domingo, 3 de noviembre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma ( 4a parte)

Por fin estaba a las puertas del Duomo, con la misma emoción con la que vivía cada paso en Milán. Con una ligera excitación que no podía contener y que le hacía sonreír a cada instante. No podía dejar de sentirse afortunada por estar allí, alejada de los problemas, de las preguntas de las respuestas forzadas, de las máscaras que desempolvaba a diario para no sentirse demasiado expuesta. Estaba sola a cientos de kilómetros de casa y se sentía contenta, no simplemente alegre, era algo más que eso. Sentía una cálida paz dentro que le daba esperanza. Había hecho lo que siempre había querido pero que nunca tuvo el valor de hacer. Le había costado muchos años de rupturas, de relaciones, de amigos, de decepciones e ilusiones ahogadas el llegar hasta aquí. Pero allí estaba.

Todas las Iglesias y edificios religiosos en general, envuelven al espectador bajo un manto paz y respeto que difícilmente se puede encontrar en otro sitio público. La solemnidad salpicada de adornos florales, los murales tornasolados por el color de las vidrieras, los fieles arrodillados rezando por sus almas sombrías. Cuantos secretos han presenciado, condenado y perdonado los muros de las Iglesias. La opulencia de sus altares, la frialdad de sus suelos que parece que no sabe lo que es el calor, la singularidad de sus columnas esculpidas o las sombras que te atrapan en cualquier rincón, tiznaban la estancia de un tono oscuro pero a la vez reconfortante. No era fácil moverse entre aquellas gradas, pero Juliett consiguió hacerse un hueco y se sentó despacio sobre uno de los bancos de madera. Se quedó callada. Mirando lentamente de un lado a otro, como si sus ojos fueran una cámara de esas que hacen fotos panorámicas. Quería que cada detalle, cada reflejo, cada imprimación o tornasol, se grabasen en su memoria y no la abandonase nunca. Le gustaba fabricar recuerdos de los que echar mano cuando se sintiese perdida o triste. Sabía que algún tiempo después, cuando su vida estuviese asentada, quizá cuando se viese inmersa en una relación o las cuerdas de la madurez y la hipoteca atasen sus manos; cerraría los ojos y recordaría aquella estancia. Igual que recordaría el camino hacia el Duomo y todo lo que le quedaba ver en aquel viaje hacia el autodescubrimiento.
EL interior de tamaña edificación era oscuro, y aun lo era más debido a los monumentos funerarios que atavían las cinco naves. Una oscuridad que contrasta notablemente con la pureza blanca de la fachada que, con sus más de 100 agujas apuntando al cielo, le hacían parecer un gigante copo de nieve. O como dijo Mark Twain, es “un poema de mármol”.
Las vidrieras, las columnas y los monumentos del interior reposaban sobre el gélido suelo. Un frío que traspasaba a través de los zapatos, casi recordando al viajero que era hora de partir. Después de unos minutos de reflexión, sentada sobre el incómodo banco de madera, Juliett se puso en pie. Sólo habían pasado unos minutos desde que se había sentado pero su trasero dolía como si hubiera estado sentada sobre una piedra durante horas. Nunca pudo entender porqué gastar tantísimo dinero en los altares, los adornos o las ventanas de cristal de una Iglesia y seguir consintiendo que sus devotos fieles se rompan en el espinazo en esos sitiales recién llegada del infierno. Quizá tenían algún significado místico que no le apetecía pensar. Ahora le apetecía otro café, quizá descafeinado y un cigarrito a la puerta del Duomo. La siguiente parada sería la galería Vittorio Emanuele, que prometía ser uno de los lugares más elegantes de Italia.
Empezaba a sentir que las piernas le pedían un descanso.
Buscó la galería y se dirigió hacia ella. A la entrada encontró un enorme puesto de recuerdos. Ese era el puesto en el que un hombre anónimo compró una figurita para tirársela a Berlusconi en uno de sus actos públicos, según había oído. Y mientras recordaba la anécdota vio como el dueño del puesto no había tenido reparo en airear dicha anécdota para ganar publicidad. Un cartel amarillento dentro de un separador de plástico mostraba el titular en medio de un montón de figuritas. Es curioso como el espíritu comerciante utiliza cada pormenor en beneficio del negocio.
Sabía que si compraba algo allí, estaría pagando el doble que en cualquier otra parte. Pero para eso se hace turismo, para gastar el dinero en cosas que no se necesitan pero que llenan las estanterías de casa de recuerdos y el corazón de recuerdos.
Haciendo uso de un escaso italiano, recién aprendido de un libro de frases útiles, solicito al comerciante que le envolviera el objeto seleccionado. Siempre compraba lo mismo, en cualquier lugar en el que estuviera. Un imán para la nevera y una postal. Igual que a otros les gusta coleccionar pulseras, dedales, etc. ella siempre compraba un imán y una postal para decorar la puerta de la nevera. Así cada vez que entraba a la cocina, veía este gran álbum de  recuerdos de todos los lugares bonitos que había visto. Actualmente sólo unos pocos países dibujaban ese mapa, pero tenía la intención de llenarlo.
Ahora que ese pequeño recuerdo estaba comprado, podía dedicarse a buscar algo para familiares y amigos, aunque en un par de días estaría en Roma por lo que seguramente esperaría a llegar allí antes de llenar su mochila de cosas que luego tendría que esconder en la manga del jersey para poder subir al avión.
Ya cuando temía que tendría que gastarse cinco euros en tomar un triste café por estar en aquella zona, vio u McDonalds. Es como encontrar un Starbucks, o un Zara en alguna parte del mundo donde estés. Sabe que por mucho que varíe el precio, sabes más o menos lo que te va a costar y lo que te van a entregar. Por mucho que la gente se quejase de la globalización, Juliett siempre veía algunas ventajas en ella. Y un café junto al Duomo calentito y listo para llevar, no tenía precio. Bueno algo más de un euro.
Una pequeña parada a la puerta de la galería le daría el último empujón para concluir su día. Aún tenía que encontrar algún lugar donde comprar la cena, ver la galería y caminar hacia el Palazzo Reale y el “Teatro alla Scala”, ambos de obligada visita nocturna para disfrutar de la iluminación; y diurna para contemplar su belleza arquitectónica.  
La noche empezaba a caer y la oscuridad se dejaba caer pesadamente sobre la catedral. Parecía que aquella penumbra temía pincharse con las agujas blancas del tejado. O quizá sólo pretendía dar una tregua a los acelerados viandantes que se apuraban por entrar en la nave por última vez. Las farolas y las atractivas luces de los escaparates hacían emerger las sombras de la ciudad entre el tintineo de stilettos y el perfume caro.

El día daba su primer aviso de que tocaba su fin y había que apresurarse para no perder detalle de lo que la noche podía traer. Pero a pesar de la ansiedad de que querer verlo todo deprisa, Juliett no se movió. Pues nada podía estresarla aquel día. Ese viaje sería una cura de desintoxicación. Y aún le quedaba mucho por hacer. Y muchas sorpresas la aguardaban a la vuelta de un café El día lo tomaría con la misma calma con la que la ciudad de Milán la había recibido; con paso armonioso, con delicadeza con prudencia y emoción. Lo mejor de aquel perfecto día era que aún no había terminado, pues era sólo el principio.