viernes, 3 de enero de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 1a parte

Despertó en una habitación solitaria, aquellas ocupantes no habían aparecido o habían hecho algún estrago en su primer encuentro con el famoso aperitivo milanés. Era su último día en Milán y Juliett apenas disponía de unas horas para recoger, dar un último paseo por la ciudad y partir hacia el aeropuerto. Se dirigió con mucha más confianza a la ducha tras haber comprobado el buen estado de las instalaciones. Sería por la hora temprana, o por la búsqueda de soledad de los huéspedes, el motivo de aquel silencio. Como el día anterior, el sol se colaba por r las contraventanas de madera alargando la sombra de los muebles. Aquellos muebles que parecían haber formado parte de la vida de muchas personas en momentos diferentes y que se habían encontrado en aquel hostal. El check out era en una hora, estaba claro que los hostales no comprendían el terrible engorro de cargar con una bolsa o maleta todo el día al tener que dejar la habitación. Juliett recogió sus cosas y fue al pequeño salón a disfrutar del último desayuno de Milán. Había estado tan absorta en aquella nueva experiencia que ni siquiera había planeado un itinerario para Roma, su próxima parada; ni había llamado a la familia, ni había entrado en Facebook. Apenas había mirado el móvil, a menos que fuera para tomar alguna fotografía instantánea si su cámara se había quedado sin batería.
Quizá no quería enfrentarse a la terrible voz del contestador que dice “no tiene mensajes”, o entrar en FB en busca de un numerito rojo que no había querido brillar.
No dejaría que nada le arruinase el viaje. Al menos esa era la idea.
Tras pasar por recepción, Juliett se encontró de nuevo frente a aquel portón de madera de la entrada, repasando mentalmente si había recogido todo de la habitación, especialmente las cosas importante, el billete de avión( trozo de papel en blanco y negro impreso unos días antes en casa), el pasaporte (que aunque no lo necesitaba al viajar por Europa, le daba un toque más internacional que entregar el DNI, que es lo mismo que se hace al pagar la compra en el supermercado), el cargador, un pequeño “pulpo de 8 cable diferentes que se hacía llamar universal, y del que sólo conocía dos tipos de clavijas). Tabaco, tan necesario como el aire. “CHECK”. Todo estaba en orden.
Tomo una amplia bocanada de aire fresco, quería grabar en su memoria aquel aroma de hogar, de pan recién hecho, de rayo de sol, de brisa fresca.  Cerró los ojos y aspiró profundamente.
Una campanilla de tranvía abrió sus ojos de nuevo. Salió a la calle y se despidió mentalmente de aquel hostal. Le daba algo de pena marcharse, a pesar de haber estado apena un par de días. Pero había sido su primera experiencia viajando sola a una ciudad desconocida, y la prueba había sido superada. Camino calle abajo. No tenía ninguna parada planeada, sólo daría un paseo hasta la estación de Cadorna, donde tomaría el autobús hacia el aeropuerto. Las tiendas abrían sus puertas y otro día más comenzaba. Rutinas, obligaciones y cotidianidades. Las mismas que en cualquier parte del mundo, pero que siempre gozan de un encanto especial cuando estás lejos de casa. Las pastelerías se iban llenando de ajetreados milaneses en busca de su espresso, los niños iban al colegio, las jovencitas se maquillaban por la calle tras doblar la esquina de su calle.
“Todo sigue igual, y seguirá igual. Viviremos nuestra vida, pelearemos nuestra rutina, seguiremos adelante”

Aquella nota en el cuaderno la escribió en plural. Quizá inconscientemente pensó en dársela a alguien, en compartirla con alguien. Como todas aquellas palabras que había escritas en su corazón y que nunca gozaron de voz  ni de oyente.
Llegó a la estación de autobús y compró su billete, no tenía pensado emprender el viaje tan temprano, pero vio que su ruta hacía una parada entre el centro de Milán y el aeropuerto en un pequeño pueblo y decidió visitarlo. Un pequeño pueblecito llamado Bérgamo, en el que parecía que el tiempo no había pasado.

 Camino un rato por sus estrechas calles y se sintió más lejos de casa de lo que se había sentido en mucho tiempo. Allí llamaba más la atención de lo que podría hacerlo en otra ciudad. El pueblo, seguía adelante con su día. Ajeno a los turistas, a la vida moderna, a los avances tecnológicos. Juliett se preguntó cómo sería allí la vida. Como mucha gente hace, pensó en la posibilidad de vivir una vida más sencilla y tranquila, en un lugar donde nadie la conociera y donde pudiera empezar de nuevo. Quizá podría abrir una pequeña tienda ecológica, o de artesanía donde vender sus collares. Posiblemente sería mucho más barato y accesible emprender una nueva vida en aquel lugar remoto que parecía necesitarlo todo y no tener nada.

