Una nueva aventura comenzaba temprano en Roma. A diferencia de la paz de
Milán en la que sólo el sonido de una cafetera rompía el silencio del amanecer,
parecía que en roma la vida despertaba sumida en medio del tumulto. Juliett
despertó en aquella habitación y comprobó que estaba sola. A veces en los
hostales se recibían visitantes durante la noche que habían aprovechado alguna
tarifa reducida de viaje y habían llegado tarde a su destino. Ese no era el
caso. Juliett miró alrededor de la oscura habitación y comprobó que nadie
dormía en ninguna de las camas. Hacía bastante calor para ser Diciembre,
posiblemente la lluvia que le dio la bienvenida el día anterior había templado
la temperatura. Se levantó y fue a la ventana. No daba a la calle sino a uno de
esos patios de luces, típicos en las casas antiguas. Siete pisos de ventanas y
contraventanas algo oxidadas se miraban de frente en aquel patio. Situado sobre
un tragaluz en el que ya se distinguían borrosas figuras que atravesaban el
vestíbulo. Con algo de dificultad Juliett consiguió divisar el cielo y comprobó
con una gran sonrisa que no había ni una sola nube que enturbiara aquella
fresca mañana. Ya se oían cafeteras anunciando café recién hecho, ollas y
sartenes preparando los desayunos, lavadores en funcionamiento, y llamados en
italiano para tomar el desayuno. Eran apenas las 7 de la mañana y todo el edificio
parecía haber despertado temprano aquel martes.
Juliett no podía contener las ganas de recorrer la ciudad. Ya que los días
de invierno tenían menos luz natural, y la idea de pasear de noche por una
ciudad más o menos desconocida estando sola no le resultaba demasiado
atractiva, Juliett quería empezar el día lo más rápidamente posible. Aún no
había penado cual sería la primera parada pero sentía que alguna señal se
presentaría en su camino en algún momento para indicarle la ruta.
El baño del hostal era enrome y tenía una ventana por la que entraba mucha
luz, y aparentemente mucho aire también. Pues con aquella decoración blanca y
la ligera brisa que se colaba por las rendijas de una ventana que había visto
muchos inviernos, aquel baño parecía el polo norte.
El hostal incluía el desayuno, y por el precio que había pagado no esperaba
que fuera precisamente un buffet. Tomó uno de los ticket que le habían dado en
la recepción el día anterior para canjear por su desayuno en el bar de al lado.
Algo extraño pensó, pero por otra parte la promesa de un café recién hecho en
cafetera de bar y no salido de una máquina que tan pronto servía chocolate como
zumo, le pareció interesante.
Oh my god! Fue lo primero que pensó al entrar en el bar. Parecía que se
encontraba en el bar Sol cerca de la plaza mayor de Madrid, donde la gente hace
cola para pedir un bocata de calamares. Por un momento pensó que se encontraba
en Madrid. Aquel lugar de paredes amarillentas y olor de frito impregnado en las
paredes era una réplica exacta de un bar de “toda la vida” de Madrid. Los únicos
invitados a tan gran emplazamiento eran, presumiblemente, los clientes asiduos
al carajillo de por las mañanas.
Al fondo del bar había unas mesas dispuestas
con dos servicios de café cada una y un cartel que leía “hostal Papaya”. Esa
era la zona de desayuno, no era exactamente un buffet pero en algo se parecía.
Cada huésped tenía que llevar su taza a la barra para pedir un café al
camarero. Todo un “self service”. Juliett pensó que no era el mejor lugar para
intentar su italiano pero no tenía nada de lo que avergonzarse por otra parte,
pensó.
“Buongiorno, Cappuccino per favore”. Consiguió decir al camarero.
“Presto signorina”, respondió el camarero. Al igual que la ventana de la habitación,
él también había visto muchos inviernos. Tenía las manos grandes y la tez
bastante arrugada. Pero su voz grave y su constante sonrisa le daban un aire
afable, de típico abuelo que todos quieren tener.
Juliett tomó su café y el bollo que estaba incluido en el desayuno. Pensó
en solicitar una fruta en lugar de un bollo pero, ni sabía decirlo, ni creía
que hubiese fruta alguna en aquel local más que las rodajas de limón para los
refrescos.
Tomó el desayuno mientras miraba su guía de Roma. Encontró en el mapa la
crucecita que indicaba su hostal y empezó a mirar lo que había alrededor. Había
tanto que ver que no sabía por dónde empezar. Así que decidió no establecer
ningún rumbo fijo durante la mañana y dejarse absorber por la ciudad.
Simplemente daría un paseo y dejaría que la ciudad la guiase.
“Grazie, arriverderci” dijo mirando al camarero al salir.
Grazie, buona giornata” Le devolvió el camarero con una simpática
reverencia de cabeza.
Bajó por la “vía Castelfidardo” en dirección a Termini. Un punto de partida
en el que situarse y emprender aquella desconocida ruta.
