domingo, 13 de octubre de 2013

Mi Londres sin mi

Había pasado un año desde mi última visita a la maravillosa ciudad de Londres. U año sin ver las gloriosas casas de blancas columnas que inspiraron románticas historias en los libros de Jane Austin. Un año sin ver las calles que albergaron los relatos Dickens o Henry James. Un año sin ver Holland Park y a sus familias haciendo meriendas al sol un domingo por la tarde. Cuanto te echo de menos Londres. Tu preciosa cara blanca con reflejos de nube gris; tus amplias avenidas, crisol de culturas y tendencias; tus innumerables restaurantes, tus parques, tu belleza.
Hace casi dos años que deje de ver tu cara cada día, de pasear entre tu arboles, de recorrer tus calles, tan familiares como ahora desconocidas. Han pasado casi dos años, pero el tiempo no pasa por ti. Desde tu tranquila perspectiva, contemplas la vida de tus habitantes. Desde la calmada belleza oriental de Kyoto Gardens en Holland Park, observas a las familias que meriendan sobre sus mantas en el parque. En Hyde Park, controlas el ritmo de los deportistas que corren bajo los escasos rayos de sol o montan en sus bicis mientras llevan el periódico en la cesta delantera. En Chelsea, te burlas ligeramente de los nuevos pijos de la zona que parecen llevar un equipo de iluminación hasta para ir a hacerse la manicura. 
En Harrod’s miras a las hordas de turistas que se agolpan haciendo cola para comprar sus bolsas de ositos o sus tazas decoradas. Eres testigo de las fiestas y celebraciones alrededor de Leicester Square los viernes por la noche. Y te relajas observando el ir y venir de las calles más comerciales y bulliciosas como Bond Street o Regent Street, las cuales en la locura de sus peatones cargados de bolsas crean una acompasada armonía. 
La gente se queja del clima, de la lluvia que tan frecuentemente arruina el peinado de las chicas el viernes por la noche. Protestan por el precio de las copas, del tabaco, de la vida en general. Dicen de Londres que es una ciudad fría, no sólo por el clima sino por su gente. Londres es un crisol de culturas, la mezcla de razas de todo el mundo hacen de la ciudad un compendio de costumbres, idiomas y personalidades tan variadas como interesantes. Quizá la gente es fría, pero quizá sólo se dediquen a vivir su vida sin meter las narices en la de los demás. Ese es uno de los mayores atractivos de la ciudad, la libertad. Libertad de acción, de expresión, de forma de vestirse incluso. 
Esa libertad de la que carezco en Madrid, rodeada de inquisidoras miradas que te persiguen en el metro, en el ascensor. Esas miradas que leen por encima de tu hombro lo que estás leyendo, o que te miran de arriba a abajo con aire acusador, o que se sorprender y comentan abiertamente si te oyen hablar en inglés por la calle. 
 Las comparaciones son inevitables cuando tu corazón se divide entre dos ciudades. Londres, tan moderna, tan libre y fresca, con tantos lugares y tanta cultura con la que enriquecer cada diña. Una ciudad de oportunidades que premia el esfuerzo del que realmente lucha por su futuro. Un lugar donde realizarse como persona, donde estar en contacto con todas las caras de la sociedad y donde hacer de la vida un lugar donde ser feliz. 

Por el contrario, viviendo fuera siempre sacrificas algo. La familia, los amigos de siempre, la pareja, todas las pequeñas cosas que forman la rutina de tu ciudad natal. Las calles que conoces como la palma de tu mano, las tradiciones a las que nunca les das importancia hasta que te ves privada de ellas. 
He vuelto a Londres y no he echado de menos Madrid, ni a su gente, ni sus calles, ni su ritmo de vida. Incluso estando de visita, tan solo por unos días, me he sentido en casa. Casi podría decir que era la inercia, o el subconsciente quienes me guiaban a través de las calles, de los túneles del metro, de los caminos y de los parques. 
La ciudad ha cambiado muy ligeramente. Sigue inmersa en su rutina viendo la vida deslizarse entre turistas y ambiciosos extranjeros que sólo quieren una oportunidad. Quizá haya algún edificio nuevo, que estaba a medio construir, o algún negocio que ha pintado las paredes obligado por la última inspección de sanidad, o pude que alguna tienda se haya rendido a la opresiva crisis y ahora sea un bazar o una tienda de souvenirs. Pero todo está igual. El verde incólume de sus parques, los edificios financieros tan opulentos e impasibles al paso del tiempo, las tiendas donde yo solía comprar, sus autobuses rojos, sus taxis negros, sus pintas de cerveza al salir del trabajo. Los detalles que me reconfortan al pensar que no estoy allí, a pesar de que mi corazón se quedara. 

Siempre hay algo que sacrificar en la vida, pues no se puede tener todo. La vida no es como uno la planea, igual que no lo es el amor, ni el trabajo, ni siquiera la familia. Pero la autentica vida es aquella que más se parece a lo que soñamos que pudiera ser. Y los sueños, implican sacrificios, pero si contienen un atisbo de felicidad, debemos perseguirlos y jamás dejarlos morir en el conformismo.