jueves, 24 de abril de 2014

Los viajes de Juliett, Roma 4a parte

La luz del mediodía que intentaba iluminar los callejones, descubrió otra de las Vías que salían de la Piazza di Trevi y a su vez, le daban el nombre que ostentaba.
Continuó por Vía delle Muratte en dirección a Vía del Corso que, si no estaba equivocada, la llevaría hasta la Piazza della Rotonda hogar del famoso Panteón.

Atravesó Vía delle Muratte, sorteando decenas de turistas agolpados frente a los puestos callejeros. Pequeños tenderetes repletos de fotografías y pinturas típicas de Roma que lucían tan artísticas como hubiesen salido de la imaginación del pintor pocos minutos antes, y no de alguna máquina fotocopiadora. Imágenes de los lugares más reconocibles, todos esos que Juliett aún no había visto y ansiaba por conocer. Era como un mapa en el que no hacían falta palabras que plasmaran la belleza, el encanto y el arte de cada pintura.
Dejando atrás las tiendas de limoncello, objetos de madera “hechos a mano” y pequeñas maquetas de La Fontana, Juliett llegó a la Vía del Corso. 

Una de las arterías principales de Roma, donde gastar indecentes cantidades de dinero en sus numerosas tiendas. Sorprende en esta calle uno de los palacios de Roma reconvertido en una tienda de la marca Zara. Un lujoso emplazamiento en medio de la ciudad con una exquisita arquitectura y cuatro hermosas fachadas destacadas por la pureza y de sus blancos decorados y sus juegos de luces. Una situación privilegiada que no dejaba de decepcionar ligeramente al ver que en lugar de albergar lujosos salones de baile, lámparas de cristal y ventanales con vidrieras, sólo guardaba una tienda de moda. Las tiendas no parecían cerrar para almorzar como solía pasar en España, donde las pequeñas tiendas echaban el cierre un par de horas al medio día para comer y echar la siesta. En Roma, igual que en Milán, las tiendas parecían estar abiertas siempre.

Tras pocos pasos tomó la Vía del Seminario. Un gran nombre para una calle pequeña.  Pero como se suele decir las mejores esencias se guardan en frascos pequeños. Aquella calle era lo que cualquier turista que viniese de una gran ciudad podría esperar de roma. Una sucesión de fachadas de oscurecidos tonos pastel y pequeños balcones. Ventanas viertas dejando escapar el fragante aroma de un guiso, blancos visillos ondeando con la fresca brisa; portones de madera rechinando achacosos. Cada tienda, cada pequeño local parecía ser el fondo de una postal. Una puerta de madera dividida, con la parte superior abierta vestida con una cortina blanca tan fina que dejaba atisbar el interior de alguna “ostería” o taller de reparaciones; guardada por maceteros de terracota llenos de margaritas que aún no habían sido pasto del frío.

Edificios de piedra, resplandecían bajo el sol dando cabida a todo tipo de comercios con anuncios y carteles tan discretos que se fundían en el conjunto. Un supermercado se escondía en la planta baja de un edificio, como si hubiera sido cavado en una cueva y en lugar de estanterías de metal, sólo dispusiera de estantes de madera clavados artesanalmente y fanegas de verduras. Todo gozaba del encanto artístico de la roma medieval, destacando la simplicidad de otros tiempos. Quizá tras el mostrador la esperaba una mujer ataviada con falda larga sobre enaguas, con pelo recogido y cofia blanca. Juliett se sintió con ganas de hacer una incursión en una tienda local, compraría algo en el súper. No era lo mismo que entrar en las típicas tiendas de regalos donde los vendedores parecían tener incorporado un reconocedor de voz con el que adivinar en qué idioma tenían que regatear con el cliente, un supermercado era otra historia. Allí la cajera o el pescadero no se preocuparían de hacerse entender y ello dificultaría la conversación. Pero a pesar de la rústica apariencia de la fachada, el supermercado no era más que otro autoservicio disfrazado donde con dos palabras en el idioma indicado es suficiente para hacer la compra.
Un vistazo a la comida típica. Juliett siempre penaba que comprar productos gastronómicos en las tiendas de regalos, o aquellas que se agolpaban junto a monumentos o atracciones turísticas era un error. Pues esos productos expuestos no eran más que derivados de los que realmente se podían degustar en una casa italiana, en ese caso. Por ello siempre resultaba más fiable comprar buenos productos en un súper. Allí se podía elegir la calidad, cantidad y precio y sentirse un poco más segura en cuanto a la fiabilidad de dichos productos ya que si estaban a disposición de los lugareños sería por algo. Recorrer los pasillos del súper resultó igual de interesante que recorrer alguna de las callejuelas que la habían llevado hasta allí.
Filas enteras de paquetes de pasta de todos los tipos y granos, aunque nunca de colores, a diferencia de esas vistosas creaciones destinadas a los extranjeros que gastan 10 euros en unos macarrones tan grandes como cubrir la olla en la que se cocinan.


