sábado, 2 de noviembre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma, 3a parte

Era diciembre, pero no lo parecía. Por fin el clima le daba una tregua  a Juliett y el sol brillaba tímidamente. Tras dejar la maleta en el hostal y preparar su bolso de turista. Algo de dinero, un cuaderno y un bolígrafo. La cámara de fotos y una gran sonrisa eran todas las cosas que necesitaba. Ella no saldría en las fotos, le cedería el absoluto protagonismo a la ciudad.
Lo bueno de estar en otro país, en otra tierra diferente, era la improbabilidad casi absoluta de encontrarse con alguien conocido. Allí sólo tenía a una amiga a la que vería al día siguiente, pero el resto de las caras que se iba a encontrar en su camino aquel día serían como ráfagas de viento que no infieren más en tu vida que el ligero baile de tu pelo cuando pasan.
Era el momento de dejarse llevar, de no pensar en nada y descubrir por sí misma la beldad de  la ciudad. No eran más de las 12 del mediodía, pero el viaje y el tiempo de espera en el aeropuerto habían despertado su apetito. Salió del hostal entre peleas con el gran portón de entrada y regalando una sonrisa nerviosa al portero italiano que murmuró algo ininteligible al verla pasar. Decidió anotarlo como un piropo y seguir adelante con su día.
La calle estaba casi vacía y el calor del sol se dejaba caer sobre las amarillentas fachadas milanesas. No tenía rumbo fijo, pero lo primero que quería ver era el Duomo, la imponente catedral regentada por cientos de palomas que dominaba la ciudad y formaba el centro neurálgico del turismo. Pero esperaría a que el atardecer tornasolase sus vidrieras antes de ir a verlo. Quería que la ciudad le sorprendiera. Al atravesar la plaza de Italia, cerca de la estación de Cadorna, compró un café para llevar con el que acompañar un cigarrillo. Se detuvo algunos segundos a fotografiar los gastados raíles del tranvía y los enmarañados cable por los que discurrían sus apéndices eléctricos. Se acordó entonces de Madrid, pues siempre se fijaba en un trozo de carretera cerca de su casa que mostraba los restos de un raíl de tranvía antiguo que no había sido apropiadamente cubierto. Era como volver a unos cuantos años atrás, e imaginarse a las madres de pelo recogido y falda tubo llevando de la mano a sus hijos de gorrita y pantalón  corto. Qué bonito es a veces el pasado aunque no lo hayas vivido.   
Resistió la tentación de comprar algún cachivache en los pocos puestos de artesanía local regentados por árabes que languidecían en la plaza y continuó por la vía 20Setembre en dirección a “Parco Sempione”. Éste era un parque estilo Hyde Park en Londres, de grandes horizontes verdes sólo que con algunas zonas rubricadas con espráis de colores. Se dirigió a la puerta homenaje a Marie Curie, para echar un vistazo al Palazzo del Arte y más tarde disfrutar del arte renacentista del Castello Sforzesco en la Piazza Castello. Uno de los símbolos de la ciudad al parecer, dada la aglomeración de autobuses turístico que rodeaban la plaza entre un trasiego de turistas ansiosos por sacarse la foto perfecta para Facebook. El castillo representaba una antigua fortaleza que bien podría haber formado parte de los escenarios de “El Señor de los anillos”. Le gustaba imaginar las historias que habrían tenido lugar entre sus muros de piedra. Miró el foso que rodeaba los imponentes muros, que mostraban un aspecto renovado a pesar de datar del siglo XIV. Dato que descubrí horas más tarde explorando la guía de viaje que aún conservaba el precinto de plástico.
