martes, 12 de noviembre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma, (6a parte)

La ruta turística había terminado y sólo podía pensar en llenar el estómago con algún delicioso majar italiano. Era curioso como algo que parece tan habitual en el país de uno puede ser una exquisitez en otro. Cuan diferentes son por ejemplo las pizzas que se piden por teléfono en España cuando no se tiene ninguna gana de preparara cena, o cuando se van a recibir invitados y tememos incendiar la casa al intentar desflorar la cocina. Pero en Roma esa pizza ocupaba otra posición en la escala gastronómica. El simple acto de pronunciar los ingredientes en italiano hace que empieces a salivar nada más pedir tu plato al camarero.
Volvió a la plaza del Duomo, que brillaba casi con luz propia con su inmaculada fachada sobre las sombras de la ciudad. Sólo se guiaba por las luces de los escaparates, que aún estando las tiendas cerradas, seguían manteniendo la iluminación para captar la atención de los últimos transeúntes.
Se acercó al café que controlaba la plaza desde el ala norte. Encontró un pequeño café con terraza y lámparas de calor en el que la gente seguía disfrutando de sus copas de vino que parecían no faltar nunca en la mesa. En algunas mesas ya se podían disfrutar de los aperitivos vespertinos, mientras que en otras humeaban los capuchinos.
Juliett se sentó en una de las mesas con mantel blanco alineadas frente a la plaza, una inmejorable vista del centro histórico de la ciudad y un café exquisitamente caro. Sabía que no pegaba demasiado en medio de aquella pomposa elegancia milanesa, pero se sentía tan satisfechas del día que no pensaba en si la gente la miraba. Los demás pasaban desapercibidos. Estaba sentada en uno de los lugares más bonitos del mundo, contemplando el sobrio anochecer que arrastraba a los milaneses a disfrutar de sus tan conocido aperitivos; a los turistas les empujaba al McDonald´s y a los de espíritu libre, como ella, a tomar un café y ver a la gente. Se sentó en el Bar Duomo, sabía que tomarse un café allí le costaría más que una noche de hostal pero el lugar y la vista eran inmejorables. La pequeña terraza de aquel café estaba decorada con exquisito gusto y era casi reconfortante poder disfrutar una mesa elegante aunque sólo fuera para tomar un café. Quizá se atrevería a pedir algo de comer y darse el capricho del día. Las mesitas de la terraza eran redondas, y las sillas de estilo francés. Había flores frescas y bien cortadas sobre cada mesa, y los camareros se esforzaban por cuidar hasta el más mínimo detalle.
 A pesar de sus intentos por hablar italiano, se sentía más cómoda hablando en Inglés, y todos los camareros, dependiente y peatones sabían defenderse en la lengua anglosajona. Sentía que los pies le palpitaban, había caminado mucho, tanto que casi no sentía n hambre. No se había sentido sola, no había pensado en nada ni en nadie. Parecía que por fin había conseguido evadirse y disfrutar de nuevo de la vida. Había hecho ese viaje para recuperar la alegría que un constante recuerdo le había robado. Pero toda moneda tiene una cruz. Allí sentada frente a una de las catedrales más bonitas del mundo, mientras removía cuidadosamente la espuma de su café, se quedó prendada de sus recuerdos de nuevo. A pesar de lo positivos sentimientos que le habían invadido todo el día, el simple hecho de ver a las parejas caminar de la mano, el brillo en los ojos de una mujer que comparte su plato con su marido, o la contemplación de una familia que disfrutaba de su cena en alguna mesa próxima, le hizo pensar en alguien. En esa persona que había decidido enterrar. Y por primera vez se sintió sola.
El café estaba lleno. El murmullo de los italianos se mezclaba con el tintineo de copas de champán, con el susurro de de la palomas que emprendían la retirada a los tejados, y el rumor de la noche milanesa que había sumido la plaza en una secreta oscuridad.
No quedaba ni una mesa libre en la terraza. La mayoría ocupadas por parejas que tomaban el aperitivo, pero también había algunas en las que algún solitario tomaba apuntes en una libreta, o miraba de soslayo a la gente que pasaba cerca. Siempre era agradable ver a otras personas solitarias cerca y no entirse como el centro de todas las miradas por ser la única persona que no tenía compañía. Un sorbo de capuchino fue todo lo que necesito para volver a la realidad, en la tierra donde tomar un café es más un ritual que una necesidad matutina, el sabor del exquisito tueste, la cremosidad de la leche fresca y la caricia del chocolate le devolvió a un pensamiento mucho más agradable. El confort de las pequeñas cosas que siempre consiguen hacerte feliz.
