sábado, 30 de noviembre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma, 9a parte

Salió dispuesta a vivir otro excelente día. Estaba disfrutando cada detalle que la ciudad le brindaba. Esas pequeñas sensaciones que reconfortan a una persona que se siente perdida y busca desesperadamente algo a lo que agarrarse para no caerse. Necesitaba recuperar la ilusión y estaba en el buen camino. Una escapada en solitario había sido la mejor idea que había tenido en mucho tiempo y estaba segura de que le ayudaría a recoger los pedacitos de su corazón y volver a pegarlos. Pero aún no tenía suficiente pegamento para hacerlo, pero todo llegaría. La verdad es que no había pensado siquiera cual sería su ruta, tenía la guía en el bolso pero no la había abierto. Tenía idea de los museos que podía visitar y algunos lugares que parecían interesantes, pero no les quitaría el encanto de ser descubiertos por mirar en su guía. Quería descubrirlos por sí misma. Comenzó bajando por la vía Mario Pagano hasta cruzarse con Corso que la conduciría a la Iglesia de Santa María delle gracie. Un templo de curiosa fachada, ya que parecía estar formado por dos edificios diferentes y de estilos dispares. A pesar del desgaste de los años habían ejercido sobre sus muros, aún conservaba la opulencia y majestuosidad de cualquier edificio religioso, que nunca son el reflejo de la sociedad en la que se construyen al gozar de una abundancia y riquezas que nada tienen que ver con las penurias del pueblo. A pesar de ello, las iglesias son siempre una apuesta segura en cualquier viaje. Monumentos de obligada visita para observar algunas de las obras de mayor reconocimiento artístico. Como “la Última cena”, albergada en Santa María delle Grazie. Su observación se limitaba a los precavidos turistas que reservaban con antelación y que estaban dispuestos a pagar por hacerlo. Juliett pensó que tras la decepción de “La Mona Lisa” en París, no pagaría de nuevo por ver un cuadro a tres metros de distancia rodeada de gente. Pero entrar merecía la pena ver el contraste arquitectónico de la cúpula de Bramante, la pomposidad y exagerada decoración de su nave principal, las capillas de Madonna y Santa Corona,… Juliett pasó con sigilo y cautela a la capilla. A pesar de su falta de creencias, siempre se mostraba muy respetuosa en las iglesias. Se sentó en uno de los bancos al fondo, como en las bodas de alguien a quien no conoces demasiado y donde no quieres destacar. Miró a las pocas personas que había en la iglesia. Algún turista despistado que no sabía por dónde seguir, otros, decepcionados por no poder ver “La Última cena”, y algunas personas que habían decidido empezar su día dedicando unos momentos a la oración. Una mujer se aferraba a lo que parecía un rosario entre sus manos. Sus cabellos estaban cubiertos por una mantilla de fino encaje y estaba arrodillada frente al altar. Parecía estar tan concentrada en sus plegarías que no advertía el ligero tumulto de los curiosos merodeando alrededor. Un hombre entró en el confesionario con aspecto afligido, cargando, posiblemente, el peso de algún pecado obre su conciencia. Una joven madre instaba a su hijo a la oración en un banco cercano. Una monja de solemne hábito, encendía velas en un lamparario. Parecía una Iglesia sencilla por fuera pero repleta de ornamentos en el interior. Juliett repaso durante unos segundos la decoración del lugar, parecía un inmenso árbol de navidad. Lleno de detalles dispuestos sin demasiado orden pero que conseguían formar un todo equilibrado. El hombre salió del confesionario a los pocos segundos, con una triunfante expresión. Había aliviado su conciencia y se disponía a continuar con su vida de pequeñas infracciones. Juliett sonrió ante las paradojas del lugar.