Nunca utilizaba la guía. Siempre le ha parecido más interesante imaginar, inventar la historia de los monumentos que conocer su historia real. De esta forma, cualquier cosa tiene cabida entre las murallas de un castillo.
Atravesó el parque deteniéndose frecuentemente a tomar algunas instantáneas. El estanque de escuálidos patos demasiado saturados par comerse las migas de pan de la orilla; Algunas zonas del parque estaban bastante descuidadas y por ello y por el fresco viento se encontraban vacías. Los arboles que no habían sido podados en mucho tiempo empezaban a ensombrecer los bancos de madera y las grisáceas macetas que un día fueron níveas. Al otro lado del parque se encontraba el castillo. Convertido en el siglo XIX en una residencia,  posteriormente en un museo, sobreviviendo así a los planes de demolerlo por parte del gobierno. Esos eran los pocos datos que mostraban algunos de los paneles informativos de la entrada a los que Juliett nunca prestaba atención. Una sala de armas, algunos patios, el foso, no eran demasiadas las estancias interesantes en las que imaginar batallas, por lo que la visita duró poco. Ella había entrado por la parte de atrás y ahora estaba saliendo por la delantera, por tanto esquivar a los turistas en dirección contraria dificultaba bastante el paso. Qué curioso, siempre le había parecido que iba en una dirección equivocada  o diferente a los demás. No pensó que se encontraría en un ejemplo tan prosaico  
Al dejar el castillo atrás, continuó por Vía Dante, una lujosa calle con muchas tiendas elegantes testigos de la sofisticación milanesa que llenaba las calles de negro y tacones.
Por allí llegaría a la Piazza del Mercati y finalmente al Duomo. Pero primero quería comer algo y que mejor sitios que un pequeños restaurante familiar que encontró por el camino. Ofrecían menú a buen precio y tenían terraza donde poder fumar. Le encantó el estilo del restaurante, con sus meas redondas estilo francés y sus sillas cabareteras. Había manteles blancos sobre las mesas y cubiertos enrollados junto a una fina copa de cristal. Parecía que sería un sitio caro, pero todo lo contrario. EL camarero, de más de cincuenta primaveras, la invitó con una sonrisa a tomar asiento y le preguntó directamente en qué idioma podría hablarla. Juliett pensó que podría intentar hablar en italiano, pero optó por la opción de hacerse la inglesa, así no correría el riesgo de que le sugiriesen un plato de carne cruda para comer típico de allí y aceptarlo por pura vergüenza de no haber entendido lo que le decían. Se dejó aconsejar por el amable camarero y optó por poner a prueba sus sentidos con la ensalada del mar de la casa y una buena copa de vino. No esperaba demasiado de la ensalada, y seguramente en Madrid, dicha ensalada marinera consistiría en una lata de atún sobre unas hojas de lechuga y medio tomate; pero estaba en Italia, la comida y la moda eran dos elementos clave en todo el país. Al igual que se podía ver a mujeres haciendo la compra en tacones, hasta en el bar más campechano, que ya ha visto muchas pasarelas, se puede degustar una comida excelente. Y así fue, la comida era exquisita y el vino fabuloso. Se sentía como Julia Roberts en la escena con los espaguetis boloñesa de la película, casi podía ori la opereta de fondo. Tras liquidar la cuenta continuó con la energía renovada para ver la imponente catedral que ocupaba varias páginas de su guía de viaje.



