La casa de huéspedes dormía plácidamente dejando que la tibia luz del
amanecer fuera iluminando las esquinas. Había silencio, calma, tranquilidad.
Quizá lo contrario que se esperaría de un hostal de gente joven, pero eso era
lo que a Juliett le gustaba. Despertó aquella mañana tan descansada como lo
había estado en mucho tiempo. Estaba sola en aquella habitación que parecía más
grande que el día anterior. Ya que era para tres personas, había espacio extra
para la ropa, las maletas,…la soledad. Se acurrucó entre las mantas apretándolas
contra su cuerpo en busca de calor, un calor que echaba mucho de menos. Durante
algunos minutos se quedó tumbada con los ojos abiertos. Por un momento sintió
el ligero golpe en el estómago al pensar que estaba allí sola. Aquellos días
tenía que esforzarse por pensar en ello, pero algunas veces no podía evitar
sentir una mezcla de tristeza y nostalgia. No era el hecho de estar sola, sino
de estar sin la persona que quería. Pues aunque lo intentase sabía que no podía
obviar el hecho de que aquel viaje no llenaría el espacio que se le había
quedado en el corazón, pero al menos lo intentaría. Y con ese último
pensamiento salió de la cama para decirle buenos días a Milán, al mundo y a su
nueva vida.
Hay pocas cosas tan reconfortantes como levantarse de la cama descansada,
estirar el cuerpo y asomarse a la ventana para descubrir una maravillosa vista.
Corrió las contra ventanas de madera, que preservaban la oscuridad con aviejada
apariencia, y abrió la ventana. De dos hojas, nada de correderas ni de ese “intento
de ventana” que sólo abre una rendija. La ventana se abría de par en par y
dejaba entrar una brisa fresca llena de esencias. Olía a pan recién hecho, olía
a café cargado. Sabía a tradición de pueblo, a guiso de la abuela, a flores del
jardín. Era una brisa natural y suave, fría por la época del año, que perfumaba
la ciudad cubriéndola de sabores y fragantes recuerdos. El sol se abría paso
entre aquella neblina que la fría noche había dejado. Sol, un clima fresco y
una inmejorable vista de la ciudad. No podía esperar ni un minuto más para
empezar el día.
Otro momento importante en todo viaje mochilero es el momento de tomar una
ducha. Nunca sabes lo que te vas a
encontrar cuando te adentras en un baño que no es el de casa. Por ello al
entrar en un hotel, en un apartamento o incluso en la casa de un amigo,
entramos con cautela en el cuarto de baño, estirando el cuello como si nos
diera miedo meter todo el cuerpo al mismo tiempo. Lo cierto es que la casa le había sorprendido
por su limpieza el día anterior, pero quizá sólo fue la euforia de estar allí,
y el hecho de que no estuvo más de 5 minutos antes de salir a recorrer la ciudad,
lo que hizo que viera la ciudad con unos ojos diferentes. Pero aquel
alojamiento le sorprendió de nuevo. El baño era sencillo pero muy confortable,
todo en blanco y con mampara en la ducha. Eso era lo mejor de todo, no tener
que enfrentarse a una mugrienta y pegajosa cortina de ducha.
Después de haber pasado por recepción el día anterior, no había visto a
nadie. Le llegaba algún rumor con aspiraciones a ronquido de alguna de las
habitaciones pero tan imperceptible que no podría distinguir de cuál. Después de
la ducha y de ponerse su disfraz de mochilera, que a veces le hacía sentirse
como si acabara de salir del musical “Hair”, fue a desayunar al pequeño salón. Era una sala
fría por el suelo de baldosas y la brisa que se colaba por las puertas de los
balcones. Esa misma brisa que arrastraba los aromas de la mañana a través de la
ventana de su habitación. Había cinco mesas redondas cubiertas con manteles de
flores y sillas de madera a su alrededor. Las mesas eran pequeñas, y
seguramente habrían albergado más de un brasero bajo sus faldones en el pasado.
