Por fin estaba a las puertas del Duomo, con la misma emoción con la que
vivía cada paso en Milán. Con una ligera excitación que no podía contener y que
le hacía sonreír a cada instante. No podía dejar de sentirse afortunada por
estar allí, alejada de los problemas, de las preguntas de las respuestas
forzadas, de las máscaras que desempolvaba a diario para no sentirse demasiado
expuesta. Estaba sola a cientos de kilómetros de casa y se sentía contenta, no
simplemente alegre, era algo más que eso. Sentía una cálida paz dentro que le
daba esperanza. Había hecho lo que siempre había querido pero que nunca tuvo el
valor de hacer. Le había costado muchos años de rupturas, de relaciones, de
amigos, de decepciones e ilusiones ahogadas el llegar hasta aquí. Pero allí
estaba.
Todas las Iglesias y edificios religiosos en general, envuelven al
espectador bajo un manto paz y respeto que difícilmente se puede encontrar en
otro sitio público. La solemnidad salpicada de adornos florales, los murales
tornasolados por el color de las vidrieras, los fieles arrodillados rezando por
sus almas sombrías. Cuantos secretos han presenciado, condenado y perdonado los
muros de las Iglesias. La opulencia de sus altares, la frialdad de sus suelos
que parece que no sabe lo que es el calor, la singularidad de sus columnas
esculpidas o las sombras que te atrapan en cualquier rincón, tiznaban la
estancia de un tono oscuro pero a la vez reconfortante. No era fácil moverse
entre aquellas gradas, pero Juliett consiguió hacerse un hueco y se sentó
despacio sobre uno de los bancos de madera. Se quedó callada. Mirando lentamente
de un lado a otro, como si sus ojos fueran una cámara de esas que hacen fotos
panorámicas. Quería que cada detalle, cada reflejo, cada imprimación o
tornasol, se grabasen en su memoria y no la abandonase nunca. Le gustaba
fabricar recuerdos de los que echar mano cuando se sintiese perdida o triste.
Sabía que algún tiempo después, cuando su vida estuviese asentada, quizá cuando
se viese inmersa en una relación o las cuerdas de la madurez y la hipoteca
atasen sus manos; cerraría los ojos y recordaría aquella estancia. Igual que
recordaría el camino hacia el Duomo y todo lo que le quedaba ver en aquel viaje
hacia el autodescubrimiento.
EL interior de tamaña edificación era oscuro, y aun lo era más debido a los
monumentos funerarios que atavían las cinco naves. Una oscuridad que contrasta
notablemente con la pureza blanca de la fachada que, con sus más de 100 agujas
apuntando al cielo, le hacían parecer un gigante copo de nieve. O como dijo
Mark Twain, es “un poema de mármol”.
Las vidrieras, las columnas y los monumentos del interior reposaban sobre
el gélido suelo. Un frío que traspasaba a través de los zapatos, casi
recordando al viajero que era hora de partir. Después de unos minutos de
reflexión, sentada sobre el incómodo banco de madera, Juliett se puso en pie.
Sólo habían pasado unos minutos desde que se había sentado pero su trasero dolía
como si hubiera estado sentada sobre una piedra durante horas. Nunca pudo
entender porqué gastar tantísimo dinero en los altares, los adornos o las
ventanas de cristal de una Iglesia y seguir consintiendo que sus devotos fieles
se rompan en el espinazo en esos sitiales recién llegada del infierno. Quizá
tenían algún significado místico que no le apetecía pensar. Ahora le apetecía
otro café, quizá descafeinado y un cigarrito a la puerta del Duomo. La
siguiente parada sería la galería Vittorio Emanuele, que prometía ser uno de
los lugares más elegantes de Italia.
Empezaba a sentir que las piernas le pedían un descanso.
Buscó la galería y se dirigió hacia ella. A la entrada encontró un enorme
puesto de recuerdos. Ese era el puesto en el que un hombre anónimo compró una
figurita para tirársela a Berlusconi en uno de sus actos públicos, según había oído.
Y mientras recordaba la anécdota vio como el dueño del puesto no había tenido
reparo en airear dicha anécdota para ganar publicidad. Un cartel amarillento
dentro de un separador de plástico mostraba el titular en medio de un montón de
figuritas. Es curioso como el espíritu comerciante utiliza cada pormenor en
beneficio del negocio.
Sabía que si compraba algo allí, estaría pagando el doble que en cualquier
otra parte. Pero para eso se hace turismo, para gastar el dinero en cosas que
no se necesitan pero que llenan las estanterías de casa de recuerdos y el
corazón de recuerdos.
Haciendo uso de un escaso italiano, recién aprendido de un libro de frases
útiles, solicito al comerciante que le envolviera el objeto seleccionado.
Siempre compraba lo mismo, en cualquier lugar en el que estuviera. Un imán para
la nevera y una postal. Igual que a otros les gusta coleccionar pulseras,
dedales, etc. ella siempre compraba un imán y una postal para decorar la puerta
de la nevera. Así cada vez que entraba a la cocina, veía este gran álbum de recuerdos de todos los lugares bonitos que
había visto. Actualmente sólo unos pocos países dibujaban ese mapa, pero tenía
la intención de llenarlo.
Ahora que ese pequeño recuerdo estaba comprado, podía dedicarse a buscar
algo para familiares y amigos, aunque en un par de días estaría en Roma por lo
que seguramente esperaría a llegar allí antes de llenar su mochila de cosas que
luego tendría que esconder en la manga del jersey para poder subir al avión.
Ya cuando temía que tendría que gastarse cinco euros en tomar un triste
café por estar en aquella zona, vio u McDonalds. Es como encontrar un Starbucks,
o un Zara en alguna parte del mundo donde estés. Sabe que por mucho que varíe
el precio, sabes más o menos lo que te va a costar y lo que te van a entregar.
Por mucho que la gente se quejase de la globalización, Juliett siempre veía
algunas ventajas en ella. Y un café junto al Duomo calentito y listo para
llevar, no tenía precio. Bueno algo más de un euro.
Una pequeña parada a la puerta de la galería le daría el último empujón
para concluir su día. Aún tenía que encontrar algún lugar donde comprar la
cena, ver la galería y caminar hacia el Palazzo Reale y el “Teatro alla Scala”,
ambos de obligada visita nocturna para disfrutar de la iluminación; y diurna
para contemplar su belleza arquitectónica.
La noche empezaba a caer y la oscuridad se dejaba caer pesadamente sobre la
catedral. Parecía que aquella penumbra temía pincharse con las agujas blancas
del tejado. O quizá sólo pretendía dar una tregua a los acelerados viandantes
que se apuraban por entrar en la nave por última vez. Las farolas y las
atractivas luces de los escaparates hacían emerger las sombras de la ciudad
entre el tintineo de stilettos y el perfume caro.
El día daba su primer aviso de que tocaba su fin y había que apresurarse
para no perder detalle de lo que la noche podía traer. Pero a pesar de la
ansiedad de que querer verlo todo deprisa, Juliett no se movió. Pues nada podía
estresarla aquel día. Ese viaje sería una cura de desintoxicación. Y aún le
quedaba mucho por hacer. Y muchas sorpresas la aguardaban a la vuelta de un café
El día lo tomaría con la misma calma con la que la ciudad de Milán la había
recibido; con paso armonioso, con delicadeza con prudencia y emoción. Lo mejor
de aquel perfecto día era que aún no había terminado, pues era sólo el
principio.