miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma, 8a parte


La casa de huéspedes dormía plácidamente dejando que la tibia luz del amanecer fuera iluminando las esquinas. Había silencio, calma, tranquilidad. Quizá lo contrario que se esperaría de un hostal de gente joven, pero eso era lo que a Juliett le gustaba. Despertó aquella mañana tan descansada como lo había estado en mucho tiempo. Estaba sola en aquella habitación que parecía más grande que el día anterior. Ya que era para tres personas, había espacio extra para la ropa, las maletas,…la soledad. Se acurrucó entre las mantas apretándolas contra su cuerpo en busca de calor, un calor que echaba mucho de menos. Durante algunos minutos se quedó tumbada con los ojos abiertos. Por un momento sintió el ligero golpe en el estómago al pensar que estaba allí sola. Aquellos días tenía que esforzarse por pensar en ello, pero algunas veces no podía evitar sentir una mezcla de tristeza y nostalgia. No era el hecho de estar sola, sino de estar sin la persona que quería. Pues aunque lo intentase sabía que no podía obviar el hecho de que aquel viaje no llenaría el espacio que se le había quedado en el corazón, pero al menos lo intentaría. Y con ese último pensamiento salió de la cama para decirle buenos días a Milán, al mundo y a su nueva vida.

Hay pocas cosas tan reconfortantes como levantarse de la cama descansada, estirar el cuerpo y asomarse a la ventana para descubrir una maravillosa vista. Corrió las contra ventanas de madera, que preservaban la oscuridad con aviejada apariencia, y abrió la ventana. De dos hojas, nada de correderas ni de ese “intento de ventana” que sólo abre una rendija. La ventana se abría de par en par y dejaba entrar una brisa fresca llena de esencias. Olía a pan recién hecho, olía a café cargado. Sabía a tradición de pueblo, a guiso de la abuela, a flores del jardín. Era una brisa natural y suave, fría por la época del año, que perfumaba la ciudad cubriéndola de sabores y fragantes recuerdos. El sol se abría paso entre aquella neblina que la fría noche había dejado. Sol, un clima fresco y una inmejorable vista de la ciudad. No podía esperar ni un minuto más para empezar el día.




Otro momento importante en todo viaje mochilero es el momento de tomar una ducha.  Nunca sabes lo que te vas a encontrar cuando te adentras en un baño que no es el de casa. Por ello al entrar en un hotel, en un apartamento o incluso en la casa de un amigo, entramos con cautela en el cuarto de baño, estirando el cuello como si nos diera miedo meter todo el cuerpo al mismo tiempo.  Lo cierto es que la casa le había sorprendido por su limpieza el día anterior, pero quizá sólo fue la euforia de estar allí, y el hecho de que no estuvo más de 5 minutos antes de salir a recorrer la ciudad, lo que hizo que viera la ciudad con unos ojos diferentes. Pero aquel alojamiento le sorprendió de nuevo. El baño era sencillo pero muy confortable, todo en blanco y con mampara en la ducha. Eso era lo mejor de todo, no tener que enfrentarse a una mugrienta y pegajosa cortina de ducha.
Después de haber pasado por recepción el día anterior, no había visto a nadie. Le llegaba algún rumor con aspiraciones a ronquido de alguna de las habitaciones pero tan imperceptible que no podría distinguir de cuál. Después de la ducha y de ponerse su disfraz de mochilera, que a veces le hacía sentirse como si acabara de salir del musical “Hair”,  fue a desayunar al pequeño salón. Era una sala fría por el suelo de baldosas y la brisa que se colaba por las puertas de los balcones. Esa misma brisa que arrastraba los aromas de la mañana a través de la ventana de su habitación. Había cinco mesas redondas cubiertas con manteles de flores y sillas de madera a su alrededor. Las mesas eran pequeñas, y seguramente habrían albergado más de un brasero bajo sus faldones en el pasado. Junto a la pared había una máquina de café y una pesada con todo lo necesario para un buen desayuno. El café era aceptable, notablemente mejor que cualquier otra máquina que hubiera probado en España. Y Juliett era casi adicta al café y sabía distinguir el bueno del malo a pesar de que por su economía se decantara por las opciones más asequibles. El aroma del café impregno la estancia de un sabor casero reconfortante. Sobre la mesa había pequeñas cestas de mimbre con galletas, bizcochos, tostadas, mantequilla y mermelada. Todo estaba dispuesto en sobres individuales, seguramente para preservarlo de las toscas manos de algunos avariciosos viajeros. Cada pequeña cesta tenía una servilleta bordada dentro sobre la que reposaban los dulces. Todo preparado incluso para tomar un desayuno a media mañana ya que todo estaba bien empaquetado. Juliett cogió un par de galletas para media mañana, pero según se las metía en el bolsillo con la mayor inocencia se sintió algo mal por hacerlo. Pensó si no sería algo innato en los seres humanos, o al menos en los de carácter latino lo de coger algo simplemente por el hecho de ser gratis. Dejo las galletas y pensó que seguro que encontraría un buen supermercado donde calmar el hambre a media mañana por poco dinero. Tomo su desayuno, sin escatimar en café. Había encontrado un buen libro en el que perder la mirada mientras comía. Estaba en italiano pero era casi todo de fotos de Italia, una joya para la vista. Una recopilación de imágenes en blanco y negro de estilo antiguo con un toque y enfoque muy personales. Un pequeño detalle que inevitablemente podría poner una sonrisa a cualquier día. Una mesa junto a la ventana y una pila de libros alborotado que alguien había dejado durante su estancia allí. Y un cartel que venía a decir que tomases un libro prestado o dejases alguno en su lugar”. Un intercambio de libro, de palabra y fotografías entre desconocidos que sólo compartían la pasión por la lectura y por viajar.

