martes, 25 de febrero de 2014

rupturas

  

¿Sobreviviré?
Lo veía venir como el que presagia una tormenta. Quien lo siente en sus artríticos huesos, en su octogenario reuma.
Aquel castillo de naipes llevaba semanas tambaleándose a merced del viento
Un viento que cada vez soplaba mas fuerte, con mas ganas.
Veía el final de todo, aunque no quería verlo
Sentía tanto vértigo como si estuviera a punto de saltar al vacío y no confiase en la cuerda que sujetaba su arnés.
Había sido todo muy complicado, demasiadas preocupaciones, demasiadas discusiones. Demasiadas señales que indicaban que esa no era la dirección más adecuada, pero ella no les hizo caso. Siguió acelerando hasta que no se vió capaz de frenar.
 Sentía los nervios agarrados al estómago, sentía la presión en las sienes, sentía su pulso acelerado. Las manos, hacía días que le temblaban. Los ojos siempre estaban a punto de romper en lágrimas. Cómo podía estar pasando de nuevo, cómo podía verse en aquella situación otra vez. Se había jurado a sí misma no caer en el mismo error, no tropezar con la misma piedra, no cometer los mismos errores que en el pasado. Se suponía que algo había aprendido ya de la vida. Pero parece ser que no, que nada había aprendido, que seguía cayendo en las mismas trampas, engañándose a sí misma  dejándose engañar. Sospechando continuamente de todo y de todos hasta obsesionarse tanto que ya no podía ver nada más. Se sentía tan vulnerable y desprotegida, tan asustada y desvalida. No veía el camino de regreso, sólo un túnel incierto. Todo parecía oscuro, difícil, imposible. De nuevo había que dar el primer paso hacia el futuro. Había que ponerse en pie y empezar a andar. Limpiarse las heridas y coser los descosidos de su pobre corazón. Un corazón cada vez más castigado, un espíritu cada vez más muerto, un alma, cada vez, con menos esperanza.
Lo sabía, no podía dejar de verlo. Estaba segura, segura de estar siendo engañada, de que algo estaba pasando, que el final estaba a punto de llegar. Era una sensación que ya había tenido antes pero no tan intensa. No tan fuerte, tan penetrante, tan real. No había querido verlo antes pero no podía seguir evitándolo. Tenía que admitirlo, tenia que abrir los ojos, tenía que admitir lo que ya sabía. Decirlo en voz alta. Dicen que ese es el primer paso para admitir los problemas. Reconocerlo es primordial para la recuperación. Pero ¿lograría recuperarse? ¿Lograría salir del pozo en el que estaba? Lo estaba perdiendo todo, no le quedaba nada. Y aún así quería seguir. Estaba enganchada, no podía soltarse de las cadenas que la sujetaban. Tenía las manos atadas, tenía los pies atados. Tenía el corazón atado.
Cómo saldría de esa situación. Como recuperaría su vida. Como podría seguir adelante tras todo lo que había vivido. No había salida. No había salida. Estaba desperdiciando su vida.

Todo apuntaba a que el camino estaba llegando a su fin, y lo peor era pensar en el resto del mismo. Seguir adelante después de aquello. Seguir mirando hacia delante.
Hay heridas que se curan, hay cicatrices que las cose el hilo del tiempo hasta fundirse en el olvido. Otras en cambio parece que siempre dejan un halo e dolor que nunca llega a desaparecer.

Sabía que algo se había roto. Todo se fue quebrando lentamente hasta no poder soportar su propio peso, describiendo pequeñas líneas de rotura a través de la superficie, como ramas de árbol que se retuercen, se alargan, suben y bajan hasta formar un entramado imposible de deshacer. Como las finas rajas de un jarrón que ha recibido los golpes del tiempo y la brusquedad de las manos torpes. Un figura que parece dibujar miles de pedazos en su cuerpo, que aguanta incólume el paso del tiempo y parece irrompible. Hasta que un día, una simple brisa hace que se rompa, que se haga añicos, que se convierta en un montón de trocitos de cristal tan pequeños que resultaría imposible pegarlos. Fuera un jarrón, un árbol de ramas secas o un sensible castillo de naipes, algo estaba a punto de cambiar. Su estómago estaba a punto de dar un salto. Se sentía como una jovencita explorando una mansión abandonada. Manteniéndose con los ojos abiertos, intentando no perder ni un detalle, ni un movimiento, ni una sombra ni un reflejo. Si un paso mal dado. Ni un ruido mal interpretado.
Siempre estaba alerta, moviéndose con paso felino. Cuidando de no pincharse, de no rozarse contra nada. De no golpearse contra algo. Pero no todo se puede ver antes de que venga. No siempre se puede oler la lluvia que va a caer, ni siquiera adivinarla por las nubes del cielo que a veces son muy engañosas. No siempre el viento arrastra sensaciones u olores. No siempre percibimos el alrededor, la situación. Hay muchos detalles que se nos escapan, bien por no prestar atención, bien por no querer prestarla. A veces esos detalles son pistas tan claras que parece que las llevamos tatuadas en nuestra palpitante piel. 
Pero mas allá de conjeturas, dar el primer paso hacia el futuro no es fácil. Requiere coraje, determinación y valentía. Pues, la comodidad de lo conocido nos sujeta.
Pero todos aquello que parece imposible de conseguir, tan difícil de alcanzar, puede que esconda el mejor futuro que jamás pudiéramos imaginar.
Y aquello que no se intenta,  nunca se obtendrá. Aquello que sólo se sueña, nunca se hará realidad. Aquel camino necesita de nuestros pasos, o nunca se andará. La felicidad nunca llega si nos atrevemos a saltar.