La ventaja de moverse por una zona turística
era poder disfrutar de comida, bebida y compras las 24 horas del día. Su
intención era volver a la “Piazza della República”, hacer una pequeña parada y
continuar su recorrido después de reponer fuerzas con una buena taza de café.
Apenas eran las 10 de la mañana y la ciudad había despertado completamente. Las
calles habían sido limpiadas temprano y conservaban algo de gélida y fresca
humedad. Se sentó en un banco frente a la cafetería donde le sirvieron uno de
los mejores cafés que había probado en mucho tiempo. Y sorprendentemente era
del McDonald. Bendita globalización, pensó esbozando una sonrisa. Se sentó con
el café a un lado y encendió un cigarrillo. Sacó su cuaderno y anotó los
lugares que había visto aquella mañana. No confiaba en que la memoria le
ayudase a recordar tantos nombres, historia, datos… Tanta información no debía
perderse en el abismo del olvido. Quería recordar cada instante, pues algún día
leería esas notas y contaría su historia. Y recordaría sus viajes, las calles,
las vistas, los olores. Se imaginó una pequeña mesa de madera junto a la
ventana por la que entraría la luz de una mañana de primavera. Y allí
sombreadas por las inconexas figuras de las plantas asentadas en el alfeizar,
descansarían sus notas, sus fotos sepias, su taza de humeante café que le
abriría la puerta a la consciencia cada día.
La “Piazza de la república” fue construida como símbolo
de la transición entre la Roma clásica y la moderna. Su diseño sigue la línea
de una exedra y se asienta sobre un antiguo complejo termal, como tantos otros
en Roma. La plaza está presidida por la fuente de las Náyades, Fontana delle Naiadi,
que fue motivo de controversia en su inauguración por lo que tuvo que cubrirse.
Le recordó a la fuente de Cupido en “Picadilly Circus” en Londres, un lugar de
encuentro para muchos del que se dice que induce al amor a aquellos que se
encuentran en la perspectiva de dicho ser mitológico. Cuantas historias, mitos
y leyendas se esconden entre los muros de una ciudad antigua.
Juliett se sintió fascinada por los colores de aquella
pequeña plaza, quizá también pasase desapercibida al ajetreado turista cuya única
intención era conseguir un par de instantáneas junto al Coliseo. Esa era la
ventaja de pasear sin rumbo, el poder descubrir los secretos de una ciudad,
esos “pies de página” de las guías de viaje que se hacen pequeños huecos entre
fotografías y leyendas de los sitios más típicos de cualquier lugar.
Las fachadas no parecían notar el paso del tiempo como
tantas otras en Roma que mostraban su tez marcada por los años, las risas y las
penas.
Un pequeño puesto callejero, ojo avizor de turistas
sedientos de algo caliente. Anunciaba sus cafés y chocolates en busca de nuevos
compradores.
Juliett tomó un café, que resultó ser mejor de lo que
cabría esperar de una cafetería asentada sobre unas ruedas no más grandes que
las de una bicicleta. Solía pagar poco por los alojamientos, pero el café se
llevaba siempre la mayor parte del presupuesto.
Unas fotos más, de esas que a veces apetece sacar en
color sepia, sólo pensando en lo bonitas que lucirían en un pequeño marco sobre
la mesita del salón. Un recuerdo pigmentado, una memoria dorada.
Se dejó llevar por aquella calidez que sorprendió a los
transeúntes que cargaban sus abrigos de Diciembre en la mano en ese sol tan
inesperado. Bajó por Vía Torino y admirar los impresionantes mosaicos de Santa
María Maggiore, una de las cuatro basílicas patriarcales que eran consideradas
como punto de peregrinación y culto por su especial conexión y simbolismo
religioso. Su fachada del siglo XVIII, su cúpula piramidal, siendo la más alta
de Roma, su vasto interior barroco, los mosaicos decorativos…. Juliett pensó en
la magnificencia de las construcciones antiguas y el decaimiento de la era
moderna. Sí que es cierto que muchos de los nuevos edificios, como las “torres
de Plaza de Castilla” en Madrid, los rascacielos de Londres o Nueva York, o los
grandes complejos vacacionales e instalaciones deportivas de todo el mundo
representan la innovación y la tecnología más puntera de la era moderna, pero
aún así, viendo aquellas maravillosas edificaciones que se habían conservado
durante siglos casi en perfecto estado y habían sido construidas con los
mínimos medios, Juliett pensó en la grandeza y laboriosidad de las mismas.
Siempre se había sentido atraída por las antiguas
construcciones, por la arquitectura griega o la romana, por la relativa imposibilidad
de montaje y alzamiento de las mismas, por el trabajo que escondían tras sus
columnas. Juliett pensó en la facilidad con que en la actualidad se podía
conseguir cualquier cosa, en un mundo donde sólo uno mismo ponía los límites,
donde sólo la mente podía poner trabas a la realización de los sueños. Juliett
pensó en sí misma.
Allí frente a uno de los más hermosos mosaicos del ábside,
de Jacopo Torriti, Juliett pensó en sus propios límites. Allí estaba, en una de
las ciudades más hermosas del Mundo, punto de peregrinación de miles de
ansiosos turistas cada año que buscan el arte en su más pura expresión, en la
cuna de la cultura donde se asientan muchas de las bases de la cultura
occidental, Y estaba sola. Nada podría detenerla, no había límites, sólo ella
misma. Ante un largo camino por recuperarse, por derribar barreras, por encontrar
su sitio en el mundo y ser quien siempre quiso ser.
Pues depende de uno mismo llegar a la meta en esta
obstaculizada carrera que es la vida.