domingo, 4 de mayo de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 6a parte

Además de reponer fuerzas con aquel suculento plato italiano que sus dueños servían con el encanto  familiar de restaurante tradicional a precios contemporáneos, caros, aquel almuerzo le hizo entirse un poco más como en casa.
Terminó la reponedora parada con uno de esos cafés diminutos y fuertes que los romanos disfrutaban a cada momento. Un “ristretto” que le pareció estar hecho de varios “redbull” y casi le hizo saltar de su asiento. Saldó su cuenta y continuó calle abajo hacia aquella plaza que se dejaba ver entre la sinuosidad de la calle.


Por lo poco que conocía de la plaza y los pequeños detalles que aún guardaba después de tantos años sin visitarla, La Piazza Navona, albergaba algunas de las más famosas creaciones de Bernini y tuvo un uso muy diferente al actual. Construida por Domiciano en el siglo primero, fue concebida como un estadio con capacidad para más de 30000 personas. Es por ello que su forma es poco convencional y más alargada de lo normal. Durante siglos, la plaza fue escenario de juegos y eventos deportivo hasta que en la edad media se convirtió en la plaza del mercado hasta que éste fue trasladado al “campo de Fiore”. La plaza está rodeada de palazzi barrocos y de la Iglesia de Santa Inés en Ágona, que ocupa el lugar de las plazas. Un lugar lleno de cambios, que a pesar de haber sido ideada como algo totalmente distinto e adaptó a los tiempos modernos. Fue un estadio, fue mercado y ahora una plaza de peregrinación donde deslumbrarse con sus fuentes e introducirse en su bullicio. Fue incluso piscina, debido a las inundaciones frecuentes que sufría, antes de ser restaurada. Los incontables puestos de regalos, dulces típicos  y juguetes varios llenaban ahora la plaza intentando captar la atención, y los euros de los turistas. Aquel día parecía haber feria, y la gente se desplazaba despacio obre su empedrado, saltando de vez en cuando las cadenas que delimitaban el rectángulo de la plaza buscando un nuevo camino para continuar ojeando el lugar. Grandes puestos con los dulces más coloridos y los regalices más largos del mundo; juguetes artesanos y muñecas pintadas a mano; pequeños carritos de helado tan cremosos como nubes malvaviscos tostados; artistas derrochando su talento en regateos caricaturizados y tres magníficas fuentes formaban aquella nueva vista. 

Mezclando el aire barroco, con productos modernos, el arte cómico en carboncillo con los óleos pintados en directo, bancos de piedra con turistas y helados. Gente de todos los lugares coincidía en aquella plaza. Hombres aún con su traje que atravesaban la plaza con paso ligero, mujeres en apuros entre tacones y niños. Parecía que aquel año los viajeros se habían ataviado con sus mejores galas para recorrer la ciudad. El turismo de calcetín blanco y cazadora tipo “plumas”, se había quedado en Londres pensó Juliett. Allí los turistas lucían amplias gafas de sol, leggins de leopardo y cazadoras de dudoso cuero. Posiblemente objetos comprados allí el día anterior en un intento de aparentar tener ese famoso estilo italiano con respecto a la moda. Juliett sintió que en lugar de perderse entre la gente, destacaba más que nunca. Pero aquel incesante movimiento de gente, de actividades, de cosas que estaban sucediendo sin descanso le hizo recuperar las fuerzas y desear involucrarse en esa actividad. Recorrió los puestos observando las delicias que vendían los tenderos. Pequeño pasteles decorados, no como los “cupcakes” que tan famosos se habían hecho gracias a los programas manidos y cursis de la televisión. Aquellos dulces a pesar de ser ideados para atraer a los peregrinos ansiosos por maravillar a los familiares con los pintorescos productos gastronómicos, eran creaciones artísticas de fruta caramelizadas, almendras brillantes por diminutos granos de azúcar, cestos de frutas relucientes bajo la luz del sol. Otro puesto, no muy lejos, exhibía orgulloso pequeños paquetes de pasta artesana de todos los colores y formas imaginables, Juliett sabía que no era el tipo de pasta que comían los italianos sabedores de su dudosa calidad, pero no pudo resistirse a mirar detenidamente aquellas figuritas esculpidas en harina de trigo, envueltas en celofán y adornadas con diminutos lacitos como los que ponen los voluntarios de Cruz Roja. Unos pasos más adelante otro puesto invitaba a los paseantes mostrando sus juguetes artesanos, de esos que parecían venir de una recóndita tienda en algún callejón de Londres por ejemplo. Juguetes antiguos de aquellos que se hacían en latón y no tenían más extras que la música al darles cuerda. O bien mostraban sus hermosas muñecas pintadas a mano con la delicadeza del trabajo artesano y experimentado de años de trabajo. Muñecas que a diferencia de las extrañas creaciones actuales, no podían más que abrir y cerrar los ojos al agitarlas. Aquella plaza había sido muchas cosas, había representado muchos escenarios y aún así conservaba su antiguo espíritu. Seguía siendo un mercado, un punto de encuentro entre varios caminos. La elegancia de aquellos puesto de estilo antiguo mezclados con las sublimes fuentes, adornadas hasta el exceso, completaban una de las postales más ricas de Roma.


