Era diciembre, pero no lo parecía. Por fin el clima le daba una tregua a Juliett y el sol brillaba tímidamente. Tras
dejar la maleta en el hostal y preparar su bolso de turista. Algo de dinero, un
cuaderno y un bolígrafo. La cámara de fotos y una gran sonrisa eran todas las
cosas que necesitaba. Ella no saldría en las fotos, le cedería el absoluto
protagonismo a la ciudad.
Lo bueno de estar en otro país, en otra tierra diferente, era la
improbabilidad casi absoluta de encontrarse con alguien conocido. Allí sólo
tenía a una amiga a la que vería al día siguiente, pero el resto de las caras
que se iba a encontrar en su camino aquel día serían como ráfagas de viento que
no infieren más en tu vida que el ligero baile de tu pelo cuando pasan.
Era el momento de dejarse llevar, de no pensar en nada y descubrir por sí
misma la beldad de la ciudad. No eran más
de las 12 del mediodía, pero el viaje y el tiempo de espera en el aeropuerto
habían despertado su apetito. Salió del hostal entre peleas con el gran portón
de entrada y regalando una sonrisa nerviosa al portero italiano que murmuró
algo ininteligible al verla pasar. Decidió anotarlo como un piropo y seguir
adelante con su día.
La calle estaba casi vacía y el calor del sol se dejaba caer sobre las
amarillentas fachadas milanesas. No tenía rumbo fijo, pero lo primero que
quería ver era el Duomo, la imponente catedral regentada por cientos de palomas
que dominaba la ciudad y formaba el centro neurálgico del turismo. Pero
esperaría a que el atardecer tornasolase sus vidrieras antes de ir a verlo.
Quería que la ciudad le sorprendiera. Al atravesar la plaza de Italia, cerca de
la estación de Cadorna, compró un café para llevar con el que acompañar un
cigarrillo. Se detuvo algunos segundos a fotografiar los gastados raíles del
tranvía y los enmarañados cable por los que discurrían sus apéndices eléctricos.
Se acordó entonces de Madrid, pues siempre se fijaba en un trozo de carretera
cerca de su casa que mostraba los restos de un raíl de tranvía antiguo que no
había sido apropiadamente cubierto. Era como volver a unos cuantos años atrás,
e imaginarse a las madres de pelo recogido y falda tubo llevando de la mano a
sus hijos de gorrita y pantalón corto. Qué
bonito es a veces el pasado aunque no lo hayas vivido.
Resistió la tentación de comprar algún cachivache en los pocos puestos de
artesanía local regentados por árabes que languidecían en la plaza y continuó
por la vía 20Setembre en dirección a “Parco Sempione”. Éste era un parque
estilo Hyde Park en Londres, de grandes horizontes verdes sólo que con algunas
zonas rubricadas con espráis de colores. Se dirigió a la puerta homenaje a
Marie Curie, para echar un vistazo al Palazzo del Arte y más tarde disfrutar
del arte renacentista del Castello Sforzesco en la Piazza Castello. Uno de los
símbolos de la ciudad al parecer, dada la aglomeración de autobuses turístico
que rodeaban la plaza entre un trasiego de turistas ansiosos por sacarse la
foto perfecta para Facebook. El castillo representaba una antigua fortaleza que
bien podría haber formado parte de los escenarios de “El Señor de los anillos”.
Le gustaba imaginar las historias que habrían tenido lugar entre sus muros de
piedra. Miró el foso que rodeaba los imponentes muros, que mostraban un aspecto
renovado a pesar de datar del siglo XIV. Dato que descubrí horas más tarde
explorando la guía de viaje que aún conservaba el precinto de plástico.
Nunca utilizaba la guía. Siempre le ha parecido más interesante imaginar,
inventar la historia de los monumentos que conocer su historia real. De esta
forma, cualquier cosa tiene cabida entre las murallas de un castillo.
Atravesó el parque deteniéndose frecuentemente a tomar algunas instantáneas.
