Además de reponer fuerzas con aquel suculento plato
italiano que sus dueños servían con el encanto
familiar de restaurante tradicional a precios contemporáneos, caros,
aquel almuerzo le hizo entirse un poco más como en casa.
Terminó la reponedora parada con uno de esos cafés diminutos
y fuertes que los romanos disfrutaban a cada momento. Un “ristretto” que le
pareció estar hecho de varios “redbull” y casi le hizo saltar de su asiento.
Saldó su cuenta y continuó calle abajo hacia aquella plaza que se dejaba ver
entre la sinuosidad de la calle.
Por lo poco que conocía de la plaza y los pequeños
detalles que aún guardaba después de tantos años sin visitarla, La Piazza
Navona, albergaba algunas de las más famosas creaciones de Bernini y tuvo un
uso muy diferente al actual. Construida por Domiciano en el siglo primero, fue concebida
como un estadio con capacidad para más de 30000 personas. Es por ello que su
forma es poco convencional y más alargada de lo normal. Durante siglos, la
plaza fue escenario de juegos y eventos deportivo hasta que en la edad media se
convirtió en la plaza del mercado hasta que éste fue trasladado al “campo de
Fiore”. La plaza está rodeada de palazzi barrocos y de la Iglesia de Santa Inés
en Ágona, que ocupa el lugar de las plazas. Un lugar lleno de cambios, que a pesar
de haber sido ideada como algo totalmente distinto e adaptó a los tiempos
modernos. Fue un estadio, fue mercado y ahora una plaza de peregrinación donde
deslumbrarse con sus fuentes e introducirse en su bullicio. Fue incluso
piscina, debido a las inundaciones frecuentes que sufría, antes de ser
restaurada. Los incontables puestos de regalos, dulces típicos y juguetes varios llenaban ahora la plaza
intentando captar la atención, y los euros de los turistas. Aquel día parecía
haber feria, y la gente se desplazaba despacio obre su empedrado, saltando de
vez en cuando las cadenas que delimitaban el rectángulo de la plaza buscando un
nuevo camino para continuar ojeando el lugar. Grandes puestos con los dulces
más coloridos y los regalices más largos del mundo; juguetes artesanos y
muñecas pintadas a mano; pequeños carritos de helado tan cremosos como nubes
malvaviscos tostados; artistas derrochando su talento en regateos
caricaturizados y tres magníficas fuentes formaban aquella nueva vista.
Mezclando el aire barroco, con productos modernos, el arte cómico en
carboncillo con los óleos pintados en directo, bancos de piedra con turistas y
helados. Gente de todos los lugares coincidía en aquella plaza. Hombres aún con
su traje que atravesaban la plaza con paso ligero, mujeres en apuros entre
tacones y niños. Parecía que aquel año los viajeros se habían ataviado con sus
mejores galas para recorrer la ciudad. El turismo de calcetín blanco y cazadora
tipo “plumas”, se había quedado en Londres pensó Juliett. Allí los turistas
lucían amplias gafas de sol, leggins de leopardo y cazadoras de dudoso cuero.
Posiblemente objetos comprados allí el día anterior en un intento de aparentar
tener ese famoso estilo italiano con respecto a la moda. Juliett sintió que en
lugar de perderse entre la gente, destacaba más que nunca. Pero aquel incesante
movimiento de gente, de actividades, de cosas que estaban sucediendo sin
descanso le hizo recuperar las fuerzas y desear involucrarse en esa actividad. Recorrió
los puestos observando las delicias que vendían los tenderos. Pequeño pasteles
decorados, no como los “cupcakes” que tan famosos se habían hecho gracias a los
programas manidos y cursis de la televisión. Aquellos dulces a pesar de ser ideados
para atraer a los peregrinos ansiosos por maravillar a los familiares con los
pintorescos productos gastronómicos, eran creaciones artísticas de fruta caramelizadas,
almendras brillantes por diminutos granos de azúcar, cestos de frutas
relucientes bajo la luz del sol. Otro puesto, no muy lejos, exhibía orgulloso
pequeños paquetes de pasta artesana de todos los colores y formas imaginables,
Juliett sabía que no era el tipo de pasta que comían los italianos sabedores de
su dudosa calidad, pero no pudo resistirse a mirar detenidamente aquellas
figuritas esculpidas en harina de trigo, envueltas en celofán y adornadas con
diminutos lacitos como los que ponen los voluntarios de Cruz Roja. Unos pasos
más adelante otro puesto invitaba a los paseantes mostrando sus juguetes
artesanos, de esos que parecían venir de una recóndita tienda en algún callejón
de Londres por ejemplo. Juguetes antiguos de aquellos que se hacían en latón y
no tenían más extras que la música al darles cuerda. O bien mostraban sus hermosas
muñecas pintadas a mano con la delicadeza del trabajo artesano y experimentado
de años de trabajo. Muñecas que a diferencia de las extrañas creaciones
actuales, no podían más que abrir y cerrar los ojos al agitarlas. Aquella plaza
había sido muchas cosas, había representado muchos escenarios y aún así
conservaba su antiguo espíritu. Seguía siendo un mercado, un punto de encuentro
entre varios caminos. La elegancia de aquellos puesto de estilo antiguo
mezclados con las sublimes fuentes, adornadas hasta el exceso, completaban una
de las postales más ricas de Roma.