Presidía la plaza la fastuosa fuente de Bernini, que tanto le costó al autor alzar en aquel lugar dadas sus desavenencias con Inocencio X. Pero finalmente la propuesta del artista vio la luz, o el suelo en este caso en 1651, convirtiéndose en uno de los monumentos de referencia en la ciudad. La “Fontana dei Quattro Fiumi”, no hacía referencia al humo, como su nombre podría dar lugar a pensar dada su similitud con algunas palabras españolas; “la fuente de los cuatro ríos, que representa según los expertos, los cuatro punto cardinales, los cuatro continentes conocidos, Europa, América, Asia y África,  en la época de su construcción y a su vez, los cuatro ríos conocidos en aquella época, EL río de la plata, el Nilo, el Ganges y el Danubio. Una perfecta creación esculpida en piedra en la que cientos de persona toman instantáneas a diario pretendiendo beber su agua, tocando alguna de las partes de la fuente haciendo alguna acrobacia a distancia para lograr la correcta perspectiva.
Además de la fuente de Bernini que ocupa el centro de la plaza dos fuentes más guardan los laterales rodeadas de pintores y escultores que adornan sus alrededores con sus frescos y sus óleos.
“La Fontana del Moro” y “La Fontana del Nettuno”, no palidecen ante los ríos de Bernini.
Juliett abandonó la plaza por el lado del sur, no sin antes tomar unas fotos de la plaza entera. Era increíble la fotogenia de aquel lugar que se dejaba fotografiar desde cualquier ángulo y siempre ofrecía algún nuevo detalle espectacular, casi parecía que no quería dejar marchar a ninguno de los paseantes.

Cruzó el Corso Vittorio Emanuele y callejeo durante una media hora caminando pequeños pasajes y atravesando un sinfín de pequeña plazas y plazoletas en la que confluían todos los caminos. Roma parecía ser una gran corrala sólo que en lugar de ser simples viviendas mirando a un mismo patio, era edificios enteros e incluso calles que se retorcían para captar un atisbo de la plaza más cercana. Aquellas “vías”, no gozaban de la agitación y el bullicio de Piazza Navona, pero tenían un encanto particular. El de las construcciones antiguas, el del aire tradicional y reconfortante de los pequeños detalles. Plazas que no muestran sus elegante y costosas fuentes, ni tienen restaurantes caros repartidos por cada adoquín del asfalto, ni tampoco elegantes mujeres paseando sus tacones. Aquellos pequeños recovecos escondían mujeres con pañuelos anudados por encima de la frente y delantales de flores que mostraban desde la ventana mientras tendían piezas de ropa tan blanca como el sol de la mañana. Niños que aún no habían sucumbido a la tecnología y jugaban a la pelota en medio de la plaza, mostrando sus acrobacias a sus padres orgullosos, compartiendo risas y enojos. Se percibía el humeante bullir de la cena cocinándose lentamente en aquella tarde, el pan recién hecho, la ropa limpia y las flores tras los visillos blancos que nunca faltaban en las ventanas.



“Daban ganas de escribir, de sentarse al sol, sin gafas, sin escudos, sin protección. Sólo sentarse a mirar dejar que la simplicidad de la vida borrase el estrés y los problemas. Que la brisa  se llevase la pena, que aquel sol purificase mi alma, que nunca más te viera. Daban ganas de buscar un lugar en aquella plaza, una habitación disponible con terraza. Daban ganas de tender las penas al sol, de oler las flores del balcón. Daban ganas de mudarse, de abandonar Madrid, y empezar otra vida y quedarse. Daban ganas de soñar, en cómo sería, en cómo será. Daban ganas de muchas cosas, pero no en aquel momento. Pues un corazón que rompe, no piensa no conoce. Sólo se guía por los impulsos, por deseos de ser feliz. Se lanza buscando consuelo, y a veces solo se estrella contra el suelo. Así que cogeré mis cosas, y dejaré la plaza atrás, dejaré que siga su rutina y quizá no la vea más. Pero no miraré hacia atrás, pues mi futuro me espera. No perderé más el tiempo en esta vida que se escapa, seguiré adelante ya sea sola o acompañada.”

Cerró su cuaderno y se acudió el polvo de los pantalones que se le había posado en las piernas estando sentada en aquel banco de piedra. Aún quedaba mucho por hacer, Pero aquel puzle tan complicado, empezaba a dejarse ver.