Junto a la pared había una máquina de café y una pesada con todo lo necesario
para un buen desayuno. El café era aceptable, notablemente mejor que cualquier
otra máquina que hubiera probado en España. Y Juliett era casi adicta al café y
sabía distinguir el bueno del malo a pesar de que por su economía se decantara
por las opciones más asequibles. El aroma del café impregno la estancia de un
sabor casero reconfortante. Sobre la mesa había pequeñas cestas de mimbre con
galletas, bizcochos, tostadas, mantequilla y mermelada. Todo estaba dispuesto
en sobres individuales, seguramente para preservarlo de las toscas manos de
algunos avariciosos viajeros. Cada pequeña cesta tenía una servilleta bordada
dentro sobre la que reposaban los dulces. Todo preparado incluso para tomar un
desayuno a media mañana ya que todo estaba bien empaquetado. Juliett cogió un
par de galletas para media mañana, pero según se las metía en el bolsillo con
la mayor inocencia se sintió algo mal por hacerlo. Pensó si no sería algo
innato en los seres humanos, o al menos en los de carácter latino lo de coger
algo simplemente por el hecho de ser gratis. Dejo las galletas y pensó que
seguro que encontraría un buen supermercado donde calmar el hambre a media
mañana por poco dinero. Tomo su desayuno, sin escatimar en café. Había
encontrado un buen libro en el que perder la mirada mientras comía. Estaba en
italiano pero era casi todo de fotos de Italia, una joya para la vista. Una
recopilación de imágenes en blanco y negro de estilo antiguo con un toque y
enfoque muy personales. Un pequeño detalle que inevitablemente podría poner una
sonrisa a cualquier día. Una mesa junto a la ventana y una pila de libros
alborotado que alguien había dejado durante su estancia allí. Y un cartel que
venía a decir que tomases un libro prestado o dejases alguno en su lugar”. Un
intercambio de libro, de palabra y fotografías entre desconocidos que sólo compartían
la pasión por la lectura y por viajar.
Juliett imaginó donde habrían estado aquellos libros, quizá habían viajado
más que ella misma. Puede que hubieran visitado ciudades de todo el mundo,
reposado en innumerables cafeterías, aviejado estanterías o dormido en un
sinfín de almohadas. La vida secreta de los libros, pensó. Pequeños objetos de
infinitas posibilidades que abren la puerta a un mundo sin fin. No sólo por las historias que sus páginas
albergan, sino por los viajes realizados, por las vivencias, las manos, las
maletas cruzadas en su camino hasta el siguiente lector. Le pareció una idea
maravillosa para conectar al mundo, a través de los libros. Mientras se sumía
en sus pensamientos, se fue enfriando el café
el sol infirió con más fuerza en la sala del desayuno. El día le avisaba
de que estaba listo para mostrarle Milán de nuevo, desde u clara perspectiva
matutina. Juliett recogió la mesa, en deferencia al excelente trato ausente que
recibía en aquel lugar y se preparó para pasar otro maravilloso día. No reparó
si quiera en que tenía dos ordenadores al lado de la mesa del desayuno. No
quería enfrentarse a su email, ni a ninguna forma de contacto internauta que le
mostrase la amarga cara de un buzón vació. No tenía fuerzas para enfrentarse a
la decepción de no haber recibido el mensaje que esperaba, a no tener ningún
comentario de la persona que se colaba sin permiso en sus pensamientos.
No. No iba a desaprovechar su estancia en Milán, no era justo. Aunque la
justicia en toda aquella situación de la que quería escapar era un término muy
relativo. Nada era justo ya. Nada tenía sentido, nada parecía seguir un orden. Quizá
todo volviera a su curso algún día, quizá la pena y la nostalgia desaparecieran
en poco tiempo. Quizá algún día conseguiría ver la luz que se escondía tras las
sombras de la noche. Pero ahora no podía evitar sentir el peso de la nostalgia,
de las preguntas sin respuesta, de la esperanza que se apagaba con el paso de
los días. Era un sentimiento latente bajo su piel, que en las noches oscuras
parecía quemarle la piel y morderle el corazón. Por ello, cada día, tenía que
mirarse al espejo y obligarse a sonreír,
a recordarse a sí misma que era afortunada por muchas razones y que sólo
por una persona, no se puede hipotecar la vida para siempre. Se lo debía a su
familia, a sus amigos que la apoyaban desde diferentes partes de mundo, a la vía
que, a pesar de sus vicisitudes, le había regalado cosas. A veces se sentía
como si estuviera en un programa de desintoxicación en el que tienes que
esforzarte cada día para no tener recaídas. Ella había tenido una adicción, con
nombre, con alma y corazón. Y ahora sólo quería desengancharse.
Tomó su guía de Milán, que nunca llegaba a usar y salió de aquella casa de huéspedes.
Se detuvo frente al portón de madera de la calle y aspiro una vez más la
fragancia de la ciudad. No había nada que temer, pues después de todo, de una
forma u otra, el sol siempre acaba saliendo. Milán la esperaba y pensaba
disfrutarlo al máximo