Había pasado un año desde mi última
visita a la maravillosa ciudad de Londres. U año sin ver las gloriosas casas de
blancas columnas que inspiraron románticas historias en los libros de Jane
Austin. Un año sin ver las calles que albergaron los relatos Dickens o Henry
James. Un año sin ver Holland Park y a sus familias haciendo meriendas al sol
un domingo por la tarde. Cuanto te echo de menos Londres. Tu preciosa cara
blanca con reflejos de nube gris; tus amplias avenidas, crisol de culturas y
tendencias; tus innumerables restaurantes, tus parques, tu belleza.
Hace casi dos años
que deje de ver tu cara cada día, de pasear entre tu arboles, de recorrer tus calles,
tan familiares como ahora desconocidas. Han pasado casi dos años, pero el
tiempo no pasa por ti. Desde tu tranquila perspectiva, contemplas la vida de
tus habitantes. Desde la calmada belleza oriental de Kyoto Gardens en Holland
Park, observas a las familias que meriendan sobre sus mantas en el parque. En Hyde
Park, controlas el ritmo de los deportistas que corren bajo los escasos rayos
de sol o montan en sus bicis mientras llevan el periódico en la cesta
delantera. En Chelsea, te burlas ligeramente de los nuevos pijos de la zona que
parecen llevar un equipo de iluminación hasta para ir a hacerse la
manicura.
En Harrod’s miras a
las hordas de turistas que se agolpan haciendo cola para comprar sus bolsas de
ositos o sus tazas decoradas. Eres testigo de las fiestas y celebraciones
alrededor de Leicester Square los viernes por la noche. Y te relajas observando
el ir y venir de las calles más comerciales y bulliciosas como Bond Street o
Regent Street, las cuales en la locura de sus peatones cargados de bolsas crean
una acompasada armonía.
La gente se queja del
clima, de la lluvia que tan frecuentemente arruina el peinado de las chicas el
viernes por la noche. Protestan por el precio de las copas, del tabaco, de la
vida en general. Dicen de Londres que es una ciudad fría, no sólo por el clima
sino por su gente. Londres es un crisol de culturas, la mezcla de razas de todo
el mundo hacen de la ciudad un compendio de costumbres, idiomas y
personalidades tan variadas como interesantes. Quizá la gente es fría, pero quizá
sólo se dediquen a vivir su vida sin meter las narices en la de los demás. Ese
es uno de los mayores atractivos de la ciudad, la libertad. Libertad de acción,
de expresión, de forma de vestirse incluso.
Esa libertad de la
que carezco en Madrid, rodeada de inquisidoras miradas que te persiguen en el
metro, en el ascensor. Esas miradas que leen por encima de tu hombro lo que
estás leyendo, o que te miran de arriba a abajo con aire acusador, o que se
sorprender y comentan abiertamente si te oyen hablar en inglés por la
calle.
Las
comparaciones son inevitables cuando tu corazón se divide entre dos ciudades.
Londres, tan moderna, tan libre y fresca, con tantos lugares y tanta cultura
con la que enriquecer cada diña. Una ciudad de oportunidades que premia el
esfuerzo del que realmente lucha por su futuro. Un lugar donde realizarse como
persona, donde estar en contacto con todas las caras de la sociedad y donde
hacer de la vida un lugar donde ser feliz.
Por el contrario,
viviendo fuera siempre sacrificas algo. La familia, los amigos de siempre, la
pareja, todas las pequeñas cosas que forman la rutina de tu ciudad natal. Las
calles que conoces como la palma de tu mano, las tradiciones a las que nunca
les das importancia hasta que te ves privada de ellas.
He vuelto a Londres y
no he echado de menos Madrid, ni a su gente, ni sus calles, ni su ritmo de
vida. Incluso estando de visita, tan solo por unos días, me he sentido en casa.
Casi podría decir que era la inercia, o el subconsciente quienes me guiaban a través
de las calles, de los túneles del metro, de los caminos y de los parques.
La ciudad ha cambiado
muy ligeramente. Sigue inmersa en su rutina viendo la vida deslizarse entre
turistas y ambiciosos extranjeros que sólo quieren una oportunidad. Quizá haya algún
edificio nuevo, que estaba a medio construir, o algún negocio que ha pintado
las paredes obligado por la última inspección de sanidad, o pude que alguna
tienda se haya rendido a la opresiva crisis y ahora sea un bazar o una tienda
de souvenirs. Pero todo está igual. El verde incólume de sus parques, los
edificios financieros tan opulentos e impasibles al paso del tiempo, las
tiendas donde yo solía comprar, sus autobuses rojos, sus taxis negros, sus
pintas de cerveza al salir del trabajo. Los detalles que me reconfortan al
pensar que no estoy allí, a pesar de que mi corazón se quedara.
Siempre hay algo que
sacrificar en la vida, pues no se puede tener todo. La vida no es como uno la
planea, igual que no lo es el amor, ni el trabajo, ni siquiera la familia. Pero
la autentica vida es aquella que más se parece a lo que soñamos que pudiera
ser. Y los sueños, implican sacrificios, pero si contienen un atisbo de
felicidad, debemos perseguirlos y jamás dejarlos morir en el conformismo.