en cada rincón, suelos de piedra y mesas de forja con manteles de hilo. Parecía un bodegón, una postal o una pintura que no se podía dejar de mirar. Era como uno de los cuadros de Antonio López, tan llenos de diminutos detalles que en cada vistazo muestran un nuevo foco de atención.
En uno de esas encantadoras Trattorias, Juliett encontró una mesa libre a la puerta. El camarero que organizaba la mesa, tras la partida de sus clientes, la invitó con un gesto a sentarse mientras el terminaba eficientemente de recoger los recuerdo de los comensales anteriores. Juliett tuvo el tiempo justo de echar un  curioso vistazo a la cuenta para averiguar qué propina habría de dejar, si le quedaban fondos para ello pues esperaba tener que pagar una buena suma por la comida, dado que se encontraba a poco metros de la conocida plaza.  
El camarero reconoció en seguida por su atuendo quizá, o por la cierta inseguridad de su expresión, que Juliett no era italiana. Jamás podría pasar por una italiana, le faltaban tacones, pieles y maquillaje para serlo. Pero vistiendo como más cómoda se sentía, con su abrigo de retales, su pañuelo en la cabeza, sus colgante y sus dedos llenos de anillos conseguía perderse entre la gente y pasar desapercibida entre aquella repiqueteo constante de stilettos y perfumes caros.
Juliett se sentó y admiró por un momento la calmada elegancia de la mesa. Su mantel de tela, un pequeños detalle floral y panecillos  colines descansando en un cesto de mimbre frente a ella.
EL menú parecía asequible, y como suele pasar en los restaurantes italianos, cada plato parecía suculento. Dejándose aconsejar por el amable cameriere, optó por un apetecible risotto al fungí que según su experto consejero hacía las delicias de todos los comensales. Acompañándolo de una copa de vino tinto para fomentar el sabor de las setas y el queso parmesano.
Juliett había ya descubierto que en Italia, además de ser cuna del arte y de las historias de amor, se veneraba la comida. Era como si cada plato fuera una obra de arte, por ello los italianos prolongaban sus almuerzos tanto o más que los españoles, pero de una forma diferente, como si tuvieran la capacidad de frenar el hambre y el rugido del estómago para saborear cada plato con la delicadeza y la atención necesarias.
El almuerzo resultó un éxito, un nuevo éxito para Juliett que se enfrentaba a aquella vida sola, como tantas veces lo había hecho. Cada pequeño acontecimiento al que se enfrentaba y que no supone ningún esfuerzo cuando gozas de compañía, se le antojaba como un  nuevo reto, un nuevo paso hacia ese destino que tan oscuro veía. Un simple almuerzo que le indicaba que no debía deber, que tenía que ser adelante, que la vida no esperaba por nadie, y ella debía tomar la decisión de vivirla.
Se consideraba una valiente por permanecer sentada en aquella mesa sola, observando el incesante baile de turista y lugareños, en sus andares, en ss gestos y amaneramientos. Imaginaba cuantas historias iguales a la suya se estarían desarrollando en aquella ciudad al mismo tiempo. Historias de rupturas y corazones rotos; de perdidas y desconsuelo. Se preguntó a sí misma cuántas de aquellas personas estarían, igual que ella, intentando encontrar su lugar en el mundo. Observó durante un rato a la gente a través de sus gafas de sol. Sólo había que observar, empaparse de aquella atmósfera, dejar volar la imaginación. Y se dio cuenta de que entre aquella masa de gente, que no parecía dejar de moverse, también había personas solas. Gente que se escudaba en sus gafas de sol, igual que ella; gente que miraba sus mapas, sin entender muy bien lo que decían; gente que caminaba a veces a ciegas, a veces sin luz en pleno día.
Cada persona lleva a la espalda su pequeño drama, su inseguridad, sus miedos. Algunos los disfrazan de indiferencia, otros los guardan tras sus amigos o parejas, y muchos simplemente se los callan y los ahogan en cervezas. Pero cada persona sufre por algo, cada uno siente de vez en cuando esa punzada en el pecho. Juliett no era la única echando de menos a alguien, languideciendo bajo el sol por un amor perdido. Y entonces pensó en cómo cada una de esas personas, que arrastraba durante un tiempo su pena, superaba su drama. Algunos con amigos; otros, buscando un nuevo amor; algunos lo hacían comiendo, comprando o bebiendo. Y unos pocos valientes, como ella viajando. Cada vez lo tenía más claro, lo iba a superar. Lo tenía que superar. Por ella, por ser afortunada, por la libertad que tenía, por todas aquellas personas que, como ella, habían sufrido y se encontraban en el camino hacia la superación. Y ella lo haría igual, paso a paso.