Presidía la plaza la fastuosa fuente de Bernini, que
tanto le costó al autor alzar en aquel lugar dadas sus desavenencias con Inocencio
X. Pero finalmente la propuesta del artista vio la luz, o el suelo en este caso
en 1651, convirtiéndose en uno de los monumentos de referencia en la ciudad. La
“Fontana dei Quattro Fiumi”, no hacía referencia al humo, como su nombre podría
dar lugar a pensar dada su similitud con algunas palabras españolas; “la fuente
de los cuatro ríos, que representa según los expertos, los cuatro punto
cardinales, los cuatro continentes conocidos, Europa, América, Asia y África, en la época de su construcción y a su vez, los
cuatro ríos conocidos en aquella época, EL río de la plata, el Nilo, el Ganges
y el Danubio. Una perfecta creación esculpida en piedra en la que cientos de
persona toman instantáneas a diario pretendiendo beber su agua, tocando alguna
de las partes de la fuente haciendo alguna acrobacia a distancia para lograr la
correcta perspectiva.
Además de la fuente de Bernini que ocupa el centro de la
plaza dos fuentes más guardan los laterales rodeadas de pintores y escultores que
adornan sus alrededores con sus frescos y sus óleos.
“La Fontana del Moro” y “La Fontana del Nettuno”, no
palidecen ante los ríos de Bernini.
Juliett abandonó la plaza por el lado del sur, no sin
antes tomar unas fotos de la plaza entera. Era increíble la fotogenia de aquel
lugar que se dejaba fotografiar desde cualquier ángulo y siempre ofrecía algún
nuevo detalle espectacular, casi parecía que no quería dejar marchar a ninguno
de los paseantes.
Cruzó el Corso Vittorio Emanuele y callejeo durante una
media hora caminando pequeños pasajes y atravesando un sinfín de pequeña plazas
y plazoletas en la que confluían todos los caminos. Roma parecía ser una gran
corrala sólo que en lugar de ser simples viviendas mirando a un mismo patio,
era edificios enteros e incluso calles que se retorcían para captar un atisbo
de la plaza más cercana. Aquellas “vías”, no gozaban de la agitación y el bullicio
de Piazza Navona, pero tenían un encanto particular. El de las construcciones
antiguas, el del aire tradicional y reconfortante de los pequeños detalles.
Plazas que no muestran sus elegante y costosas fuentes, ni tienen restaurantes
caros repartidos por cada adoquín del asfalto, ni tampoco elegantes mujeres paseando
sus tacones. Aquellos pequeños recovecos escondían mujeres con pañuelos
anudados por encima de la frente y delantales de flores que mostraban desde la
ventana mientras tendían piezas de ropa tan blanca como el sol de la mañana. Niños
que aún no habían sucumbido a la tecnología y jugaban a la pelota en medio de
la plaza, mostrando sus acrobacias a sus padres orgullosos, compartiendo risas
y enojos. Se percibía el humeante bullir de la cena cocinándose lentamente en
aquella tarde, el pan recién hecho, la ropa limpia y las flores tras los
visillos blancos que nunca faltaban en las ventanas.
“Daban ganas de escribir, de sentarse al sol, sin gafas,
sin escudos, sin protección. Sólo sentarse a mirar dejar que la simplicidad de
la vida borrase el estrés y los problemas. Que la brisa se llevase la pena, que aquel sol purificase
mi alma, que nunca más te viera. Daban ganas de buscar un lugar en aquella
plaza, una habitación disponible con terraza. Daban ganas de tender las penas
al sol, de oler las flores del balcón. Daban ganas de mudarse, de abandonar Madrid,
y empezar otra vida y quedarse. Daban ganas de soñar, en cómo sería, en cómo
será. Daban ganas de muchas cosas, pero no en aquel momento. Pues un corazón
que rompe, no piensa no conoce. Sólo se guía por los impulsos, por deseos de
ser feliz. Se lanza buscando consuelo, y a veces solo se estrella contra el
suelo. Así que cogeré mis cosas, y dejaré la plaza atrás, dejaré que siga su
rutina y quizá no la vea más. Pero no miraré hacia atrás, pues mi futuro me
espera. No perderé más el tiempo en esta vida que se escapa, seguiré adelante
ya sea sola o acompañada.”
Cerró su cuaderno y se acudió el polvo de los pantalones
que se le había posado en las piernas estando sentada en aquel banco de piedra.
Aún quedaba mucho por hacer, Pero aquel puzle tan complicado, empezaba a
dejarse ver.