La fe de una mujer que reza y deposita su absoluta confianza en su reclamo en busca de ayuda y consuelo. La liberación moral de un hombre que no podía soportar el peso de sus actos. La madre obligando a un niño a rezar mientras este sólo imaginaba la forma de jugar con alguno de los elementos colocados en el altar. Sería fácil encontrar la fe y mantenerla, sería de ayuda para enfrentarse a los problemas de la cotidianidad, sería un impulso a seguir adelante y no perder la esperanza. Juliett había perdido su fe  no había vuelto a buscarla pero en cierto modo se sentía orgullosa de aquellos que sí la tenían y la practicaban con devoción. Por ahora seguiría su camino in pararse a penar en esa fe perdida. Había mucho más que ver. Tomó la conocida vía Corso Magenta, flanqueada por los “Pallazi”. Una zona popular de Milán, muy transitada y bulliciosa que también despertaba temprano. Las terrazas resguardaban a los turistas bajo sus lámparas térmicas y les acomodaban mientras degustaban sus cafés. La gente en Milán no bebía café, lo saboreaba. Llegó a Vía Carducci para seguir dirección al suroeste y visitar el Museo della scienzia e della tecnología” casa de más de 10000 objetos y curiosidades varias, que albergaba unos preciosos jardines en su interior. Parecía ser día de colegios en el museo, y se podían oír los gritos de profesoras y chiquillos desde el final de la calle, lo cual hizo a Juliett penar si debería entrar o correría el peligro de ser arrollada por algún grupo de escolares. Pero sabía que agradecería la visita a esos jardines y decidió entrar a verlos. Como suponía el exceso de niños en aquel lugar no hizo precisamente las delicias de Juliett, pero la belleza del edificio, el patio, el taller del relojero y algunas de sus curiosidades le hicieron disfrutar de la visita.  
No había reparado en que era la hora de comer y en apenas unas horas tenía que encontrarse con una amiga, o al menos eso esperaba ya que su último contacto había sido hacía algunos días y aún no habían hablado por teléfono. Por ello debía aprovechar esas horas al máximo. Decidió quedarse por la zona del suroeste y visitar algunas de sus basílicas y continuar hacia el centro después de comer. Buscaría un bonito lugar donde observar a la gente y tomar algunas notas para poder recordar los lugares que estaba viendo. Encontró uno de esos restaurantes familiares que tanto le gustaban y decidió que sus piernas no aguantaban más como para seguir caminando. Estaba en una pequeña plaza que parecía más el patio de luces de una gran casa que una plaza pública. A pesar de sr un lugar pequeño, estaba lleno de gente y su trasiego amenizaba la comida. Tomó un plato variado que el que escribiera el menú se tomó la licencia de llamar “lo mejor de Italia”. Plato diseñado para turistas. Mozzarella, pasta, salami, un poco de todo. Juliett pidió que le cambiaran el salami o le aconsejaran algo sin carne. No sabía si era por haberlo pedido en inglés o por su solicitud, pero se ganó una expresión de desaprobación del camarero. Estaba en el país del salami y el prosciutto, claro que fue por la petición de eliminar la carne del plato. Acompaño el plato con un buen vaso de vino tinto, no se podía comer en Milán sin tomar una copa de vino con la comida o un expreso para finalizar. El sol calentaba quizá con excesiva fuerza para aquella época, y brillaba tanto que era casi imposible pasear sin gafas de sol o cubrirse los ojos si las habías olvidado en casa. Disfrutó unos minutos de su café y de la seductora sensación del vino. El efecto de la gente caminando era casi hipnótico. Cuantas historias, cuantos amores y desamores, cuántas vidas estaban pasando ante sus ojos. Persona que avanzaban en su rutina ajenas a unos ojos curiosos que las observaban. La realidad se enfrentaba con la ficción somnolienta de la ociosidad.


