miércoles, 8 de enero de 2014

Los viajes de Juliett: Roma 2a parte


Una nueva aventura comenzaba temprano en Roma. A diferencia de la paz de Milán en la que sólo el sonido de una cafetera rompía el silencio del amanecer, parecía que en roma la vida despertaba sumida en medio del tumulto. Juliett despertó en aquella habitación y comprobó que estaba sola. A veces en los hostales se recibían visitantes durante la noche que habían aprovechado alguna tarifa reducida de viaje y habían llegado tarde a su destino. Ese no era el caso. Juliett miró alrededor de la oscura habitación y comprobó que nadie dormía en ninguna de las camas. Hacía bastante calor para ser Diciembre, posiblemente la lluvia que le dio la bienvenida el día anterior había templado la temperatura. Se levantó y fue a la ventana. No daba a la calle sino a uno de esos patios de luces, típicos en las casas antiguas. Siete pisos de ventanas y contraventanas algo oxidadas se miraban de frente en aquel patio. Situado sobre un tragaluz en el que ya se distinguían borrosas figuras que atravesaban el vestíbulo. Con algo de dificultad Juliett consiguió divisar el cielo y comprobó con una gran sonrisa que no había ni una sola nube que enturbiara aquella fresca mañana. Ya se oían cafeteras anunciando café recién hecho, ollas y sartenes preparando los desayunos, lavadores en funcionamiento, y llamados en italiano para tomar el desayuno. Eran apenas las 7 de la mañana y todo el edificio parecía haber despertado temprano aquel martes.

Juliett no podía contener las ganas de recorrer la ciudad. Ya que los días de invierno tenían menos luz natural, y la idea de pasear de noche por una ciudad más o menos desconocida estando sola no le resultaba demasiado atractiva, Juliett quería empezar el día lo más rápidamente posible. Aún no había penado cual sería la primera parada pero sentía que alguna señal se presentaría en su camino en algún momento para indicarle la ruta.
El baño del hostal era enrome y tenía una ventana por la que entraba mucha luz, y aparentemente mucho aire también. Pues con aquella decoración blanca y la ligera brisa que se colaba por las rendijas de una ventana que había visto muchos inviernos, aquel baño parecía el polo norte.
El hostal incluía el desayuno, y por el precio que había pagado no esperaba que fuera precisamente un buffet. Tomó uno de los ticket que le habían dado en la recepción el día anterior para canjear por su desayuno en el bar de al lado. Algo extraño pensó, pero por otra parte la promesa de un café recién hecho en cafetera de bar y no salido de una máquina que tan pronto servía chocolate como zumo, le pareció interesante.

Oh my god! Fue lo primero que pensó al entrar en el bar. Parecía que se encontraba en el bar Sol cerca de la plaza mayor de Madrid, donde la gente hace cola para pedir un bocata de calamares. Por un momento pensó que se encontraba en Madrid. Aquel lugar de paredes amarillentas y olor de frito impregnado en las paredes era una réplica exacta de un bar de “toda la vida” de Madrid. Los únicos invitados a tan gran emplazamiento eran, presumiblemente, los clientes asiduos al carajillo de por las mañanas. 
Al fondo del bar había unas mesas dispuestas con dos servicios de café cada una y un cartel que leía “hostal Papaya”. Esa era la zona de desayuno, no era exactamente un buffet pero en algo se parecía. Cada huésped tenía que llevar su taza a la barra para pedir un café al camarero. Todo un “self service”. Juliett pensó que no era el mejor lugar para intentar su italiano pero no tenía nada de lo que avergonzarse por otra parte, pensó.
“Buongiorno, Cappuccino per favore”. Consiguió decir al camarero.
“Presto signorina”, respondió el camarero. Al igual que la ventana de la habitación, él también había visto muchos inviernos. Tenía las manos grandes y la tez bastante arrugada. Pero su voz grave y su constante sonrisa le daban un aire afable, de típico abuelo que todos quieren tener.
Juliett tomó su café y el bollo que estaba incluido en el desayuno. Pensó en solicitar una fruta en lugar de un bollo pero, ni sabía decirlo, ni creía que hubiese fruta alguna en aquel local más que las rodajas de limón para los refrescos.
Tomó el desayuno mientras miraba su guía de Roma. Encontró en el mapa la crucecita que indicaba su hostal y empezó a mirar lo que había alrededor. Había tanto que ver que no sabía por dónde empezar. Así que decidió no establecer ningún rumbo fijo durante la mañana y dejarse absorber por la ciudad. Simplemente daría un paseo y dejaría que la ciudad la guiase.
“Grazie, arriverderci” dijo mirando al camarero al salir.
Grazie, buona giornata” Le devolvió el camarero con una simpática reverencia de cabeza.
Bajó por la “vía Castelfidardo” en dirección a Termini. Un punto de partida en el que situarse y emprender aquella desconocida ruta.
El hostal, a pesar de estar en una calle no más larga de lo que dan de sí cuatro portales, estaba rodeaos por importantes edificios, propios del sistema de un país. Esos edificios que no siempre tienen la oportunidad de aparecer en las guías turísticas pero que por lo general son algunas de las construcciones más hermosas y arquitectónicamente bellas de toda ciudad. Quizá no se pueda ver más que la fachada pero siempre serán una magnifica fotografía. Juliett giró a la izquierda al final de “vía Castelfidardo” y se encontró con el primero de estos pequeños diamantes que pasan desapercibidos ante los ojos ansiosos por llegar al “Coliseo” o “la Piazza Navona”. Era el “Ministeri del Bilancio e Tesoro”, o en otras palabras el ministerio de hacienda. 


