viernes, 25 de octubre de 2013

Los viajes de Juliett, Milán y Roma (1a parte)

Juliett levantó la cabeza y exhaló un suspiro lloroso al cielo gris que, aquel día, tornaba Roma de una luz casi plateada. Llevaba tan sólo un día allí, acababa de llegar de Milán, y aún le quedaban tres más en los que volver a perderse por las calles de la ciudad. Había venido con el equipaje justo, de mochilera, como se suele decir. Pues la carga que llevaba sobre los hombros era tan pesada que hasta la más diminuta maleta era demasiado para ella. 
 Acababa de dejar el trabajo, había roto con su novio, y el casero del piso que compartía con tres compañeros en Londres, había decidido darles el “notice”. 
Decidió, en un primer momento, ir a París. La belleza de parís, la majestuosidad del Sena, la imponente torre Eiffel, sus grandiosas mansiones en la Riviera del río…. Una vista incomparable que podría hacerla olvidar todos los problemas o al menos conseguir que se evadiera unos días. Pero la última vez que visitó París fue con un novio con el que no acabó teniendo mucha suerte, y no parecía buena idea volver, mientras se recuperaba de una nueva ruptura, a la ciudad más romántica del mundo. No se veía con fuerza suficiente para ir a París, por mucho que le gustase.
También pensó en ir a Venecia, pues nunca había estado, y no quería esperar mucho más por si acaso las inundaciones acababan finalmente con la ciudad que se iba hundiendo 30 cm cada año según los expertos. Pero si París era una ciudad romántica, Venecia la superaba. Decenas de parejas paseando en góndola, tomando capuchinos en la plaza de San Marcos, y recorriendo los canales de la mano, no era el plan más adecuado para su pobre corazoncito que aún se estaba recuperando.
Finalmente decidió ir a Milán, a visitar a una buena amiga que conoció años atrás en Londres, y que llevaba un par de años viviendo en Milán. Su amiga le había insistido muchas veces en que fuera a visitarla y Juliett nunca había encontrado el momento adecuado. Pues ese lo era. Era la primera vez que viajaba sola, dejando aparte las idas y venidas entre Londres y Madrid. Pero al fin y al cabo esas dos ciudades eran parte de su vida, y no le eran en absoluto desconocidas.
Muchas de sus amigas le decían con cierta admiración y sorpresa que les parecía una locura irse sola a viajar por Europa. Algo que, según ellas, no se veían capaces de hacer. Juliett siempre había sido muy independiente y resolutiva, por lo que sabía de algún modo que nada malo le iba a pasar.
Necesitaba respirar un aire nuevo y olvidarse de todos los problemas, como te prometen las agencias de viajes. Lo que éstas no te dicen, es que, casi siempre, los problemas se van contigo en la maleta sin que puedas hacer nada para evitarlo. Pero valía la pena intentarlo.
Sus ganas de viajar y recorrer el mundo entero mitigaba el miedo a viajar sola, pues siempre está ahí. Siempre hay un cierto temor a lo que pueda pasar. Pero si no te arriesgas nunca ganas.
Planeo una escapada de cinco días, estaría dos en Milán y tres en Roma.
Lo suficiente para que no se sintiese perdida por estar sola lejos de casa, y poder así mismo disfrutar plenamente de la ciudad.
La información que había recopilado acerca de Milán era la más necesaria y precisa. No le gustaba planear demasiado las cosas, y le parecía mucho más interesante dejarse llevar a planear cada detalle minuciosamente. Una bolsa de viaje, una guía, el cargador del móvil y su cuaderno de notas en el que esperaba poder escribir algo decente, ya que llevaba muchas semanas sin conseguir poner dos palabras juntas en una hoja de papel. La belleza de Italia seguro que la inspiraría a escribir al menos un par de buenos poemas. Lo que no pensaba es lo que al final acabó escribiendo.
La información que necesitaba era básicamente la referente al transporte, ya que de ello dependía que llegase a tiempo a su siguiente vuelo, a Roma, y más tarde, de vuelta  a Londres.
Diciembre comenzaba a dejarse sentir con el gélido aire que asolaba cada año las calles de Londres. El clima en Italia era bastante más templado, pero por si acaso no quería arriesgarse a pasar frío, por lo que se preocupó de llevar ropa de abrigo. Lo bueno era que, como ya hacía mucho frío en Londres, podía ponerse cuantas prendas quisiera encima y si era necesario las dejaría en el hostal, y así no facturar maleta. La ropa justa y las chanclas para el baño, que eran lo más importante. El IPod, fundamental y tabaco, pues nunca sabes qué precio vas a encontrar en otra ciudad.