Cientos de cafés diferentes y todo tipo de complementos para éstos. Cacaos, canelas, azucares, y otros endulzantes que harían las delicias de los paladares más selectos que degustasen un buen tiramisú; un inmenso expositor de quesos envueltos en pequeñas porciones con delicado celofán; vistosos mostradores de carnes y pescados frescos y una amplia variedad de zumos y refrescos de todos los sabores inimaginables completaban la oferta gastronómica. Sin olvidar las hordas de diferentes aceites y aliños para culminar las recetas de pasta y ensaladas. 
 




Juliett compró unas manzanas y una selección de dulces, que a todos agradan, y dejar solucionados los regalos de los amigos y familiares que nunca esperan nada pero que se sentirían molestos si no recibieran un “Panettone” o una botellita de “limoncello”.

-      “Buon Jorno”
-      “Buon Jorno”
Bip, bip, bip, bip…. Clamaban los productos al deslizarse por el láser.
-      “ venti euro e cinquanta”
-      “Gracie”
Fin de la conversación en italiano. Pocas palabras para una persona, pero un gran éxito para una extranjera.

A punto de darle el primer bocado a la jugosa manzana roja, recién salida de la película de “Blancanieves”, Juliett vio su siguiente punto de admiración; el Panteón.



 La afluencia de gente era imparable anquen dada la hora del almuerzo, seguramente empezaría a decaer por lo que aquel momento parecía propicio para tomar un descanso, sentarse en la plaza bajo el sol y mezclarse entre los turistas y los “come pipas” mientras comía su manzana y echaba un vistazo a la guía en busca de información sobre aquel magnífico monumento.
Conservando ese estilo sorpresa de Roma, La Piazza de La rotonda, que obtiene su nombre de la forma en que popularmente se conoce el Panteón, Aguardaba inmersa en el bullicio y el urbanismo de Roma, con la paciencia que su antigüedad y posición le permitían. Hogar de una de las mayores obras de arte de Roma. 

La plaza es además un punto de encuentro, no sólo de personas, sino de disciplinas artística. Sentada en los escalones que rodeaban el “obelisco” de la plaza, Juliett observó la convergencia de culturas que se filtraba a través de los diferentes caminos que convergían en aquella plaza. Hordas de turistas con su cámara al cuello; amigos encontrándose en la fuente como los madrileños se encuentran en “el oso” se la Puerta del Sol; parejas almorzando en pequeñas mesitas cubiertas de manteles a cuadros rojos y blancos. Otra pintoresca imagen digna de varias fotografías. Artistas callejeros hacían sus mejores trucos para atraer esas monedas sueltas que siempre quedan el bolsillo. Funambulescas, cantantes con laúdes vestidos de época, un violinista amenizando el almuerzo de la clase pudiente en aquellos pequeños restaurantes que delineaban la plaza,…. Numerosas expresiones artísticas que no dejaban de atrapara la atención de cualquier transeúnte.
Juliett termino su fruta y encendió el cigarrillo correspondiente mientras ojeaba su guía.
Recordaba algunos detalles del Panteón, pero tan vagos que apena podía imaginar cómo sería por dentro. Aquella hermosa edificación del antiguo imperio Romano era un símbolo de la avanzada arquitectura que los romanos desarrollaron minimizando el tiempo de construcción y asegurando la supervivencia de sus edificios, pues a pesar de sus siglos de edad y las inclemencias del tiempo y de la mano humana, el Panteón conservaba prácticamente el mismo aspecto que justo después de su construcción. Sus columnas daban la bienvenida a una sala abovedada que ostentaba el título de ser la más grande hecha en hormigón, superando incluso a la cúpula de la catedral de San Pedro. Cómo u nombre de origen griego indicaba, estaba dedicado a los dioses y supuso uno de los centros neurálgicos de la antigua Roma donde los magistrados y personalidades de la ciudad se reunían a diario para tratar temas políticos. Llegó a ser tal la afluencia de gente en el Panteón que a pesar de tener una cúpula con un  “óculo” abierto, ni la lluvia llegaba a filtrarse por el efecto de la humedad producida por tanta gente junta.


La cúpula había sido objeto de estudio de muchos arquitectos durante años, deseosos de averiguar la ingeniería escondida tras esos muros que permitía a una cúpula de semejante envergadura mantenerse intacta. Los suelos de mármol, las imágenes representadas y las columnas del interior completaban aquella nueva fotografía.
Juliett se abrió paso lentamente a través de los turistas que siempre caminaban tan lentamente que parecían hacer cola en lugar de pasear. El Panteón no decepcionaba. Parecía haber sido construido pocos meses atrás. Los suelos brillantes, las columnas relucientes, la clara y delicada luz que el óculo dejaba entrar,   la perfección de la cúpula, las ventanas que formaban su base, era la perfecta combinación de ingeniería y diseño. Otro claro ejemplo de la grandiosidad y elegancia de las obras romanas.
Sin mucho más que ver en el interior, Juliett recorrió la fachada. Sacó otra manzana y emprendió el camino hacia el siguiente lugar, aún por decidir.