El hostal, a pesar de estar en una calle no más larga de lo que dan de sí
cuatro portales, estaba rodeaos por importantes edificios, propios del sistema
de un país. Esos edificios que no siempre tienen la oportunidad de aparecer en
las guías turísticas pero que por lo general son algunas de las construcciones más
hermosas y arquitectónicamente bellas de toda ciudad. Quizá no se pueda ver más
que la fachada pero siempre serán una magnifica fotografía. Juliett giró a la
izquierda al final de “vía Castelfidardo” y se encontró con el primero de estos
pequeños diamantes que pasan desapercibidos ante los ojos ansiosos por llegar
al “Coliseo” o “la Piazza Navona”. Era el “Ministeri del Bilancio e Tesoro”, o
en otras palabras el ministerio de hacienda.
Una visita poco usual en los viajes
pero que siempre expone algunas de las esculturas, fachadas o acabados mas
elaborados de las ciudades. En Roma, no podía ser de otra manera. La fachada de
ladrillo, era simple y estaba pulcramente limpia, se agradecía no encontrar
pintadas o exabruptos decorativos junto a la entrada. Quizá el sistema
financiero italiano fuese algo más benévolo que en España, o quizá no. EL
ministerio se elevaba tres plantas, dejando a la vista varias columnas de
estilo griego en la fachada y tres grandes portones de madera se erigían sobre
el suelo invitando a la gente a depositar allí su dinero. Tras esta breve visualización
de la “hucha” de Roma, Juliett fue en busca de su segundo edificio. Pensó en
retrasar la visita a los lugares más destacados hasta la tarde
Rodeó el ministerio por la derecha y se acercó a echar un vistazo a la
Biblioteca Nazionale Centrale di Roma.
“Un amplio edificio que ocupaba la mayor parte de “viale
del Castro Pretorio” y “viale dell´Univerzita”. La cuna de la sabiduría
italiana estaba contenida en aquel edificio de corte moderno que bien podría
pasar por una de las frías facultades de la Universidad Complutense de Madrid. Con
más de un siglo de antigüedad y sus siete millones de textos escrito, entre los
que destacan 8000 manuscritos y 25000 volúmenes del siglo XVI, la biblioteca es
uno del centro neurálgico de la ciudad. Es una de las dos bibliotecas
nacionales de Roma y alberga miles de estudiantes cada año que buscan abrirse
paso en el camino hacia la sabiduría”. Escribió Juliett en su cuaderno. A veces
le gustaba jugar a que era una de esas reporteras de la televisión que pasan u
vida viajando conociendo gente de todo el mundo y abriendo los ojos del mundo a
otras culturas.
Pensó en la cantidad de estudiantes que se veían inmersos en la lectura de
grandes tomos didáctico que explicasen los principios básicos de la carrera escogida.
Se preguntó cuántos estarían satisfechos con u elección, o cuántos habrían
optado por un cambio, o cuántos seguirían buscando su camino profesional, o
personal.
Entró en el edificio, dejando algunas inquisidoras miradas atrás. El
edificio parecía nuevo, a pesar de su relativa antigüedad, y mostraba todas las
comodidades modernas, impropia de un edificio centenario y, por otro lado, tan
necesarias en la actualidad. Sus frecuentes renovaciones habían dado a aquel
fondo cultural un aire tan frío, casi de hospital, que no invitaba precisamente
a la lectura. Juliett decidió que para frío ya tenía su amado Londres y salió
en busca del sol.
De vuelta hacia el centro, atravesando “Castro Pretorio”,
visitó el “Terme di Diocleziano” que lindaba con la “Piazza de la República”,
su siguiente parada.
“El Terme”, eran unas antiguas termas, lo que en la
actualidad se llama “Spa”. Casi se podía imaginar a los antiguos romanos
tomando relajantes baños, paseando sus togas y laureles por los jardines
colindantes.
Aquellas termas, situadas cerca de la estación de Termini, modernismo en
estado puro, reflejaban el gran contraste de la ciudad de Roma. La antigüedad
mezclada, fundida, armoniosamente unida al modernismo de la era actual. La
construcción del “Spa”, databa del año 300 d.c. y en su momento tuvo capacidad
para más de 3000 personas. En su interior se podía encontrar el “claustro de
Miguel Ángel” y un museo que se abría al público a pesar del precario estado de
sus instalaciones.
La belleza de aquel lugar, calmado, silencioso, dotado de la sobriedad del paso
del tiempo que erosiona la vida una vez hallada, conmovió a Juliett. Penó en la
construcción de aquel lugar, hacía 100 años, quién penaría en el tiempo que
durarían erectas sus columnas, quién imaginaría que tantos año después, tras
retirar sus aguas termales, la gente pagaría una entrada por ver antigüedades allí
expuestas que en su día no fueron más que cacharros de cocina.
La relatividad del tiempo nacía y moría en Roma, y el día acababa de
empezar.
Continuó hacia la “Piazza della república”, lugar en el que si tenía suerte
buscaría algún lugar donde reponer fuerzas y organizar la tarde. Había tanto
que ver que no sabía por dónde empezar.