Todo estaba listo. Aquella mañana de diciembre tomó el autobús para ir al aeropuerto de Stansted, al este de Londres. Tras revisar varias veces si llevaba todos los documentos necesarios, las reservas del Hostal de Milán y el de Roma, el pasaporte, etc. Todo preparado. A pesar de ser una pequeña escapada se sentía tan emocionada como si fuera a vivir la gran aventura de su vida, simplemente el hecho de ir sola, de planearlo todo al gusto y de desconectar de todo le producían una gran sensación de calma y excitación a la vez.
Cuando aterrizó en Malpensa, uno de los dos aeropuertos de Milán, sintió un primer momento de nerviosismo. La verdad es que, a pesar de ser un lugar mediterráneo, en principio parecido a España, todo parecía distinto. Allí en el pequeño aeropuerto del noroeste, se mezclaban los viajeros de mochila con los elegantes milaneses que parecía que acababan de salir de una revista de moda. Las tiendas estaban perfectamente cuidadas y organizadas, desde las cuales te miraban jovencitas con excesivo maquillaje en la cara y una expresión bastante altiva. Aquello de que el idioma italiano se parece al español, según descubrió Juliett, era totalmente incierto. Pues, a pesar de sus lecciones de italiano básico y su libro de frases que había llevado consigo, no podía entender nada.
 Partía de cero, no sabía dónde ir, su italiano no era ni medio bueno como para entenderse con la gente… Pero tomó un poco de aire y recapacitó. Si sabía dónde estaba, a donde iba y lo que tenía que hacer. Paró a comprar un café para llevar y fumarse el primer cigarro en la puerta del aeropuerto. El día estaba empezando a despertarse, tras una noche de oscuras nubes cubriendo el cielo. Y los tímidos rayos de sol bañaban las afueras de Milán con una luz blanca y agradable. Casi se podía sentir el calor de cada rayo individual atravesando el cuerpo y trayendo un poquito de ánimo.
Terminó el café y apagó su cigarro, casi concentrándose mientras lo hacía. Allí empezaba el camino así que tenía que dar el primer paso. Se dirigió a la pequeña oficina de información a preguntar por el autobús que la llevaría al centro de Milán, donde tendría que buscar su hostal, que previamente había reservado por internet. No había buscado demasiado, pues fue de los primeros que vio y tenía muy buen aspecto. Además de ser realmente barato. Esperó unos minutos en la dársena del autobús y se subió con ciertos problemas para manejar su bolsa, el abrigo, que ya sobraba, y esquivar las cabezas y pies que aparecían de algún lugar a medida que avanzaba. El autobús parecía tener más años que ella, pero no le importó. Es curioso como a veces, esos detalles tan molestos que te enervan cuando estás en tu ciudad de origen, carecen de importancia cuando estas en otra ciudad. Un autobús destartalado que provocaría las quejas y desacuerdos de los pasajeros en todo Madrid, le parecía un detalle pintoresco allí en Italia. Aunque se hubiese subido en una diligencia, le habría parecido bien. Tras media hora de incómodos asientos y baches de carretera, llegó a la estación central de Milán., la de Cadorna, que era la más próxima a su hostal. Una vez allí, dio unas cuantas vueltas para encontrar la entrada al metro. Compró sólo un billete sencillo. Además sabía que la mayor parte de su estancia la pasaría recorriendo a pie las calles de la ciudad que, dicho sea de paso, no era muy grande. A Juliett le encantaba andar y era también la mejor forma de descubrir pequeños lugares que no aparecen en las guías de viaje.  Tras comprar el billete y mirar el mapa de metro de todas las formas posibles para encontrar la ruta deseada, se presentó en la plataforma de la línea 1 que la llevaría hasta la estación de Sempione. El trayecto en el metro era tan sólo de cuatro estaciones pero le dio tiempo a hacerse una idea del tipo de gente que convivía en Milán. Podías encontrar todo tipo de personas en un mismo vagón, aquellos con elegantes traje que iban a trabajar en oficinas y bancos: los que también iban a trabajar pero vestidos de forma más modesta y un montón de turistas de todas partes hablando en lenguas diferentes. Una auténtica torre de Babel. Nada que no pudiera ver en la línea 1 de Madrid, que lleva a los viajeros desde la estación de tren de Atocha a cualquier parte del centro, pero el estilo italiano era diferente. Rondaba el exceso, la pose, la falsedad incluso. Estaría cayendo en los tópicos que siempre le habían molestado, pero la verdad es que éstos se agolpaban a su alrededor.
Cuando llegó a la estación de Sempione tuvo que dar de nuevo algunas vueltas por las calles adyacentes hasta encontrar el camino hacia el hostal.