Pero se sentiría como una intrusa, como alguien fuera de lugar. Ella era una chica de ciudad y no sabría vivir en aquel lugar. Finalmente entendió lo que “silencio ensordecedor” significaba. Demasiado tiempo que matar, demasiados pensamientos que evitar, demasiado espacio que llenar. Estaba decidida a no matar nunca más el tiempo y aprovecharlo al máximo.
A pesar de la recóndita y sencilla belleza de su catedral, la uniformidad de sus casas bajas y su apacible plaza mayor, Juliett dejó aquel pueblo en un par de horas. Aún con tiempo de sobra antes de coger el avión.
Decidió que no tenía más opción que ir a gastar algo de dinero en las tiendas del aeropuerto. Cuando viajaba se convertía en una clienta algo molesta. No solía comprar demasiado, pero merodeaba por las tiendas, sacando fotografías cuando nadie miraba, de los objetos típicos o curiosidades elegantemente expuestas para atraer a los visitantes.
Por fin se acercó la hora de tomar el avión, y tras pasar lo que resultó ser un pobre registro de seguridad, se acomodó en su asiento junto a la ventanilla a leer la guía de Roma que llevaba en la bolsa de viaje. No planearía nada hasta el día siguiente, pues siempre que hacía algún plan le salía mal, o surgía algún contratiempo.
Todo lo que necesitaba recordar era el camino hasta su siguiente hostal.


Había escogido por internet un hostal para chicas que parecía decente y tenía una inmejorable localización. Se encontraba a menos de cinco minutos a pie de la estación de “términi”, donde terminaba la ruta en autobús desde el aeropuerto. Las habitaciones eran compartidas con tres chicas más pero eso era algo que no le importaba demasiado. Había estado sola en Milán casi todo el tiempo y le apetecía tener a alguien con quien hablar.
El vuelo apenas duro una hora, sin retraso, sin contratiempos. Tomó el autobús hacia el centro de la ciudad justo cuando empezaba a llover, y agradeció que fuera ya de noche para no ver su primer día en Roma cubierto de nubes. Esperó que el tiempo cambiase para la mañana siguiente.
Llegó a Termini a las diez de la noche. Lo primero que hizo fue comprar algo de comer para llevar y un café en el McDonald’s de la estación. A esas horas no creía encontrar nada más abierto. Miró el mapa que había impreso de internet al hacer la reserva y se fue hacia el hostal. Ya había avisado de su llegada tardía `por si acaso no había recepción abierta, lo que menos necesitaba era quedarse en la calle sola y tener que buscar otro lugar donde pasar la noche. El alojamiento en el hostal, llamado “papaya”, le había costado 50 euros incluyendo el desayuno. Toda una ganga para tres noches en una de las ciudades más hermosas del mundo. Llegó al hotel en 15 minutos, la lluvia y la oscuridad hacían algo más difícil la búsqueda de su destino. Tras dar un par de vueltas de más llegó a la “vía Castelfidardo”. Entró en la recepción del edificio, que parecía disponer de más de un hotel u hostal diferentes. Pagó por adelantado y solicito un servicio de toalla. Si hubiese tenido que llevar una toalla en este viaje, habría tenido que envolverse en ella para pasar el control del aeropuerto. 
El hostal estaba situado en un piso de unas cinco habitaciones. 


Tenía un salón-comedor-cocina en el medio de la casa y varias habitaciones de distintos tamaños. Cuando entro en la suya vio cuatro camas y cuatro amplias taquillas con candados individuales donde cabía perfectamente una maleta entera. La habitación tenía el baño dentro y, al igual que en Milán, todo gozaba de una limpieza extrema. Sintió un gran alivio al comprobar que las instalaciones estaban bien conservadas, las camas nuevas y las taquillas cerraban con candado. Cada cama tenía una lámpara “flexo” individual y un enchufe junto a las patas de la cama. Era el hostal perfecto, todo lo que necesitabas estaba allí. No había nadie en la habitación. De nuevo estaba sola. No le importó, pues si compartes cuarto es posible que alguien se queje del tabaco o de la luz encendida o algo parecido. 


Juliett deshizo su pequeño equipaje. Siempre necesitaba poner sus cosas en orden antes de poder relajarse. Le habían dicho más de una vez que tenía un pequeño TOC pero ella siempre pensó que exageraban. Después de una ducha fue a la sala común, allí estaban de nuevo los ordenadores, observándola. Invitándola a conectarse. Pero no lo hizo. Conectó el WIFI de su móvil y escribió a su madre, que estaba pasando unos nervios constantes al ver a su hija viajar sola. Se preparó un café y cotilleo un poco por la cocina. Quizá la nevera o los armarios agradecerían un “agüita”, pero todo estaba organizado y bastante limpio.
Finalmente, pensó, algo de suerte. El viaje estaba saliendo mejor de lo planeado. Se encontró en medio de aquella habitación, sonriendo. No podía evitar sentir una profunda satisfacción. En aquel momento decidió que ése era sólo el principio. Tenía que repetirlo, tenía que viajar. Y no le importaba que sus recuerdos le persiguiesen allá donde fuera, en algún momento, igual que las maletas, se perderían y por fin se sentiría libre.
Se fue temprano a dormir. Deseaba que el día empezase pronto y salir a disfrutar de la siguiente parte del viaje. Mientras se acurrucó en la cama empezó a pensar en cuál sería su próximo destino. Pero el sueño la venció y cayó en un profundo y reparador sueño. Al día siguiente empezaría su aventura, en Roma.