El estanque de escuálidos patos demasiado saturados par comerse las migas de
pan de la orilla; Algunas zonas del parque estaban bastante descuidadas y por
ello y por el fresco viento se encontraban vacías. Los arboles que no habían
sido podados en mucho tiempo empezaban a ensombrecer los bancos de madera y las
grisáceas macetas que un día fueron níveas. Al otro lado del parque se
encontraba el castillo. Convertido en el siglo XIX en una residencia, posteriormente en un museo, sobreviviendo así
a los planes de demolerlo por parte del gobierno. Esos eran los pocos datos que
mostraban algunos de los paneles informativos de la entrada a los que Juliett
nunca prestaba atención. Una sala de armas, algunos patios, el foso, no eran
demasiadas las estancias interesantes en las que imaginar batallas, por lo que
la visita duró poco. Ella había entrado por la parte de atrás y ahora estaba
saliendo por la delantera, por tanto esquivar a los turistas en dirección contraria
dificultaba bastante el paso. Qué curioso, siempre le había parecido que iba en
una dirección equivocada o diferente a
los demás. No pensó que se encontraría en un ejemplo tan prosaico
Al dejar el castillo atrás, continuó por Vía Dante, una lujosa calle con
muchas tiendas elegantes testigos de la sofisticación milanesa que llenaba las
calles de negro y tacones.
Por allí llegaría a la Piazza del Mercati y finalmente al Duomo. Pero
primero quería comer algo y que mejor sitios que un pequeños restaurante
familiar que encontró por el camino. Ofrecían menú a buen precio y tenían
terraza donde poder fumar. Le encantó el estilo del restaurante, con sus meas
redondas estilo francés y sus sillas cabareteras. Había manteles blancos sobre
las mesas y cubiertos enrollados junto a una fina copa de cristal. Parecía que
sería un sitio caro, pero todo lo contrario. EL camarero, de más de cincuenta
primaveras, la invitó con una sonrisa a tomar asiento y le preguntó
directamente en qué idioma podría hablarla. Juliett pensó que podría intentar
hablar en italiano, pero optó por la opción de hacerse la inglesa, así no correría
el riesgo de que le sugiriesen un plato de carne cruda para comer típico de
allí y aceptarlo por pura vergüenza de no haber entendido lo que le decían. Se
dejó aconsejar por el amable camarero y optó por poner a prueba sus sentidos
con la ensalada del mar de la casa y una buena copa de vino. No esperaba
demasiado de la ensalada, y seguramente en Madrid, dicha ensalada marinera
consistiría en una lata de atún sobre unas hojas de lechuga y medio tomate;
pero estaba en Italia, la comida y la moda eran dos elementos clave en todo el
país. Al igual que se podía ver a mujeres haciendo la compra en tacones, hasta
en el bar más campechano, que ya ha visto muchas pasarelas, se puede degustar
una comida excelente. Y así fue, la comida era exquisita y el vino fabuloso. Se
sentía como Julia Roberts en la escena con los espaguetis boloñesa de la
película, casi podía ori la opereta de fondo. Tras liquidar la cuenta continuó
con la energía renovada para ver la imponente catedral que ocupaba varias
páginas de su guía de viaje.
El sol, el aire fresco, y la libertad que sentía en aquel momento la
llenaban de una inexplicable sensación de paz. Era como si hubiese conseguido
finalmente dejar ese pesado equipaje en casa y olvidar sus problemas. Parecía
que las heridas se iban cerrando y que una nueva ventana se abría. Despacio,
pero dejaba entrar una ligera brisa que traía esperanza.
Pero siempre había un pálpito
irregular, una pequeña punzada que le recordaba que no todo estaba curado, que
su pequeño corazón seguía herido y que esa herida tardaría en curarse. Pero por
ahora sólo importaba Milán, y lo mucho que le quedaba por ver. Tenía que
esforzarse, tenía que pasar página. Tenía que hacerlo por ella, por él, por su
vida ¿Conseguiría olvidar por fin?
Había comido y se sentía con tanta energía que podría salir corriendo. Por fin
el calor de los vespertinos rayos de sol penetraba en su cuerpo y, lo más
importante, en su corazón.
Tras disfrutar de un delicioso café espresso,
que aunque no le gustaba demasiado, era imprescindible tomar uno si estabas en
Italia, continuó con la ruta imprevista. No llevaba ningún rumbo, dejaría que
las calles le mostraran el camino al centro de la ciudad.