Tomó su libreta para anotar los últimos pasos que había dado por la ciudad, para no olvidar ningún detalle de la visita.
Según escribía, levantaba la vista para observar a la gente que pasaba. Algunas personas caminaban solas, escuchando música quizá o pretendiendo escribir en el móvil; algunas iban de la mano, agarrándose con firmeza y otras, con lo hacían con dedos lánguidos. Muchos miraban a las terrazas de los cafés, envidiando inevitablemente a los que descorchaban botellas de champán.
Entre notas y sorbitos de café, no se dio cuenta de la sonrisa que la contemplaba desde la mesa de  al lado. Un chico se había sentado en la única mesa que quedaba libre y la miraba con cierto descaro. Se dio cuenta al alar la vista en busca de nuevos protagonistas de sus escritos. Pensó que esa era la típica forma que los italianos tenían de entablar conversación con alguien, mirar casi fijamente hasta ponerte nerviosa y atacar como el depredador atapa a su presa. Era atractivo y no pudo evitar pensar en tener una pequeña aventurilla extrajera al más puro estilo de Danielle Steel. Un ratito de miradas furtivas fue todo lo que le hizo falta a aquel joven para plantear la clásica pregunta de si tenía fuego. Manida, pero igualmente efectiva. Le había hablado en inglés, lo cual agradeció. Pues el era claramente extranjero y podría hacerse pasar por inglesa fría si no le gustaba o bien, por española simpática si el chico merecía la pena.
-      Claro-dijo ella. Y le pasó el encendedor que alguien especial le había regalado, pensando que quizá no debería dejar aquel pequeño recuerdo en unas manos extrañas.
-      -gracias- contesto mirándola a los ojos.- ¿eres escritora?
-      Bueno, es más una afición que otra cosa. Estoy escribiendo sobre los lugares que visito y quizá algún día…
-      Les apetece algo más señores…- interrumpió el camarero que estaba ansioso por servir algo más que café en aquellas mesas que podrían ser ocupadas por alguna pareja con clase que pidiera litros de vino.
-      No gracias- dijeron casi al tiempo.
Conversaron un buen rato, al parecer él también estaba de paso por Milán hasta el día siguiente en el que volvería a Florencia. Estaba recorriendo el mundo, de una forma más sofisticada que Juliett según mostraba su elegante traje oscuro. Pero no parecía alguien pretencioso, o al menos no parecía tener los típicos prejuicios de persona adinerada que no se mezcla con gente del mismo estilo de vida.
Juliett llevaba sus pantalones color granate un jersey verde adornado con todos sus collares de la suerte y su abrigo “patchwork” que había comprado en Londres hacía algún tiempo. No era el atuendo típico milanés, pero era el perfecto disfraz que le hacía sentirse como una escritora.
La conversación fluía según avanzaban hacia la noche. Hora de cenar.
-      ¿Te apetecería ir a cenar a algún sitio?- preguntó Marcello. No podía tener otro nombre, parecía una escena de la película “bajo el sol de la Toscana. Y vivía en Florencia. La imaginación de Juliett se disparó y casi sintió el impulso de ponerse  a escribir con avidez en su cuaderno. Él sería el personaje del siguiente capítulo.
-      Estaría bien. ¿conoces algún lugar por aquí?
-      No muchos, pero ha un bar que se llama Obika cerca de aquí con el mejor aperitivo de Milán.
El aperitivo en Milán era la equivalencia italiana a las tapas españolas. Por 10 euros podías pedir una bebida y disfrutar de una amplia y variada gama de aperitivos que iban desde la pasta a los canapés, de los que te podías servir tantas veces como quisieras.
Una de esas costumbres que serían imposibles de tener en España, pues a la primera copa, los aperitivos se acabarían a manos de los más ansiosos.


Se encaminaron hacia el bar comentando las experiencias vividas en el tiempo que ambos llevaban en Milán. La noche se presentaba más interesante de lo que ella habría esperado cuando pensaba en comprar algo de comer en un supermercado para cenar. No sabía donde acabaría, pero por ahora sólo podía pensar en tomarse un vaso de vino como los que llevaba viendo desde por la mañana. Lo que viniese después ya se vería. Aún quedaba mucho viaje.