Tras varios giros y "miradas japonesas", llegó a su destino. Le hostal, era en realidad una casa de huéspedes en la planta superior de una casona antigua. Tenía una entrada enorme con el suelo de piedra custodiada por un portón de madera que cerraba por encima de la acera. Al final de aquella estancia se distinguía un patio con una cancha de baloncesto y algunas plantas que luchaban por abrirse paso entre las malas hierbas y los restos de cigarrillos apagados en sus macetas. Subió por una escalera de piedra que había a su izquierda hasta que llegó a la recepción donde le indicaron dónde tenía que ir. Tras registrarse y dejar su documentación, le indicaron donde se encontraba la habitación que había reservado. La habitación era sólo de chicas, no es que fuese muy diferente compartir habitación con un chico o una chica, pues al fin y al cabo, eran desconocidos, pero por su seguridad y tranquilidad, así como para no meterse en líos, prefirió reservar una habitación para chicas.
Bajó a la tercera planta, la cual era una vivienda como cualquier piso de cualquier familia de Milán o de otra parte del mundo. A su derecha se encontraba la sala común donde tomar un café, o tomar prestado alguno de los libros que otros viajeros habían dejado en depósito. Comprobó con gran placer que había un par de ordenadores, algo antiguos eso sí, pero que permitían el acceso a internet. Pues una cosa es desconectar un poco, y otra desconectar totalmente.
A la izquierda un largo pasillo iba distribuyendo habitaciones, la primera era la cocina donde, suponía, se preparaba el desayuno incluido en el precio de la estancia que, por cierto era de 9 euros por noche. Después, uno de los baños, el de chicas, y en frente el de los chicos.
Eso sí era importante, un baño femenino es la base de una estancia confortable. Otras cuantas puertas con el resto de las habitaciones y al fondo del pasillo la que le correspondía.
El dormitorio era de tres camas, pero las otras dos estarían libres aquella noche, según le dijeron. Al día siguiente serían ocupadas por dos hermanas desacuerdo a la información que le dio la recepcionista. La habitación le sorprendió por lo limpia y ordenada que estaba. Era sencilla pero más que suficiente para un par de días. Tenía tres camas un armario de tres cuerpos y tres mesillas de noche. Todo estaba adaptado a tres personas, no como esos hoteles en los que sólo hay una mesilla de noche, o un cajón para cuatro personas.
Para el poco dinero que le había costado, estaba realmente bien. Sobre todo, limpio. Era la primera vez que se alojaba en un hostal en el que compartiría la habitación con otras dos chicas. Por eso, estaba preparada para lo peor. Quizá por ello le pareció tan fantástico. Era un negocio familiar. Eso se desprendía de los detalles decorativos, como los libros usados acumulados tras varios años. Los cuadros hechos a mano y la singularidad de los muebles y accesorios. Cada habitación, parecía haber sido decorada y amueblada poco a poco. Según corriesen los tiempos seguramente. Juliett se imagino cómo sería montar una casa de huéspedes así. Por ejemplo para ingleses, para todos esos turistas que están totalmente perdidos cuando vienen a Italia y no entienden nada del idioma.  Mientras recorría las paredes de la habitación con la mirada, pensó en las reformas que se habrían tenido que hacer en ellas para cubrir las grietas y el paso del tiempo. Una curiosa comparación. Ella misma se veía en la pared. En ese tono rojizo algo desgastado por los años. Con grietas que habían sido cubiertas varias veces, intentando recuperar el estado original. Pero no importa cuántas capas de pintura se apliquen a la pared, siempre queda algo aunque sea una fina línea allá donde hubo una grieta. Siempre queda una pequeña señal. Una mínima arruga bajo la piela, donde antes se marcaba una sonrisa. 

Juliett empezó a notar la desazón que la había estado acompañando las últimas semanas, cuando empezó a darse cuenta de que su relación iba a la deriva.
Decidió bloquear inmediatamente ese pensamiento, y no permitir que nada estropease el momento. Estaba en Italia, sola, a punto de ver por sí misma una preciosa ciudad que no conocía. Era perfecto, era lo que llevaba tiempo queriendo hacer. Había tenido el valor para hacerlo y ahí estaba. Mucha gente había intentado  persuadirla para que no fuese sola. No entendían porqué una chica como ella prefería ir sola de viaje que acompañada. Ella era así. Siempre pensó que mientras se tuviese a sí misma nunca estaría sola. Mientras se mirase en el espejo y viese su rostro reflejado en él, nunca estaría sola. Es cierto que en algún momento deseó tener a alguien con quien comentar las incidencias del viaje, los lugares más bonitos o simplemente alguien con quien hablar. Pero la verdad es que eso era lo que menos le importaba, no le preocupaba no hablar en todo el día más que para pedir un café para llevar, o “a portare vía”, como había tenido que aprender rápidamente.  Eso era lo que ella anhelaba, la paz de la soledad buscada.
 Sin embargo…