Continuó por Vía Dante en dirección al Duomo. No habían pasado más de unas
pocas horas en Milán y se sentía en casa. La forma en la que las calles se
deslizaban hacia el centro histórico hacía que el camino encerrase una eterna
sorpresa. Esta calle es como una Gran vía, repleta de tiendas y terrazas con
cálidas lámparas para atrapar a sus turistas en humeante platos de pasta
fresca. Las aceras están decoradas con pequeños monolitos de piedra y farolas
en las que ondean banderas de todas las nacionalidades entre los reflejos de
los escaparates de tiendas caras. La gente se agolpaba frente a los delicados
bolsos expuestos en la tiendas de marca, o se apretaban a la entrada de las
tiendas de souvenirs, en las que
comprar diminutas botellas de limoncello.
Los turistas paseaban en busca de la bandera de su país para obtener la
clásica instantánea en la que a falta de una pose mejor, se hace el símbolo de la
paz mientras se controla a los viandantes no sin cierta vergüenza.
El atardecer empezaba a ensombrecer la calle, y las luces de colores de los
cuidados escaparates alumbraban con sus destellos las fachadas de los
edificios.
El acompasado murmullo de los viandantes
se rompía de vez en cuando por los gritos del tranvía y su campana, o
las llamadas de los camareros que captaban, sectariamente, a los turistas, o
bien los comerciantes de las tiendas de regalos que mostraban sus preciadas
mercancías intentando atraer los euros extranjeros que comprarían pasta de
colores que destiñe el agua pensando que se trata de una delicatesen.
Si me hubiese fiado del mapa hubiese pensado que el Duomo estaba mucho más
lejos de los que estaba. La verdad es que Milán me estaba pareciendo muy pequeño,
pero a pesar de ello, me gustaba. Era una pequeña gran ciudad, sin demasiada
gente, sin demasiado ruido, sin demasiado tráfico. Cuando pensaba que ya estaba
llegando, se cruzó en mi camino otra pequeña maravilla.
Allí, en medio de la ciudad,
descansaba la “Piazza Mercanti”, una pequeña zona de etilo románico guardada
por grandes arcadas que daba cobijo a innumerables mesitas y sillas posesión de
las terrazas de alrededor. Me recordaba a la plaza mayor de Madrid, o a la “plaza
del comercio” en Lisboa, porque rara es la ciudad europea que no cuenta con una
plaza cuadrada o rectangular a lo sumo custodiada por extensas arcadas.
La plaza, además de ser punto de encuentro y reunión, albergaba mercados y
puestos de artesanía que hacían las delicias de los transeúntes que, aunque
nunca tengan intención de comprar nada, siempre satisfacen un poquito de espíritu
consumista con algún recuerdo hecho mano(en China).
Tras esa pequeña yincana hacia mi destino en la que no paraban de aparecer
novedades dignas de mención, conseguí llegar al Duomo. Esta catedral de estilo
neogótico dominaba la ciudad y era la última parada de todos los turistas que
pasaban el día callejeando, ya que la disposición de las calles te guiaba
irrefrenablemente hacía la catedral. A pesar de su relativamente reciente
inauguración en 1965, la fachada aparece como una grisácea edificación escoltada
por decenas de incansables palomas que merodean los alrededores esperando un
poco de pan. Parecía sacada de la escena de Mary Poppins, cuando la anciana da
de comer a las palomas bajo la melodiosa voz de Julie Andrews. Por añadir un
poco de historia a la visita, y hacer tiempo en la cola de de entrada, Juliett consultó
la guía de viaje. El Duomo era la catedral gótica más grande del mundo, con
capacidad para 40000 personas en sus casi 160 metro de largo. Su nombre viene
del latín Domus Dei, casa de Dios. Aunque por sus dimensiones bien podría ser
un palacio de deportes. Fruto del diseño de varios arquitectos y artistas que
fueron designados a particulares trabajos dentro del proyecto general de más de
600 años de duración. Su órgano, los sarcófagos, las puertas, son algunos de
los detalles que esconde esta obra de cinco naves que forma el centro de la
ciudad desde los tiempos de la antigua Roma.
No fue demasiado largo el tiempo de espera, sorprendentemente corto para
tratarse de una entrada gratuita. Juliett quedó maravillada por el interior de
la nave principal en la que los turísticas se movían melodiosamente casi
atemorizados de hacer demasiado ruido. Puede que el frío del atardecer les
mantuviera algo petrificados.
Una de las catedrales más hermosas
que había visto, casi se sintió abrumada por aquella construcción titánica,
como suelen decir en los documentales. Y el viaje no había hecho más que
empezar.