miércoles, 23 de abril de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 3a parte

Desde Santa María La Maggiore continuó por Vía Torino hasta Vía XX de Setembre. Una calle comercial repleta de bolsas de colores cargadas de regalos y compras arrastradas por turistas desorientados que caminaban cegados por las luces de los escaparates.  Llena de pequeñas tiendas no más grandes que un armario de cocina donde liberaban móviles, vendían postales, alquilaban bicicletas y otro sinfín de servicios y productos para satisfacer al turista más exigente, o al más despistado que olvido su cargador, las pilas, la batería de algún aparato electrónico sin el que, como ya sabemos, no se puede vivir.
Aquella calle no presentaba ninguna señal que indicara o te hiciera sentir que estabas en Roma. Bien podría ser la Gran vía en Madrid, Las Ramblas en Barcelona o Bond Street en Londres. Era como todas las grandes avenidas turísticas; el tráfico incesante de coches desesperados por llegar a su destino, el armonioso desfile de compradores con dinero pegado al cuerpo mirando los precios en cada lugar para no ser engañados, o al menos no demasiado; las tiendas de falsificaciones; no había rastro de Roma, ni una huella que indicase estar en la cuna del arte, en una ciudad clave de la historia, en la convergencia de la arquitectura y la pintura. Si una persona busca un viaje en el que admirar monumentos que no podría ver en la ciudad de origen, no debe desperdiciar el tiempo. Por ello Juliett nunca recorría las calles dedicadas a las compras a menos que, como frecuentemente pasaba, se despistara del rumbo habitual. Las tiendas globalizadas y uniformadas se odian encontrar en cualquier ciudad ofreciendo básicamente lo mismo en cada ciudad en la que abrieran sus puertas con una divisa diferente. Pero Juliett buscaba algo más. Quería ver la Roma del arte, de la historia. Tendría que sacar el mapa. Pero justo mientras rebuscaba entre paquetes de cigarrillos, chicles y tickets de café en su bolso, levantó la vista y encontró el camino.

Allí en un pequeño tablón de madera antiguo que bien podría indicar "lechería" o algo parecido en algún pueblo toscano, se leía "Fontana di Trevi". Sujeto con un simple clavo en el lateral de un edificio antiguo que parecía haber sido invadido por los árabes debido a la cantidad de tiendas para liberar móviles, para comprar kebabs y demás artículos "típicamente romanos". Era como sí aquel pequeño trozo de madera se hubiera clavado siglos atrás, y por tradición o ternura nadie hubiese intentado quitarlo. Aquel pequeño tablón había aguantado el paso de los años estoicamente abriendo la puerta de nuevo al maravilloso arte que bañaba la ciudad de Roma.
Siguió la vaga indicación que la llevaba por estrechas calles de suelo empedrado. Esbozó una sonrisa al ver a alguna de las turistas, presumiblemente milanesa, intentando hacer el mismo recorrido clavando sus "stilettos" en el asfalto.

Las callejuelas eran estrechas y apenas había espacio para dos personas pasando al mismo tiempo, serpenteaban sinuosas e insinuantes.
Llevaban al viajero por un pequeño laberinto de fachadas pintadas en tono pastel filtrando delicadamente a cada paso la frescura de la fuente.  

Lo cierto es que aquel camino le resultaba desconocido a pesar de aquella visita años atrás en su viaje de fin de curso. Era una ruta nueva o diferente quizás, quizá era el camino más secreto o el menos transitado. Un estrecho pasaje que escondía una gran sorpresa al final. No vio ninguna otra indicación durante los pocos cientos de metros que separaban Vía Torino de la fontana, pero no hizo falta. El rumor del agua se hacía más fuerte, el aroma del agua fresca con toques de cloro, necesario en semejantes circunstancias, y el rumor de la gente expectante se dejaba oír con más claridad según se avanzaba.  



Al fin llegó. Era como encontrar un oasis en el desierto, un bar al final de una cuesta en agosto, un cigarrillo después de...un café. Era como una puerta hacia la mitología. Escondida, resguardada entre los muros de aquellos edificios, esperaba aquella pequeña maravilla. Sorprendía que la fuente fuese un monumento tan magnífico y reposase en el medio de una pequeña plaza en medio de la ciudad. Tan pequeña de hecho, que bien podría ser una corrala de algún barrio castizo. Las paredes amarilleaban por el paso de los años, y sujetaban sus barandas de forja ennegrecida rebosantes de flores. Las tiendas de souvenirs lucían sus mejores tesoros en grandes cajas expuestas al sol. Los turistas curioseaban, llegando desde los diferentes callejones y mostrando su admiración y sorpresa al llegar a aquel pequeño oasis. El murmullo crecía junto a la fuente, sólo interrumpido por el repiqueteo de las monedas hundiéndose en la fuente portando deseos de amor y fortuna. El agua era azul cristalina, dejando ver las monedas esparcidas en suelo, pequeñas piezas de cobre cargadas de sueños y esperanzas.
Juliett observó desde una esquina, la magnífica confluencia de los incisivos rayos del sol del medio día sobre las aguas turquesas. Las sonrisas de los viajantes se mezclaban con los besos de los amamante. Los deseos se aferraban a cada moneda lazada, los sueños se dejaban volar por algunos segundos. Mirando su guía, Juliett descubrió que aquella fuente decoraba una de las paredes del Palacio de Poti, que posiblemente pasaba desapercibido a pesar de su magnitud, al compartir escenario con algo tan reconocido como la Fontana. Ésta obra de la escuela de Bernini representa una escena marítima entre Neptuno y las aguas del mar, representadas con las formas de dos caballitos de mar, uno dócil y otro más embravecido, como el mismo mar.
Una obra de arte, que no parece estar tallada a partir de un gran bloque de piedra. Parece casi imposible encontrar esculturas de semejante belleza y trabajo artesano en un mundo en el que el diseño minimalista y contemporáneo han tomado posesión de la mente y el bolsillo de muchos.

“no tiraré una moneda, pues eres un deseo constante. No necesito de tradiciones turísticas para desearte. No giraré la espalda a la fuente, por si acaso te pierdo y no vuelto a verte”.


Juliett guardó su cámara y su pequeño cuaderno, y siguió su camino hacia el siguiente tesoro escondido. ¿dónde la llevarían sus desorientados pasos?  
Dejó atrás aquel paraje inmortalizado por Fellini, preguntándose cuántos de aquellos beos de amor perdurarían en el tiempo. Cuántos de aquellos sobrevivirían a la distancia, a los años, a los problemas y malentendidos que rompen las parejas a diario. Y se preguntó si alguno de esos besos, como el que grabó Fellini, sería protagonizado por ella.