Juliett imaginó donde habrían estado aquellos libros, quizá habían viajado más que ella misma. Puede que hubieran visitado ciudades de todo el mundo, reposado en innumerables cafeterías, aviejado estanterías o dormido en un sinfín de almohadas. La vida secreta de los libros, pensó. Pequeños objetos de infinitas posibilidades que abren la puerta a un mundo sin fin.  No sólo por las historias que sus páginas albergan, sino por los viajes realizados, por las vivencias, las manos, las maletas cruzadas en su camino hasta el siguiente lector. Le pareció una idea maravillosa para conectar al mundo, a través de los libros. Mientras se sumía en sus pensamientos, se fue enfriando el café  el sol infirió con más fuerza en la sala del desayuno. El día le avisaba de que estaba listo para mostrarle Milán de nuevo, desde u clara perspectiva matutina. Juliett recogió la mesa, en deferencia al excelente trato ausente que recibía en aquel lugar y se preparó para pasar otro maravilloso día. No reparó si quiera en que tenía dos ordenadores al lado de la mesa del desayuno. No quería enfrentarse a su email, ni a ninguna forma de contacto internauta que le mostrase la amarga cara de un buzón vació. No tenía fuerzas para enfrentarse a la decepción de no haber recibido el mensaje que esperaba, a no tener ningún comentario de la persona que se colaba sin permiso en sus pensamientos.
No. No iba a desaprovechar su estancia en Milán, no era justo. Aunque la justicia en toda aquella situación de la que quería escapar era un término muy relativo. Nada era justo ya. Nada tenía sentido, nada parecía seguir un orden. Quizá todo volviera a su curso algún día, quizá la pena y la nostalgia desaparecieran en poco tiempo. Quizá algún día conseguiría ver la luz que se escondía tras las sombras de la noche. Pero ahora no podía evitar sentir el peso de la nostalgia, de las preguntas sin respuesta, de la esperanza que se apagaba con el paso de los días. Era un sentimiento latente bajo su piel, que en las noches oscuras parecía quemarle la piel y morderle el corazón. Por ello, cada día, tenía que mirarse al espejo y obligarse a sonreír,  a recordarse a sí misma que era afortunada por muchas razones y que sólo por una persona, no se puede hipotecar la vida para siempre. Se lo debía a su familia, a sus amigos que la apoyaban desde diferentes partes de mundo, a la vía que, a pesar de sus vicisitudes, le había regalado cosas. A veces se sentía como si estuviera en un programa de desintoxicación en el que tienes que esforzarte cada día para no tener recaídas. Ella había tenido una adicción, con nombre, con alma y corazón. Y ahora sólo quería desengancharse.

Tomó su guía de Milán, que nunca llegaba a usar y salió de aquella casa de huéspedes. Se detuvo frente al portón de madera de la calle y aspiro una vez más la fragancia de la ciudad. No había nada que temer, pues después de todo, de una forma u otra, el sol siempre acaba saliendo. Milán la esperaba y pensaba disfrutarlo al máximo