Salió dispuesta a vivir otro excelente día. Estaba disfrutando cada detalle que la ciudad le brindaba. Esas pequeñas sensaciones que reconfortan a una persona que se siente perdida y busca desesperadamente algo a lo que agarrarse para no caerse. Necesitaba recuperar la ilusión y estaba en el buen camino. Una escapada en solitario había sido la mejor idea que había tenido en mucho tiempo y estaba segura de que le ayudaría a recoger los pedacitos de su corazón y volver a pegarlos. Pero aún no tenía suficiente pegamento para hacerlo, pero todo llegaría. La verdad es que no había penado siquiera cual sería su ruta, tenía la guía en el bolso pero no la había abierto. Tenía idea de los museos que podía visitar y algunos lugares que parecían interesante, pero no les quitaría el encanto de ser descubiertos por mirar en su guía. Quería descubrirlos por sí misma. Comenzó bajando por la vía Mario Pagano hasta cruzarse con Corso que la conduciría a la Iglesia de Santa María delle gracie. Un templo de curiosa fachada, ya que parecía estar formado por dos edificios diferentes y de estilos dispares. A pesar del desgaste de los años habían ejercido sobre sus muros, aún conservaba la opulencia y majestuosidad de cualquier edificio religioso, que nunca son el reflejo de la sociedad en la que se construyen al gozar de una abundancia y riquezas que nada tienen que ver con las penurias del pueblo. A pesar de ello, las iglesias son siempre una apuesta segura en cualquier viaje. Monumentos de obligada visita para observar algunas de las obras de mayor reconocimiento artístico. Como “la Última cena”, albergada en Santa María delle Grazie. Su observación se limitaba a los precavidos turistas que reservaban con antelación y que estaban dispuestos a pagar por hacerlo. Juliett pensó que tras la decepción de “La Mona Lisa” en París, no pagaría de nuevo por ver un cuadro a tres metros de distancia rodeada de gente. Pero entrar merecía la pena ver el contraste arquitectónico de la cúpula de Bramante, la pomposidad y exagerada decoración de su nave principal, las capillas de Madonna y Santa Corona,… Juliett pasó con sigilo y cautela a la capilla. A pesar de su falta de creencias, siempre se mostraba muy respetuosa en las iglesias. Se sentó en uno de los bancos al fondo, como en las bodas de alguien a quien no conoces demasiado y donde no quieres destacar. Miró a las pocas personas que había en la iglesia. Algún turista despistado que no sabía por dónde seguir, otros, decepcionados por no poder ver “La Última cena”, y algunas personas que habían decidido empezar su día dedicando unos momentos a la oración. Una mujer se aferraba a lo que parecía un rosario entre sus manos. Sus cabellos estaban cubiertos por una mantilla de fino encaje y estaba arrodillada frente al altar. Parecía estar tan concentrada en sus plegarías que no advertía el ligero tumulto de los curiosos merodeando alrededor. Un hombre entró en el confesionario con aspecto afligido, cargando, posiblemente, el peso de algún pecado obre su conciencia. Una joven madre instaba a su hijo a la oración en un banco cercano. Una monja de solemne hábito, encendía velas en un lamparario. Parecía una Iglesia sencilla por fuera pero repleta de ornamentos en el interior. Juliett repaso durante unos segundos la decoración del lugar, parecía un inmenso árbol de navidad. Lleno de detalles dispuestos sin demasiado orden pero que conseguían formar un todo equilibrado. El hombre salió del confesionario a los pocos segundos, con una triunfante expresión. Había aliviado su conciencia y se disponía a continuar con su vida de pequeñas infracciones. Juliett sonrió ante las paradojas del lugar.