El sol, el aire fresco, y la libertad que sentía en aquel momento la llenaban de una inexplicable sensación de paz. Era como si hubiese conseguido finalmente dejar ese pesado equipaje en casa y olvidar sus problemas. Parecía que las heridas se iban cerrando y que una nueva ventana se abría. Despacio, pero dejaba entrar una ligera brisa que traía esperanza.
 Pero siempre había un pálpito irregular, una pequeña punzada que le recordaba que no todo estaba curado, que su pequeño corazón seguía herido y que esa herida tardaría en curarse. Pero por ahora sólo importaba Milán, y lo mucho que le quedaba por ver. Tenía que esforzarse, tenía que pasar página. Tenía que hacerlo por ella, por él, por su vida ¿Conseguiría olvidar por fin?

Había comido y se sentía con tanta energía que podría salir corriendo. Por fin el calor de los vespertinos rayos de sol penetraba en su cuerpo y, lo más importante, en su corazón.

Tras disfrutar de un delicioso café espresso, que aunque no le gustaba demasiado, era imprescindible tomar uno si estabas en Italia, continuó con la ruta imprevista. No llevaba ningún rumbo, dejaría que las calles le mostraran el camino al centro de la ciudad.
Continuó por Vía Dante en dirección al Duomo. No habían pasado más de unas pocas horas en Milán y se sentía en casa. La forma en la que las calles se deslizaban hacia el centro histórico hacía que el camino encerrase una eterna sorpresa. Esta calle es como una Gran vía, repleta de tiendas y terrazas con cálidas lámparas para atrapar a sus turistas en humeante platos de pasta fresca. Las aceras están decoradas con pequeños monolitos de piedra y farolas en las que ondean banderas de todas las nacionalidades entre los reflejos de los escaparates de tiendas caras. La gente se agolpaba frente a los delicados bolsos expuestos en la tiendas de marca, o se apretaban a la entrada de las tiendas de souvenirs, en las que comprar diminutas botellas de limoncello.
Los turistas paseaban en busca de la bandera de su país para obtener la clásica instantánea en la que a falta de una pose mejor, se hace el símbolo de la paz mientras se controla a los viandantes no sin cierta vergüenza.

El atardecer empezaba a ensombrecer la calle, y las luces de colores de los cuidados escaparates alumbraban con sus destellos las fachadas de los edificios.
El acompasado murmullo de los viandantes  se rompía de vez en cuando por los gritos del tranvía y su campana, o las llamadas de los camareros que captaban, sectariamente, a los turistas, o bien los comerciantes de las tiendas de regalos que mostraban sus preciadas mercancías intentando atraer los euros extranjeros que comprarían pasta de colores que destiñe el agua pensando que se trata de una delicatesen.

Si me hubiese fiado del mapa hubiese pensado que el Duomo estaba mucho más lejos de los que estaba. La verdad es que Milán me estaba pareciendo muy pequeño, pero a pesar de ello, me gustaba. Era una pequeña gran ciudad, sin demasiada gente, sin demasiado ruido, sin demasiado tráfico. Cuando pensaba que ya estaba llegando, se cruzó en mi camino otra pequeña maravilla.
 Allí, en medio de la ciudad, descansaba la “Piazza Mercanti”, una pequeña zona de etilo románico guardada por grandes arcadas que daba cobijo a innumerables mesitas y sillas posesión de las terrazas de alrededor. Me recordaba a la plaza mayor de Madrid, o a la “plaza del comercio” en Lisboa, porque rara es la ciudad europea que no cuenta con una plaza cuadrada o rectangular a lo sumo custodiada por extensas arcadas.
La plaza, además de ser punto de encuentro y reunión, albergaba mercados y puestos de artesanía que hacían las delicias de los transeúntes que, aunque nunca tengan intención de comprar nada, siempre satisfacen un poquito de espíritu consumista con algún recuerdo hecho mano(en China).
Tras esa pequeña yincana hacia mi destino en la que no paraban de aparecer novedades dignas de mención, conseguí llegar al Duomo. Esta catedral de estilo neogótico dominaba la ciudad y era la última parada de todos los turistas que pasaban el día callejeando, ya que la disposición de las calles te guiaba irrefrenablemente hacía la catedral. A pesar de su relativamente reciente inauguración en 1965, la fachada aparece como una grisácea edificación escoltada por decenas de incansables palomas que merodean los alrededores esperando un poco de pan. Parecía sacada de la escena de Mary Poppins, cuando la anciana da de comer a las palomas bajo la melodiosa voz de Julie Andrews. Por añadir un poco de historia a la visita, y hacer tiempo en la cola de de entrada, Juliett consultó la guía de viaje. El Duomo era la catedral gótica más grande del mundo, con capacidad para 40000 personas en sus casi 160 metro de largo. Su nombre viene del latín Domus Dei, casa de Dios. Aunque por sus dimensiones bien podría ser un palacio de deportes. Fruto del diseño de varios arquitectos y artistas que fueron designados a particulares trabajos dentro del proyecto general de más de 600 años de duración. Su órgano, los sarcófagos, las puertas, son algunos de los detalles que esconde esta obra de cinco naves que forma el centro de la ciudad desde los tiempos de la antigua Roma.

No fue demasiado largo el tiempo de espera, sorprendentemente corto para tratarse de una entrada gratuita. Juliett quedó maravillada por el interior de la nave principal en la que los turísticas se movían melodiosamente casi atemorizados de hacer demasiado ruido. Puede que el frío del atardecer les mantuviera algo petrificados.
 Una de las catedrales más hermosas que había visto, casi se sintió abrumada por aquella construcción titánica, como suelen decir en los documentales. Y el viaje no había hecho más que empezar.