Una visita poco usual en los viajes pero que siempre expone algunas de las esculturas, fachadas o acabados mas elaborados de las ciudades. En Roma, no podía ser de otra manera. La fachada de ladrillo, era simple y estaba pulcramente limpia, se agradecía no encontrar pintadas o exabruptos decorativos junto a la entrada. Quizá el sistema financiero italiano fuese algo más benévolo que en España, o quizá no. EL ministerio se elevaba tres plantas, dejando a la vista varias columnas de estilo griego en la fachada y tres grandes portones de madera se erigían sobre el suelo invitando a la gente a depositar allí su dinero. Tras esta breve visualización de la “hucha” de Roma, Juliett fue en busca de su segundo edificio. Pensó en retrasar la visita a los lugares más destacados hasta la tarde  
Rodeó el ministerio por la derecha y se acercó a echar un vistazo a la Biblioteca Nazionale Centrale di Roma.

 “Un amplio edificio que ocupaba la mayor parte de “viale del Castro Pretorio” y “viale dell´Univerzita”. La cuna de la sabiduría italiana estaba contenida en aquel edificio de corte moderno que bien podría pasar por una de las frías facultades de la Universidad Complutense de Madrid. Con más de un siglo de antigüedad y sus siete millones de textos escrito, entre los que destacan 8000 manuscritos y 25000 volúmenes del siglo XVI, la biblioteca es uno del centro neurálgico de la ciudad. Es una de las dos bibliotecas nacionales de Roma y alberga miles de estudiantes cada año que buscan abrirse paso en el camino hacia la sabiduría”. Escribió Juliett en su cuaderno. A veces le gustaba jugar a que era una de esas reporteras de la televisión que pasan u vida viajando conociendo gente de todo el mundo y abriendo los ojos del mundo a otras culturas.
Pensó en la cantidad de estudiantes que se veían inmersos en la lectura de grandes tomos didáctico que explicasen los principios básicos de la carrera escogida. Se preguntó cuántos estarían satisfechos con u elección, o cuántos habrían optado por un cambio, o cuántos seguirían buscando su camino profesional, o personal.
Entró en el edificio, dejando algunas inquisidoras miradas atrás. El edificio parecía nuevo, a pesar de su relativa antigüedad, y mostraba todas las comodidades modernas, impropia de un edificio centenario y, por otro lado, tan necesarias en la actualidad. Sus frecuentes renovaciones habían dado a aquel fondo cultural un aire tan frío, casi de hospital, que no invitaba precisamente a la lectura. Juliett decidió que para frío ya tenía su amado Londres y salió en busca del sol. 
De vuelta hacia el centro, atravesando “Castro Pretorio”, visitó el “Terme di Diocleziano” que lindaba con la “Piazza de la República”, su siguiente parada.

 “El Terme”, eran unas antiguas termas, lo que en la actualidad se llama “Spa”. Casi se podía imaginar a los antiguos romanos tomando relajantes baños, paseando sus togas y laureles por los jardines colindantes.
Aquellas termas, situadas cerca de la estación de Termini, modernismo en estado puro, reflejaban el gran contraste de la ciudad de Roma. La antigüedad mezclada, fundida, armoniosamente unida al modernismo de la era actual. La construcción del “Spa”, databa del año 300 d.c. y en su momento tuvo capacidad para más de 3000 personas. En su interior se podía encontrar el “claustro de Miguel Ángel” y un museo que se abría al público a pesar del precario estado de sus instalaciones.
La belleza de aquel lugar, calmado, silencioso, dotado de la sobriedad del paso del tiempo que erosiona la vida una vez hallada, conmovió a Juliett. Penó en la construcción de aquel lugar, hacía 100 años, quién penaría en el tiempo que durarían erectas sus columnas, quién imaginaría que tantos año después, tras retirar sus aguas termales, la gente pagaría una entrada por ver antigüedades allí expuestas que en su día no fueron más que cacharros de cocina.

La relatividad del tiempo nacía y moría en Roma, y el día acababa de empezar.
Continuó hacia la “Piazza della república”, lugar en el que si tenía suerte buscaría algún lugar donde reponer fuerzas y organizar la tarde. Había tanto que ver que no sabía por dónde empezar.