La fe de una mujer que reza y deposita su absoluta confianza en su reclamo en busca de ayuda y consuelo. La liberación moral de un hombre que no podía soportar el peso de sus actos. La madre obligando a un niño a rezar mientras este sólo imaginaba la forma de jugar con alguno de los elementos colocados en el altar. Sería fácil encontrar la fe y mantenerla, sería de ayuda para enfrentarse a los problemas de la cotidianidad, sería un impulso a seguir adelante y no perder la esperanza. Juliett había perdido su fe  no había vuelto a buscarla pero en cierto modo se sentía orgullosa de aquellos que sí la tenían y la practicaban con devoción. Por ahora seguiría su camino in pararse a penar en esa fe perdida. Había mucho más que ver. Tomó la conocida vía Corso Magenta, flanqueada por los “Pallazi”. Una zona popular de Milán, muy transitada y bulliciosa que también despertaba temprano. Las terrazas resguardaban a los turistas bajo sus lámparas térmicas y les acomodaban mientras degustaban sus cafés. La gente en Milán no bebía café, lo saboreaba. Llegó a Vía Carducci para seguir dirección al suroeste y visitar el Museo della scienzia e della tecnología” casa de más de 10000 objetos y curiosidades varias, que albergaba unos preciosos jardines en su interior. Parecía ser día de colegios en el museo, y se podían oír los gritos de profesoras y chiquillos desde el final de la calle, lo cual hizo a Juliett penar si debería entrar o correría el peligro de ser arrollada por algún grupo de escolares. Pero sabía que agradecería la visita a esos jardines y decidió entrar a verlos. Como suponía el exceso de niños en aquel lugar no hizo precisamente las delicias de Juliett, pero la belleza del edificio, el patio, el taller del relojero y algunas de sus curiosidades le hicieron disfrutar de la visita.  
No había reparado en que era la hora de comer y en apenas unas horas tenía que encontrarse con una amiga, o al menos eso esperaba ya que su último contacto había sido hacía algunos días y aún no habían hablado por teléfono. Por ello debía aprovechar esas horas al máximo. Decidió quedarse por la zona del suroeste y visitar algunas de sus basílicas y continuar hacia el centro después de comer. Buscaría un bonito lugar donde observar a la gente y tomar algunas notas para poder recordar los lugares que estaba viendo. Encontró uno de esos restaurantes familiares que tanto le gustaban y decidió que sus piernas no aguantaban más como para seguir caminando. Estaba en una pequeña plaza que parecía más el patio de luces de una gran casa que una plaza pública. A pesar de sr un lugar pequeño, estaba lleno de gente y su trasiego amenizaba la comida. Tomó un plato variado que el que escribiera el menú se tomó la licencia de llamar “lo mejor de Italia”. Plato diseñado para turistas. Mozzarella, pasta, salami, un poco de todo. Juliett pidió que le cambiaran el salami o le aconsejaran algo sin carne. No sabía si era por haberlo pedido en inglés o por su solicitud, pero se ganó una expresión de desaprobación del camarero. Estaba en el país del salami y el prosciutto, claro que fue por la petición de eliminar la carne del plato. Acompaño el plato con un buen vaso de vino tinto, no se podía comer en Milán sin tomar una copa de vino con la comida o un expreso para finalizar. El sol calentaba quizá con excesiva fuerza para aquella época, y brillaba tanto que era casi imposible pasear sin gafas de sol o cubrirse los ojos si las habías olvidado en casa. Disfrutó unos minutos de su café y de la seductora sensación del vino. El efecto de la gente caminando era casi hipnótico. Cuantas historias, cuantos amores y desamores, cuántas vidas estaban pasando ante sus ojos. Persona que avanzaban en su rutina ajenas a unos ojos curiosos que las observaban. La realidad se enfrentaba con la ficción somnolienta de la ociosidad.

Algunos caminaban deprisa, quizá para ir a trabajar. Otros, paseaban tranquilos curioseando por las tiendas de souvenirs en busca de algún recuerdo que llevar a sus familiares. Niños con carteras de colegio, madre con carritos de bebé, jóvenes pegados al móvil. Una vida normal que parecía más hermosa que la que Juliett había dejado atrás. Ante el peligro de quedarse dormida y gozar de la típica siesta española en medio de aquella plaza, decidió saldar su cuenta y continuar. Tenía a alguien a quien ver, y quizá alguien nuevo por conocer. Sin perder más tiempo recogió sus cosas, guardo su cuaderno de notas y se mezclo entre la gente, dejando atrás la plaza que desapareció entre la gente como un sueño que se escapaba. Las calles enredadas y la gente desperdigada en ellas ocultaban las calles y las plazas a su paso, de modo que no descubrieses el lugar en el que estás hasta que te había atrapado. Era como descubrir un tesoro a cada vuelta de esquina. Y tenía muchas ganas de descubrir lo que le esperaba a la vuelta de esas esquinas.