Cuando era pequeña
e iba al colegio, hacíamos campañas de recogida de alimentos para los niños
pobres o mercadillos solidarios que subvencionaran algún proyecto
humanitario... o el nuevo campo de football. En mi inocencia infantil
llegaba a casa preguntando a mi madre por las cosas que podía coger de la
despensa para llevarlas al colegio. Hasta aquel acto solidario se convertía en
una competición, por llevar la caja de alimentos más grande de la clase. El
lema era "pa´solidaria yo"!. Pero en el fondo era un acto de amor y
pura creencia en que cada grano de arroz donado, cada lata, cada paquete de
lentejas llegaría a algún niño o a su familia que tenían mucha necesidad, allá
en algún lugar recóndito de África. La pobreza era algo lejano que no parecía
haber llegado a España. Pero según vas creciendo, la forma en que se ve la
pobreza cambia.
En los difíciles
tiempos que nos ha tocado vivir, ser pobre se está convirtiendo en una
desafortunada profesión. Lejos quedan las limosnas a los esporádicos acordeones
del metro, o las monedas a alguna persona que se acercaba en una terraza. Ahora
la gente pide en la calle desde por la mañana hasta por la noche, parece casi
como un trabajo de oficina con horas extra. Cada día tomo el metro a las 9 en
Iglesia y veo a una mujer intentando vender el mismo ejemplar de "La
Farola" que ha intentado dar durante meses. No importa que haga frío o
calor, ella está ahí, poniendo su mejor sonrisa, ofreciendo su periódico o un
paquete de pañuelos. Agradeciendo con genuina sinceridad algún café que le den,
o una bolsa de ropa. Tan poco lo que pide, tanta gente que pasa a diario a su
lado. Tan pocas ganancias cada día.
Y ese es,
obviamente uno de los innumerables casos que a diario se cruzan en nuestro
camino. Raro es entrar en una cafetería y no ver a un pobre muchacho a la puerta
solicitando la caridad de las vueltas del bollo de por la mañana. Montar en el
metro se ha convertido en una especie de batalla por entrar en el vagón y
amenizar a los viajeros con música o canciones. O incluso representaciones
teatrales, como pude ver en la línea 7 hace unos días de la mano de dos jóvenes
vestidos de juglares declamando versos con tal gracia que hicieron reír a todos
los pasajeros.
Y no es fácil
arrancar risas estos días.
Es algo que
tristemente forma parte de la vida diaria; la pobreza, la miseria, la vergüenza
del que pide por qué no ha tenido otro remedio y agacha la cabeza solicitando
una ayuda.
A veces tienen
suerte, a veces no.
Pero lo más
inquietante es que hasta en este entorno se está fomentando una ley de
oferta y demanda, se está creando todo un plan de marketing para conseguir una
limosna, poniendo la creatividad y el ingenio a disposición de las limosnas
potenciales.
Por ello no es
raro pasear por Callao y ver carteles escrito a mano que dicen "una
limosna para cerveza", "me apetece tomar algo, ¿me compras una birra?
Las viejas frases
solicitando ayuda en el nombre de Dios, o mencionando a la familia han quedado
atrás.
"desahucio,
crisis, empresario arruinado..." son algunos de los vestigios que esta
terrible crisis ha dejado.
Pero hay una frase
que me llamo especialmente la atención. "matrimonio ESPAÑOL pide una
ayuda", en mayúsculas. Y no fue la única. "joven español",
"mujer española" son algunas de las denominaciones que se pueden ver
en la calle, y no en anuncios de citas, sino en pequeños cartones o cartulinas
que buscan la solidaridad de los transeúntes.
Será que para
pedir limosna, la gente prefiere decir que son españoles para evitar la
confusión racial, o bien es que a los benefactores les cuesta menos dar dinero
a los naturales del país que a los extranjeros.
¿son racistas las limosnas?